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NOTAS HISTORICAS

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SUAREZDESCARTESPASCALHEGELBRENTANO

Bibliografía oficial #43 [Naturaleza, Historia, Dios], pp 125-147, paginación de la 5a edición (completo)

Bibliografía oficial #22: «Prólogo» a HEGEL, G.W., Fenomenología del Espíritu. Textos filosóficos. Ed. Revista de Occidente. Madrid 1935 (parcial)

Bibliografía oficial #23: «Advertencia preliminar» a SUÁREZ, Francisco, Disputaciones metafisicas sobre el concepto del ente. Traducción del latín, introducción y advertencia de Xavier Zubiri. Ed. Revista de Occidente. Madrid 1935 (parcial)

Bibliografía oficial #28: «Prólogo» a BRENTANO, Francisco, El porvenir de la filosofía. Traducción y prólogo de Xavier Zubiri. Ed. Revista de Occidente. Madrid 1936 (parcial)

Bibliografía oficial #36: «Prólogo» a PASCAL, Blas, Pensamientos. Selección, revisión de la traducción y prólogo de Xavier Zubiri. (Col. Austral 96). Ed. Espasa Calpe. Buenos Aires - Madrid 1940 (parcial)

Bibliografía oficial #44: «Introducción» a Cristina de Suecia, Isabel de Bohemia, Descartes, Cartas. Estudio biográfico y versión de Carmen Castro. Ed. Adán. Madrid 1944 (parcial)


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SUAREZ

 

La creciente actualidad de los problemas metafísicos bastaría por sí sola para justificar la inclusión de Suárez en una biblioteca de textos filosóficos. No sólo esto. La riqueza y precisión infinitesimal del vocabulario escolástico constituye uno de los tesoros que es más urgente poner en rápida circulación. Gran parte de aquél ha pasado al idioma nacional, y sólo el abandono que han padecido los estudios filosóficos en nuestra Patria ha podido hacer caer en el olvido esenciales dimensiones semánticas de nuestros vocablos. Urge hacerlas revivir, y con ellas el rigor intelectual de la filosofía, próxima siempre, por su propia esencia, a desvanecerse en vagas "profundidades" nebulosas.

Las Disputationes de Suárez constituyen la enciclopedia del escolasticismo. Desde sus más antiguas direcciones árabes y cristianas hasta el giro nominalista que adoptó francamente en el siglo xiv, y revistió caracteres inundatorios en el xv y xvi, no ha dejado escapar Suárez ninguna idea u opinión esencial de la tradición filosófica. Pero no se trata de un simple repertorio. La sistematización a que ha sometido estos problemas, y su originalidad al repensarlos, han traído como consecuencia que el pensamiento antiguo continúe en el seno de la naciente filosofía europea del siglo xvii y haya entregado a ella muchos de los conceptos sobre que se halla asentada; sólo el desconocimiento de Suárez y de la Escolástica ha podido llevar alguna vez al ánimo de los historiadores la convicción de que aquéllos han sido creaciones absolutamente originales del idealismo moderno.

La influencia de Suárez ha sido, en este sentido, enorme. Cada vez transparece el hecho con mayor claridad y se iluminan nuevos aspectos suyos. Por lo demás, es ya archisabido que [128] las Disputationes de Suárez han servido como texto oficial de filosofía en casi todas las Universidades alemanas durante el siglo xvii y gran parte del xviii. Todo ello hace de Suárez un factor imprescindible para la intelección de la filosofía moderna.

Pero más interesante todavía que esto es quizá la circunstancia de que Suárez es, desde Aristóteles, el primer ensayo de hacer de la metafísica un cuerpo de doctrina filosófica independiente. Hasta Suárez, la filosofía primera, o bien existió en forma de comentario al texto aristotélico, o bien constituyó el cauce intelectual de la teología escolástica. Con Suárez se eleva al rango de disciplina autónoma y sistemática. El exclusivismo con que se ha querido centrar la Escolástica toda en Santo Tomás ha sido responsable, en gran parte, de la relativa preterición del filósofo granadino, cuya obra está aún muy lejos de hallarse intelectualmente agotada y exhausta, y cuyo vigor y originalidad le colocan, en muchos[1] sentidos esenciales, muy por encima de los escolásticos "clásicos" de los siglos xiii y xiv.

 

Prólogo a la traducción de Suárez. Sobre el concepto del ente. Revista de Occidente; Madrid, 1935.

