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INTRODUCCION AL PROBLEMA DE DIOS
[Bibliografía oficial #43, Naturaleza, Historia, Dios, pp. 341-360 (paginación de la 5a edición);
Bibliografía oficial #52]
A nadie se le oculta la gravedad suprema del problema de Dios. La posición del hombre en el universo, el sentido de su vida, de sus afanes y de su historia, se hallan internamente afectados por la actitud del hombre ante este problema. Ante él pueden tomarse actitudes no solamente positivas, sino también negativas; pero en cualquier caso el hombre viene íntimamente afectado por ellas. Bien es verdad que hoy día es enorme el número de personas que se abstienen de tomar actitud ante el problema por considerarlo irresoluble: "qué sé yo, qué sabemos; eso es algo que queda por cuenta de la naturaleza que nos dio el ser". Pero en el fondo de esta abstención, si bien se mira, late una callada actitud, tanto más honda cuanto más callada. Nadie podrá decir honradamente que la abstención expresada en aquellas fórmulas tiene el mismo sentido que cuando se trata de un problema complicado de geometría diferencial o de química biológica. En aquel "qué sé yo" se expresa una actitud, una positiva abstención, respecto de un saber sin el cual se puede ciertamente vivir, muy honrada y moralmente—no faltaba más, y conviene subrayarlo—, pero un saber sin el cual la vida tomada en su íntegra totalidad aparecería carente de sentido. Hacerlo ver será una tarea con la que tendrá que enfrentarse quien trate del problema de Dios. En medio de la agitación de nuestro tiempo, puede afirmarse, sin miedo a errar, que por afirmaciones o por negaciones o por positivas abstenciones, nuestra época, queriéndolo o sin quererlo, o hasta queriendo todo lo contrario, es quizá una de las épocas que más sustancialmente viven del problema de Dios.
Junto a esta impresión de evidente gravedad, de gravedad insólita, que tiene el problema de Dios para el hombre, hay que [344] subrayar, en contraste agudo con ella, otra impresión: la turbiedad y confusión con que se baraja en la vida contemporánea, no ya el problema y sus soluciones, sino hasta el vocablo y el concepto de Dios. Por un lado, las acritudes y los antagonismos políticos que se ciernen sobre el planeta en todas las partes del mundo, hacen de la expresión "Dios" el exponente de actitudes públicas. Por otro lado, la sobreabundancia de cierta literatura de carácter psicológico o psicoanalítico, y toda una serie de congruencias positivas entre la idea más o menos vaga y confusa de Dios y ciertos momentáneos conceptos de la ciencia positiva; finalmente, ensayos de pseudo-misticismo colectivo..., todo ello parece confluir en que el nombre "Dios" acabe por constituir uno de esos vocablos que designan más que una realidad precisa, una nebulosa indefinida, turbia y confusa al margen de nuestra vida.
De esta situación es menester partir y afrontar desde ella el problema de Dios. Puede hacerse por innumerables vías. Pero ante todo es necesario hacerlo por la más inocua e inocente: por la vía intelectual, más concretamente, por la vía filosófica. Esta vía es, en realidad, la más enojosa de todas, porque está llamada a no satisfacer por completo a casi nadie. Ni a los que profesan una fe religiosa, porque suponen, con cierta razón, que por esta vía no van a encontrar todo lo que el hombre busca en Dios. Ni a los no creyentes, porque por muchos razonamientos que se hagan, es difícil hacerles llegar a la convicción de que no se trata simplemente de cohonestar con razones intelectuales una creencia positiva, previa a todo razonamiento, que tiene raíces anteriores a la intelección y ajenas a ésta.
Y es que en el fondo de estas dos actitudes late un supuesto fundamental que es preciso exponer. Se parte del supuesto de que al hablar del problema de Dios se trata, ante todo, de un problema que concierne en primera línea a la fe religiosa, a unas confesiones religiosas. Pero esto no es exacto. Una cosa es que la posición intelectual ante el problema de Dios afecte a las creencias, otra muy distinta, que en sí misma sea una cuestión de pura creencia. Cuanto filosóficamente pueda decirse de Dios entra, en rigor, en muchas religiones e incluso en quienes tal vez no profesen religión positiva ninguna. Porque no se trata [345] de dar forma intelectual a convicciones, sino de llegar a una intelección convincente. Con lo cual queda dicho que no todo cuanto el hombre busca en Dios va a poder encontrarlo por esta vía; pero si que sin ella toda religión positiva se pierde en una religiosidad vaporosa, tal vez bella, pero que en última instancia carece de sentido y de fundamento.