 

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DESCARTES

 

Habituados a ver en la Duda metódica y en el Cogito no sólo un principio de la filosofía cartesiana, sino, además, la expresión del problema mismo del filosofar, la lectura de la correspondencia de Descartes, de carácter más bien moral, deja en el ánimo del lector una singular impresión: nos cuesta otorgar a la Etica un rango que pareció pertenecer exclusivamente a la Lógica. Pero es lo cierto que para Descartes la teoría de la verdad va esencialmente aparejada a una teoría de la perfección humana. La cosa es de suma gravedad. Tal vez la entrada de la inteligencia en sí misma, que caracteriza el Método, y que ha dado el nombre de racionalismo a la actitud filosófica de Descartes, no sea sino un aspecto de algo más hondo: la entrada del hombre entero en sí mismo. A la postre, el presunto racionalismo cartesiano será más bien un ingente y paradójico voluntarismo: el voluntarismo de la razón. En Metafísica, porque para Descartes el ser y su estructura son creaciones arbitrarías de Dios; en Lógica, porque el juicio será para él un asentimiento de la voluntad; en Etica, porque cree que la bondad es una libre decisión de la voluntad.

No es extraño. Desde el siglo xv el hombre se siente, sí, como hechura de un Creador, e instalado en el centro de un mundo circundante; pero la infinitud divina y la naturaleza se hallan para él esencialmente distantes de su ser interior. Para apoyar su vida no podrá apelar inmediatamente ni al mundo ni a Dios; necesitará recurrir primero a algo que le lleve al mundo y a Dios, a lo único que le es por lo pronto accesible, al hombre mismo. La Sagesse, la Sabiduría, se torna nuevamente en problema. Es la época de Charron y de Montaigne. Pero a lo largo de la historia, el hombre puede entrar, y ha entrado [129] efectivamente, en sí mismo por vías muy distintas. Sócrates, buscando la virtud verdadera frente a la opinión pública; San Agustín, buscando la paz en la eternidad divina frente a la fugacidad del mundo y a la versatilidad del corazón. Charron y Montaigne, casi sin buscar nada: complaciéndose en la línea ondulante del propio curso vital. Frente a todas estas posibilidades, Descartes optó por otra distinta: Descartes entra en sí buscando una seguridad. Seguridad en la ordenación de la vida, seguridad además en sí mismo. Y esta voluntad de seguridad es para Descartes el móvil que engendra la filosofía. Su contenido, la manera como el hombre aparece ante sus propios ojos, viene ya predeterminada por este modo de entrar el hombre en sí mismo. El despliegue de la filosofía será el reverso de su repliegue inicial.

El hombre yerra en la vida; y su yerro procede, para Descartes, de un primario error: dejarse llevar por las cosas, en lugar de ser dueño de sí mismo y de sus actos. No habría problema si los actos del hombre estuvieran encerrados en los límites de las cosas que su entendimiento y sus sentidos le revelan. Pero lo cierto es que la libertad tiene, para Descartes, un ámbito mucho más amplio que el de la verdad. De ahí la necesidad de anclar las decisiones libres en algún terreno firme y sólido. ¿Dónde se halla esta radical seguridad para el hombre? ¿Qué es lo que pone en riesgo constante este perfecto equilibrio humano? La respuesta a estas dos interrogantes será la doctrina de la sabiduría. La vida en sabiduría será a un tiempo la vida perfecta y feliz.

Lo único primariamente inconmovible en el hombre es su razón. Todo cuanto el hombre hace tan sólo merece ser llamado humano en la medida en que es sabido; y de todos los saberes ninguno hay que ofrezca por sí mismo garantía de verdad, como no sea aquel saber en el que sé que de hecho estoy pensando. El pensar en cuanto tal posee en sí mismo su propia y verdadera firmeza. La sede primaria de la verdad ontológica es el pensar. Y en esta firmeza del ser del pensamiento reside, para Descartes, la fuente de toda verdad humana. La verdad es atributo exclusivo de las ideas claras y distintas. El Método aparece así como un momento parcial de este ingente proceso en que la [131] Sabiduría se constituye. Es él quien nos descubre el cimiento inconmovible de la humanidad, lo propiamente humano en el hombre.

Pero no todo cuanto hay en el hombre procede de sí mismo, de su propia estructura racional. El hombre encuentra dentro de sí cosas que están en él, pero que no son humanas; no proceden de sí mismo, de su propio ser racional, sino de su exterior. Su razón se halla rodeada de toda suerte de elementos irracionales, es decir, externos a su ser. Y esto es lo que pone al hombre en constante zozobra.

Ante todo, el mundo físico produce en el alma impresiones múltiples, de las cuales unas pretenden denunciar lo que en el universo acontece (percepciones), y otras dejan al sujeto en un estado determinado (pasiones). No es que Descartes descalifique las percepciones y las pasiones. Lo que descalifica es la inmediatez con que pretenden arrastrar a la voluntad libre. La percepción sensible sólo será. verdadera cuando esté de acuerdo con ideas claras y distintas; la pasión sólo será buena cuando responda a una decisión racional de la voluntad. El problema de la sabiduría no consiste entonces sino en aceptar libremente la firmeza que la razón ofrece, frente a la inmediatez con que el mundo sensible solicita. El hombre ha de rehacer desde sí mismo, esto es, racionalmente, el mundo de las percepciones sensibles y el mundo de sus inclinaciones naturales. El yerro, el fracaso de la vida, procede tan sólo de que la voluntad antepone la percepción a la idea clara y distinta (precipitación), y la pasión a la inclinación racional. En última instancia la verdad y la perfección sólo son posibles como fidelidad racional a sí mismo. El hombre que decide ser fiel a sí mismo, a su ser racional, es el único que posee Sabiduría. La Sabiduría tiene entonces, para Descartes. una definición precisa: "Vida razonable". Razonable: la razón no hace sino ofrecer seguridades. La voluntad es libre de aceptarlas. La fidelidad del hombre a sí mismo es siempre asunto de libertad. Y en esta decisión se decide también la suerte del ser humano. Cuando la voluntad asiente a la evidencia racional, tenemos juicios verdaderos’; cuando consiente en una inclinación racional, tenemos actos buenos. De esta primaria decisión nacen, pues, la ciencia y la moral a un tiempo; no [132] sólo el bien y el mal moral, sino también la verdad y el error de la inteligencia se encuentran formalmente, para Descartes, en un asentimiento de la voluntad. Al aceptar libremente el orden de la razón, de la verdad, el hombre es el trasunto finito de la divinidad. Dios creó el mundo entero, incluso la verdad lógica, según Descartes, por un acto no sólo libre, sino también arbitrario de su voluntad. El hombre semejante a Dios por su voluntad más que por su entendimiento ha de optar libremente por seguir el orden de la razón. La paz libre en la verdad; ésta es la Sabiduría. La verdadera dualidad de la metafísica cartesiana no es, pues, la de pensamiento y extensión. Mejor dicho, esta dualidad nace de otra dualidad más honda: vida razonable—vida natural. Por eso la moral y el humanismo de Descartes, pese a todas sus apariencias, son todo menos estoicismo.

Pero Descartes, hombre de su tiempo, no limitaba a las percepciones y a las pasiones el conjunto de ideas y sentimientos que el alma posee sin que le hayan venido de sí misma. Junto a la percepción y a la pasión está la tradición: todo lo que los demás hombres han pensado acerca del mundo, de la vida y de Dios. Descartes no descalifica el mundo de la tradición; descalifica tan sólo su inmediatez. Solamente es válida cuando se halla de acuerdo y expresa el contenido de la razón. Esta actitud, por grave que pudiera ser en la vida social, revestía riesgos de mayor gravedad aún en la religiosa. La Iglesia, en efecto, se siente depositaria de una tradición que propone a la fe de sus creyentes. Descartes, circunspecto y respetuoso con sinceridad, y no por disimulo, acepta la tradición de la Iglesia. Sin embargo, no podrá olvidar que desde el siglo xiv los teólogos han distinguido cuidadosamente dos sentidos diversos al "carácter razonable" de la fe. La expresión puede significar, por un lado, la validez objetiva de sus pruebas; pero significa, por otro, la fuerza subjetiva de convicción en cada individuo y en cada una de sus situaciones. Y aunque ambos aspectos aspiren a coincidir y normalmente coincidan, pueden en algún caso diverger. La validez objetiva de las pruebas de la fe necesita para estos teólogos completarse con una fuerza persuasiva de convicción personal. Es cierto que para la teología la fe como virtud teologal emerge de un orden sobrenatural, al que ninguna criatura [133] puede por sí misma acceder. Las criaturas poseen, a lo sumo, una "potencia obediencial". Pero precisamente en la época de Descartes los teólogos de la Compañía enseñaron que la potencia obediencial es algo más que una aptitud meramente negativa; envuelve para ellos un aspecto positivo. Finalmente, el subrayado de esta cooperación positiva del hombre en el incremento de sus virtudes sobrenaturales había recibido su suprema coronación en ese método de ascetismo fundado en el trabajo personal, que caracteriza a los "Ejercicios" de San Ignacio. Por esto se ha señalado muchas veces, y con razón, que las mayores analogías de la ascética ignaciana se hallan justamente en los Padres del yermo. El siglo xv ha hecho del mundo entero un inmenso desierto, a los efectos de una vida razonable. Ha trasladado el yermo a la corte. Y el hombre mismo, eremita del espíritu, no tiene entonces más salvación subjetiva posible que la fidelidad a su propio ser. Al ponerla en práctica, el hombre hace converger su voluntad personal con la voluntad de Dios. Esta convergencia es el sentido último del cartesianismo. El mundo y el hombre necesitaban de Dios para llegar a ser. Pero una vez que son, enseñaba la teología "moderna" desde el siglo xiv, sólo su ser decide de sus operaciones, y lo decide por sí solo: para Descartes, la Geometría en el cosmos, la Razón clara y distinta en el hombre. Entre ambos la libertad que le asemeja a Dios y le une o le separa de El. Al optar por la razón el hombre tiene en sí mismo la verdad sobre el mundo y la unión con Dios. La verdad sobre el mundo: La Geometría. La unión intelectual con Dios: el argumento ontológico. Un paso más y estaremos en la metafísica del Oratorio: la visión de las cosas en Dios (Malebranche).