Como cuestión intelectual, el problema de Dios es, en un sentido, cuestión soberanamente extemporánea. Dios no es una de esas realidades, como las piedras o los árboles, con las que el hombre tropieza en su vida. Tampoco es una de esas realidades que, sin constituir un dato inmediato de la experiencia, se ve el hombre forzado a admitir como resultado o ingrediente de su ciencia positiva. Sería quimérico pensar que la marcha de una ciencia positiva vaya a llevar a la inteligencia humana, manteniéndose en la línea de su ciencia positiva, a un punto en que toque positivamente a la realidad de Dios. Sus métodos mismos se lo vedan a limine. Cuantos ensayos se han hecho por esta vía son otros tantos recuerdos tristes de una actitud ya preterida y completamente indefendible; recuérdense las llamadas pruebas científicas de la existencia de Dios. En la ciencia, de puertas adentro, todo pasa y debe pasar como si efectivamente no hubiera Dios, en el sentido de que la apelación al ser divino seria salirse de la ciencia misma. Y es que por parte de Dios mismo la realidad de Dios es, en cierto sentido, riguroso y auténtico, la más lejana de todas las realidades.
Extemporánea esta cuestión, pues, como no puede quizá serlo otra. Pero al propio tiempo, por singular paradoja, la más contemporánea de todas las cuestiones. Porque si bien es cierto que en la ciencia todo pasa como si no hubiera Dios, no es menos cierto que si no hubiera Dios no pasaría nada. Y es que la realidad de Dios, aunque por un lado sea la más lejana de las realidades, es también, por otro, la más próxima de todas ellas.
Y esta singular paradoja es la que nos hace adentramos en el problema intelectual de Dios, el problema más extemporáneo y más contemporáneo de todos. Porque, como indicaba antes, es una cuestión que afecta a la raíz misma de la existencia humana. Lo que mueve al hombre de hoy a plantearse este problema con una agudeza comparable tan sólo a la que ha tenido [346] en dos o tres momentos de la historia, es el hecho de que el hombre se siente conmovido en su última raíz. Como en otras épocas, el hombre de hoy se siente vertido desde el transcurso de su vida hacia lo radical de su realidad. Y en este movimiento de reversión acontece eso que en vocablo espléndido llamaba San Pablo metánoia, reversión, transformación; en nuestro caso, la transformación por la que la inteligencia va desde las cosas y desde el transcurso de su vida hacia las ultimidades del universo y de sí mismo.
En este punto nuestra situación tiene un signo específico de época. Basta comparar la nuestra con lo que acontecía, por ejemplo, en la Edad Media. El hombre medieval se hallaba instalado generalmente no sólo en una fe, sino también en una teología: judía, musulmana o cristiana. Veía en primer plano la divinidad. Entonces fue una grave cuestión (para resolver la cual se necesitaron unas cuantas centurias), crear el área intelectual dentro de la cual las cosas, dependientes de Dios, poseyeran, sin embargo, una verdadera realidad y actividad propias. Fue la idea de la causalidad segunda, que permitió la constitución de una verdadera filosofía de la naturaleza que fuera algo más que una vaga metáfora teológica. Hoy, por el contrario, el hombre se halla ya en plena posesión de estas realidades naturales. Su ciencia y su técnica son su legítimo orgullo. Pero con todo es innegable que el hombre moderno se siente aplastado y agobiado por el peso de sus conquistas sobre las cosas con que trabaja. A diferencia de lo que acontecía en la Edad Media, de lo que se halla necesitada la inteligencia contemporánea es de una reversión hacia los problemas y las razones últimas del universo y de sí mismo.
Difícil operación esta reversión hacia la ultimidad por vía intelectual. Pero intelectivamente necesaria. Por la inteligencia, en efecto, se enfrenta el hombre con las cosas como realidades. El animal responde siempre ante las cosas como sistemas de estímulos. Pues bien, porque en el problema de Dios le va al hombre su propia realidad es por lo que incide sobre aquél, de un modo necesario, en forma de reflexión intelectual. ¿Cómo? Una somera reflexión sobre lo que ha acontecido en el problema [347] intelectual de Dios puede servir para esclarecer la cuestión acerca del modo de entrar en el problema.
A primera vista, nada más obvio que esto del problema intelectual de Dios. El hombre pone en juego su inteligencia para conocer lo que las cosas son en su realidad. Por esto va pasando de unas cosas a otras y descubriendo la interna conexión que tienen entre sí; ve en unas el fundamento de otras. La inteligencia, pues, además de enfrentarse con las cosas como realidades, y precisamente por ello, busca y trata de dar razón de esa realidad. Ahora bien, como Dios no es algo dado, será forzoso, y es verdad, que la inteligencia, puesta a dar razones de las cosas, llegue a Dios. El problema intelectual de Dios ha adoptado entonces primariamente la forma de una demostración. El problema de Dios como problema intelectual se reduciría entonces a un problema de razón especulativa. En dos puntos de la tierra, muy distintos y muy distantes, ha brotado y madurado el problema de Dios como un problema de razón especulativa: en la India y en Grecia. Cuando menos son los dos pueblos más maduros en arden a este problema. El problema de Dios sigue a partir de estos dos puntos la suerte general de la historia de la filosofía. Es un lugar común, pero conviene recordarlo.