¿Llegó Descartes a una comprensión radical del ser íntimo del hombre? El genial pensador se llevó a la tumba la respuesta a esta interrogante. En sus escritos, Descartes ha resbalado sobre el ser del hombre para atenerse solamente a sus operaciones: pensar y querer. Heredero una vez más de la metafísica de su tiempo, acusa Descartes, por un lado, la equivocidad radical con que separa metafísicamente los tres ámbitos de la realidad (Dios, el mundo y el alma), y de otro la unívoca indiferenciación conceptual con que entiende el vocablo ser o res, como él [134] dice. Y en este juego entre la univocidad conceptual y la equivocidad real se expresa justamente el dislocamiento entre la inteligencia y la voluntad, por un lado; el dislocamiento entre el alma y la realidad cósmica, por otro. En este estado de doble dislocamiento metafísico Descartes se encuentra, sin mundo, abandonado a sí mismo, y dentro de sí, abandonado a una libre decisión de su voluntad. Sin embargo, allende esta metafísica "recibida", todo hace sospechar que Descartes dejó por decir lo mejor de su pensamiento, algo que afectaba tal vez al ser del hombre. Descartes poseyó una intensa intimidad, pero su intimidad fue, como su filosofía, doliente y callada. Al dejarla sin expresión completa, Descartes, fiel a sí mismo, fue el primer cartesiano. Su intimidad no reposó allí donde todas las apariencias y circunstancias hacían presumir que efectivamente estaba reposando. Indudablemente, el legado completo de su razón genial sólo fue para alguien, que lo recibió como sutil obsequio de su intimidad. ¿Para quién? Sólo Dios lo sabe.[2]

 

Del prólogo a Descartes. Editorial Adán. Madrid, 1944.

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PASCAL

 

...Pascal produce su obra en pleno triunfo del racionalismo cartesiano, y también en plena controversia teológica determinada por la Reforma, el Jansenismo y la Contrarreforma. De ahí el carácter esencialmente polémico de casi todos sus escritos y la necesidad imprescindible de inscribirlas en el polígono trazado a través de aquellos cuatro puntos.

Pero, tratándose concretamente de los Pensamientos, es preciso decir algo más. Y, por de pronto, que no se trata de un libro compuesto por Pascal. Su contenido son las notas sueltas que iba acumulando para escribir una apología del Cristianismo y tal vez una filosofía anticartesiana. De ahí el carácter, no sólo fragmentario, sino interminado, de casi todos los Pensamientos. En rigor, pues, lo opuesto a un aforismo. Los Pensamientos no son, ni pretendieron nunca ser, en la mente de Pascal, aforismos. Muy distinto, y, desde luego, independiente de Pascal, es el indiscreto uso aforístico que de sus fichas haya podido hacerse. La Providencia, además, apenas permitió a Pascal entrar en la edad madura. Muere en plena juventud, sin llevar a cabo el libro planeado. Tampoco puede olvidarse este factor de la edad para medir con precisión el alcance de sus notas.

En realidad, en los Pensamientos de Pascal no existe formalmente una filosofía; por lo menos, si por filosofía se entiende como es debido un sistema de pensamientos unitaria y deliberadamente organizado. Pero sería una ingente frivolidad deducir [136] de ello que la obra de Pascal no es filosofía en ningún sentido. A diferencia de lo que acontece en Descartes, el ejercicio de la crítica filosófica no lleva a Pascal a una duda, todo lo universal que se quiera, pero puramente intelectual, sin la menor repercusión en las raíces más hondas de la existencia personal del filósofo, sino a una rigurosa angustia que, sobreponiéndose a sí misma, encuentra paradójicamente, en el abismo del alma y del mundo, el punto de apoyo que le lanza a asirse a la verdad de la inteligencia y a una divinidad transcendente. Si en alguien, hay en Pascal ese transporte de su ser total hacia los problemas últimos. No es poco, en punto a filosofía. Se puede, en efecto, atesorar toneladas de conocimientos filosóficos y no haber rozado, ni tan siquiera de lejos, el más leve vestigio de auténtica vida filosófica. La de Pascal es, en este punto, ejemplar. Pero es menester proclamar, con la misma claridad, que ese pensamiento, que descubre y se instala en el orbe de la filosofía, tal vez no haya hecho sino dar sus primeros, bien que decisivos, pasos en aquél. Por esto, más que filosofía ya hecha, hay en Pascal justamente lo que su titulo indica: pensamientos filosóficos que no han llegado aún a ser filosofía. Pero, eso sí, en tanto que pensamientos, los de Pascal son, como pocos, unos gigantescos esfuerzos por recibir original e indeformada, ante su mente, la realidad del mundo y de la vida humana. En Pascal se asiste, en parte, a uno de los pocos ensayos llevados a cabo para aprehender conceptos filosóficos adecuados a algunas de las más importantes dimensiones del hombre. Por ejemplo, su concepto, tan vago, es verdad, y, por tanto, tan mal entendido y mal usado, de "corazón". No significa el ciego sentimiento por oposición a la pura razón cartesiana, sino el conocimiento constitutivo del ser cotidiano y radical del hombre.

Donde más descuella este vigor de Pascal es, seguramente. en sus pensamientos teológicos. De honda inspiración agustiniana, según compete a la época y al medio en que se despliega su vida, la teología de Pascal arranca de la vida del hombre y de su concreción histórica, para llevarlo envuelto en el problema mismo de la divinidad. Y, a su vez, esta divinidad tampoco es, para Pascal, ese triple extracto de un Dios asimismo casi [137] abstracto, que un poco más tarde va a constituir uno de los temas centrales de la Ilustración francesa con el nombre del Deísmo. El Dios de Pascal es el Dios del Cristianismo.

Y aquí es donde conviene hacer notar tres o cuatro observaciones, esenciales a mi modo de ver, para no despistarse en el estudio de Pascal.

En primer lugar, la manera misma como Pascal se siente apoyado e instalado en el Cristianismo. Justamente, el concepto de corazón, a que hace poco aludía, ha llevado, a fines del siglo xix y comienzos del xx, a hacer de Pascal, con precipitación y frivolidad irritantes, el paladín de lo que se llamó la religión y la apologética del sentimiento. Precisamente porque es falsa la disyunción, de origen estrictamente cartesiano, entre la razén y la impresión, sería un error, también de paradójico origen cartesiano, adscribir a Pascal a una filosofía de la impresión o del sentimiento, cuando precisamente su idea central es hacer del corazón el título de ese tipo de saberes estrictos, en el doble sentido de rigurosos y de intelectuales, de que se halla constitutivamente integrada la raíz misma de la existencia humana. En realidad, el anti-intelectualismo de esa falsa apología sentimental de la religión vive, sin saberlo, de una de las más ocultas y torcidas ideas de ese cartesianismo que pretende atacar.

En segundo lugar, nunca ha pretendido Pascal encontrar en el corazón, ni tan siquiera entendido en su recto sentido, la menor especie de preinclusión del orden sobrenatural en la naturaleza humana, sino, a lo sumo, lo que le lleva a salir de sí mismo para otear los horizontes del mundo y ver si hay algo en él que resuelva la angustia y la tragedia de la existencia humana. Y entre estas cosas, que no crea desde dentro, sino que "encuentra"—no se pierda de vista el vocablo—en el mundo, está el Cristianismo. Es asombroso que haya podido pensarse otra cosa, cuando en algunos de sus pensamientos, que el lector encontrará en esta misma selección, nos lo dice explícitamente.

Y es menester no olvidarlo, para entender con rigor los [138] supuestos y el sentido último de su célebre "apuesta". Todo, menos un cartesiano cálculo de probabilidades. Como en el caso de tantos otros, se percibe en el de Pascal la inadecuación entre lo que quiere decir y aquello con que tiene que expresarse: la inadecuación entre el pensamiento personal y el mundo en que se halla inscrito. Y esto, con que un pensador tiene que expresarse y hasta decirse a sí mismo lo que quiere pensar, no son solamente los vocablos, sino también el elenco de conceptos que su mundo le ofrece, y en los que tiene que apoyar su pensamiento para llevar la inteligencia propia y la de sus lectores hacia "lo que quiere decir". En rigor, toda teoría estricta del pensamiento debe distinguir cuidadosamente la "idea" y el "concepto". Los conceptos permiten articular intelectualmente aquello que se quiere pensar y que, a falta de expresión más adecuada, llamaríamos "idea". La "idea de Pascal", aun concebida y expresada en términos que nos harían propender, unas veces, al sentimentalismo, y otras a una especie de cartesianismo larvado (tal es el caso de la "apuesta"), se halla por encima de ambas posiciones.

Por la misma razón y con el mismo criterio debiera enjuiciarse el delicado problema de la relación histórica entre Pascal y el Jansenismo. No hay duda ninguna de las relaciones intimas de Pascal con Port-Royal; y tampoco debe olvidarse que, en última instancia, Pascal no ha sido un teólogo tan profesional como quisiera siempre suponerse. Por este motivo sus informaciones teológicas adolecen muchas veces de una ambigüedad e imprecisión que hubiera sido deseable evitar. Cuando Pascal habla insistentemente de la corrupción en que ha quedado la propia naturaleza humana después del pecado original, no puede menos de pensarse en el Jansenismo. Pero en ninguna parte dice Pascal que la corrupción y la naturaleza de que nos habla sea precisamente la Natura de que hablan los teólogos que, con perfecta razón, contribuyeron a la condenación del Jansenismo. Tal vez lo que Pascal llama naturaleza humana se aproxime más a lo que él mismo llama, a veces, la "segunda naturaleza", producto, no tan sólo de los hábitos individuales, sino, sobre todo, del sedimento entero de la sociedad y de la historia. En [139] este caso, todo lo discutible que se quiera—esta seria otra cuestión— Pascal no tendría nada que ver con el Jansenismo. Evidentemente, el presunto Jansenismo de Pascal resulta, pues, por lo menos, archiproblemático.

Finalmente, Pascal habla extensamente del fundamento histórico de la Iglesia Católica. Y no puede negarse que, al interpretar el sentido del Antiguo Testamento, Pascal recibe de su época no solamente los conceptos, sino, a veces, la idea misma de la historia del pueblo escogido. Por razones que no le son personalmente imputables, sino que han perdurado tenazmente durante centurias, se ha producido, en muchos casos, aun entre escritores católicos, una ambigúedad lamentable, fruto de la cual ha sido el uso efectivo de los conceptos de inspiración y revelación, como si fueran sinónimos. Pudiera pensarse que, siendo Dios el autor de la Sagrada Escritura, el hagiógrafo no hace sino transmitir lo que Dios le comunica. Haría falta interpretar entonces la Biblia y al propio hagiógrafo, "solamente" desde el punto de vista de Dios. El hagiógrafo no haría sino redactar una especie de "dictado" de Dios. La inspiración sería entonces prácticamente una revelación. Sin embargo, no es éste el punto de vista "formal" de la Iglesia Católica, en punto a sus exigencias para con la inspiración. La inspiración no es, "de suyo", una revelación, aunque a veces pueda serlo por añadidura, sino una acción particular de Dios sobre la voluntad del hagiógrafo para hacerle escribir y para garantizar a su inteligencia la comprensión verdadera, y a su pluma la expresión exacta de lo que el hagiógrafo ha querido pensar y decir bajo la moción divina. La verdadera doctrina enunciada por el Concilio Vaticano enseña, ante todo, que la Biblia es un libro inspirado, y que, "por consiguiente", tiene a Dios por autor. El Concilio no funda la inspiración sobre el hecho de que Dios sea autor del libro, sino que, por el contrario, partiendo de que el libro está inspirado, "concluye" a la autoridad de Dios. En estas condiciones, el hagiógrafo puede llegar al conocimiento de lo que quiere expresar, mediante todos los recursos puramente humanos y circunstanciales, tales como el uso de tradiciones orales o documentos escritos, etc. Si se quiere ver el problema desde [140] Dios, habrá que decir que el hagiógrafo no es un secretario de la divinidad, sino autor estricto del libro, y que, por consiguiente, la noción de autor, aplicada a Dios, ha de entenderse, al igual que las demás nociones teológicas, en un sentido puramente analógico.

De ahí que, aun dentro de la Iglesia, haya un amplio margen para una investigación histórica de la vocación, de la vida, de la religión y del destino de Israel. Precisamente la falta de sentido histórico que caracteriza al racionalismo ha llevado, por paradójico que esto pueda parecer, a esa ingenua concepción de la historia bíblica que aparece en muchos pasajes de Pascal y que adquiere su expresión espléndida en Bossuet, según la cual, por ejemplo, Dios reveló a Adán, de Adán lo oyeron los Patriarcas, de éstos Moisés, etc., salvo lo que Dios hubiera revelado directamente a cada uno de los miembros de esta cadena continua. Esta concepción no es forzosamente identificable con el pensamiento que la Iglesia exige.

La consecuencia de esta interpretación pascaliana del Antiguo Testamento no es solamente un literalismo de la exégesis bíblica, sino algo más: un modo especial de literalismo, que pudiéramos llamar verbalismo. Entendida la inspiración en el sentido que hemos expuesto, se extiende a todo, hasta a las palabras. Pero, por lo mismo, no puede olvidarse lo que el propio Santo Tomás recuerda, a saber: que pueden existir muchos sentidos literales.[3] El no haber reconocido más que uno, el que llamamos verbalista, ha llevado inexorablemente a una interpretación alegórica de casi todos los pasajes importantes del Antiguo Testamento, ya desde los tiempos de Alejandría. Pero una cosa es alegoría y otra sentido espiritual. Solamente una noción rigurosa de la inspiración puede evitar un alegorismo forzado y colocar en su verdadero lugar, a un tiempo, a la autoridad divina y al sentido hondamente histórico y verdadero del Antiguo Testamento.

En cambio, ha sido Pascal uno de los raros hombres que han [141] tenido una visión certera y precisa de la esencia del profetismo mesiánico, como han reconocido exegetas tan excepcionalmente autorizados como el Padre Lagrange. Pese a vaguedades e imprecisiones de detalle, hay en Pascal un hondo sentido de lo que es y debe ser el argumento profético.[4]

 

Del prólogo a Pascal. Pensamientos. Colección Austral. Madrid, 1940.

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HEGEL

 

Hegel publica la Fenomenología del espíritu en 1807. La aparición del libró significa una profunda crisis para la persona de Hegel y para su época.

Desde sus años mozos, una amistad íntima une a Hegel con Schelling y con Hólderling en el Seminario de Teología. Hegel fue siempre el discípulo de Schelling: esto significa que, lo mismo como profesor particular de Filosofía en Frankfurt que como docente oficial, Hegel enseñaba la filosofía de la identidad, una apelación irracional a lo Absoluto, donde toda diferencia se desvanece. No era probable, sin embargo, que una mente impregnada de conceptos teológicos pudiese perdurar definitivamente en ese modo de pensar. Una honda crisis se produce en su inteligencia. Honda, pero callada, lo mismo para los demás que para él, que, de súbito, se encuentra en su conciencia, no ya con unas cuantas observaciones críticas en torno a la filosofía de la identidad, sino con una filosofía personal madura. La confesión intelectual de este "cambio" de postura filosófica fue la Fenomenología del espíritu. Por esto, a lo largo de sus páginas, palpita una emoción intelectual y una vehemencia que ya no volverán a encontrarse en ningún otro escrito de Hegel. Bajo su ropaje abstracto y abstruso, la Fenomenología del espíritu es, en realidad, la confesión intelectual de la crisis de su inteligencia. Experiencia la llama Hegel, y experiencia de la conciencia. Hegel tiene, en efecto, la impresión de que no se trata simplemente de un azar personal, sino de la transformación radical que padece "el" espíritu al conquistar un nuevo y decisivo estadio de su desenvolvimiento consciente. En Hegel hace crisis una época. Por esto, la grandiosidad—inclusive de estilo—procede de que vemos asomar en él las vicisitudes que el "espíritu absoluto" [144] decanta en la existencia particular de Hegel. Al decir, pues, que la Fenomenología constituye una confesión de la vida intelectual de Hegel, debe huir el lector de pensar en nada parecido a una autobiografía al modo de las confesiones de Rousseau. Habría que pensar más bien en lo que fue la Confessio para San Agustín, no una búsqueda introspectiva en los fondos de su alma, sino de un "a Te audire de seipso". Cuando Dios se vierte en el alma de San Agustín, la con-vierte para que re-vierta hacia Él. En Hegel, esta reversión tiene estructura dialéctica. Pero, pese a estas y a otras más radicales y extremas divergencias, coinciden ambos genios en no entenderse a sí mismos sino en y desde Dios, y, por tanto, en entender su existencia particular como la historia de lo que Dios hace en ella y con ella, más bien que la historia de lo que ella hace con Dios. Por esto, esta crisis de Hegel tuvo que ser para él una cuestión personal, porque le iba en ello nada menos que el sentido mismo de su persona. Hölderlin sintió sublimada su amistad con Hegel. Schelling la abandonó defraudado y dolido. No hay cuestiones más personales que estas en que cuestiona el absoluto de la existencia convirtiéndonos en cuestión.

Esta crisis, decía, fue la crisis de una época. De una época que estuvo a punto de no amalgamar a los individuos más que dejándolos incomunicados: tal fue la obra del "sentimiento"; de una época, además, que confió casi exclusivamente en la genial inspiración personal; de una época, finalmente, que vivió la Revolución francesa y asistió al nacimiento del espíritu histórico. Hegel no dudó en calificar aquel sentimentalismo de "animal", como tampoco duda en mantener a la personal individualidad como simple recuerdo de algo preterido. La historia no es, para Hegel, inspiración, sino forzosidad supraindividual. Y la comunidad de los espíritus arranca de aquello en que está arraigado el espíritu como tal, a saber: el concepto. Para Hegel, la esencia del espíritu está en concebir. Y en la clara intelección de lo concebido somos todos unos. Al ponerse en marcha el espíritu concipiente, para Hegel ya no hay nada que esperar de los individuos: sólo lo general conduce la historia.

La guerra napoleónica despobló las aulas de la Universidad de Jena. Como otros muchos docentes, Hegel se ve obligado a [145] abandonar su cátedra para subvenir a sus más elementales necesidades. Pasa de allí a profesor de segunda enseñanza en el Gimnasio de Núremberg, y mas tarde a las Universidades de Heidelberg y Berlín. Hegel no es ajeno a estas vicisitudes de su existencia particular. Pero se tiene la impresión de que, mientras no llega a absorberlas en su filosofía, pasa por todas ellas como sobre peripecias que acaecieran a otro. "Él" era lo que era su filosofía. Y su vida fue la historia de su filosofía. Lo demás, su contravida. Nada tuvo sentido personal, para él, que no lo adquiriera al ser revivido filosóficamente. La Fenamenologia fue y es el despertar a la filosofía. La filosofía misma, la reviviscencia intelectual de su existencia como manifestación de lo que él llamó espíritu absoluto. Lo humano de Hegel, tan callado y ajeno al filosofar, por una parte, adquiere, por otra, rango filosófico al elevarse a la suprema publicidad de lo concebido. Y, recíprocamente, el pensar concipiente aprehende en el individuo que fue Hegel con la fuerza que le confiere la esencia absoluta del espíritu y el sedimento intelectual de la historia entera. Por esto es Hegel, en cierto sentido, la madurez de Europa.

Sea cualquiera nuestra posición última frente a él, toda iniciación actual a la filosofía ha de consistir, en buena parte, en una "experiencia", en una inquisición, de la situación en que Hegel nos ha dejado instalados.

 

Del prólogo a Hegel, Fenomenología del espíritu. Revista de Occidente. Madrid, 1935.

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FRANCISCO BRENTANO

 

...La ruda oposición contra toda forma de idealismo trascendental y la restauración del espíritu de Descartes y Bacon le condujeron, según es sabido, a una reforma del filosofar. De ella ha nacido gran parte del pensamiento filosófico actual. Brentano se halla firmemente persuadido de que "el verdadero método de la filosofía no es otro que el de la ciencia natural". Un contemporáneo suyo, Dilthey (nacieron tan sólo a tres años de distancia), centró la filosofía en las ciencias del espíritu. Brentano y Dilthey son los dos pensadores de mayor influencia sobre el pensamiento de nuestros días. Detrás de Dilthey se alza la teología pietista de Schleiermacher. Detrás de Brentano está la teología intelectualista de Santo Tomás, impregnada del racionalismo de Leibniz. Pero si se repara en lo que Brentano entiende por "saber", en el sentido de ciencia natural, y lo que Dilthey pretende con su "entender" la historia y la vida humanas, tal vez esta aparente antinomia haga surgir la unidad fundamental del problema de la filosofía primera. La meditación de los escritos de Brentano es uno de nuestros grandes deberes intelectuales.

 

Del prólogo a la traducción española de varios trabajos de Brentano, agrupados bajo el título de El porvenir de la filosofía. Revista de Occidente. Madrid, 1938.


NOTAS

[1] "Muchos": no "todos", ni "primarios".^

[2] Con censura eclesiástica, 13 marzo 1944.^

[3] Me interesa dejar consignado que dejo intacto este delicado problema.^

[4] Con censura eclesiástica, 28 abril 1940.^