En la India, partiendo de los dioses védicos, la casta sacerdotal, los brahmanes, elabora las primeras especulaciones, sobre todo de carácter ritual, en torno a la relación de los dioses védicos con la fuerza omnímoda y absoluta del sacrificio. De ahí saldrá después la primera especulación de las Upanishads, para abocar finalmente a la elaboración especulativa que representan los sistemas del Vedanta: la sabiduría, el Veda, es salvación y deificación humana por el saber. El saber es operante y lo que opera es la identificación (sin insistir aquí demasiado en la propiedad del vocablo) con Dios.
En Grecia la razón especulativa horada por vez primera el problema filosófico de Dios en Aristóteles. Es en Aristóteles donde la especulación se hace plenamente madura. Hasta Aristóteles la filosofía poco se había ocupado de los dioses con estricto rigor intelectual. Digo con estricto rigor por no entrar en matices históricos en esta difícil cuestión histórica. Los dioses [348] no habían entrado de una manera expresa, formal y elaborada, en la arquitectura filosófica de los presocráticos y del propio Platón. Con Aristóteles se realiza, por vez primera en Occidente, la inclusión del tema de Dios en el sistema de la especulación. Y a partir de este momento las ideas aristotélicas se prolongan en especulaciones filosóficamente más pobres, pero nada desdeñables, de epicúreos y estoicos.
Durante esta última fase del pensamiento se produce en Grecia un segundo fenómeno: van a entrar en la mente griega no solamente los dioses griegos, sino también los dioses orientales. Es la época del helenismo. De Alejandría, del Asia menor, etc., y por su conducto, del Irán, de Siria, de Fenicia y de Palestina, van a entrar en el mundo griego nuevos dioses. En ellos el hombre griego va a buscar algo nuevo: va a aspirar no sólo a conocer y a venerar a los dioses, sino a poseerlos, a entrar en comunión con ellos y realizar de esta suerte la salvación. Es la idea de las religiones de misterios. De ahí la conversión del saber especulativo en saber extático como término y forma suprema de intelección. Prescindiendo de delicadas conexiones históricas, el saber extático culmina en el neo-platonismo.
Al mismo tiempo que las religiones de misterios, y en algunos respectos (como en el referente a Plotino) anteriormente a ellas, se inyecta en Grecia un tercer tipo de problema en torno a Dios, motivado por la entrada del Dios del cristianismo. Después de los dioses clásicos griegos, y junto a los dioses orientales, el Dios de Israel y del Nuevo Testamento. La razón griega se propone pensarlo conceptualmente con los órganos mentales de la metafísica de Platón, de Aristóteles, de la Stoa y del neoplatonismo sobre todo: es la creación de la teología griega, la teología de los primeros Padres de la Iglesia y, sobre todo, de la primera teología sistemática y especulativa: la de Orígenes. Esta teología unas veces de carácter más neoplatónico, otras de carácter más aristotélico, se expande por el mundo siguiendo dos rutas distintas. La una, desde el mundo helenístico, envolviendo a Roma, va a difundirse por el resto de Europa: es la obra de los Padres griegos y latinos. Por otro lado, va a pasar del mundo helenístico a Oriente, y especialmente a Siria, por los [349] Padres griegos y orientales. En esta fermentación intelectual se va a producir al primer choque entre la filosofía griega y la teología neotestamentaria, choque que adquirió estado y resolución en las reuniones conciliares de Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia. Se producen entonces las primeras escisiones. Aparte del arrianismo (que se difunde en Europa muy extensamente, pero que no afecta a nuestro problema), monofisistas y nestorianos (éstos de inspiración preferentemente aristotélica) huyen de Siria al cerrarse la Escuela de Edesa, y se refugian en Persia. Persia, el único país que Roma no logró dominar y que no se romanizó, mantuvo con Grecia un canje intelectual difícil de precisar, pero innegable, y se convierte en este momento en el refugio de la filosofía griega y más especialmente del neoplatonismo, del estoicismo y, sobre todo, del aristotelismo, mirado con sospecha por la teología de los concilios.
Prolongando estas dos rutas la razón especulativa va a desembocar en la Edad Media europea. Por los Padres latinos se va a constituir la tradición, bastante pobre intelectualmente, de la Europa cristiana anterior al siglo x. Por la otra vía, desde Persia iranios islamizados y musulmanes darán el gran empuje creador de la filosofía islámica, que transmite la filosofía griega y crea el cuadro de la sistematización del problema de Dios. A través de los árabes, y en forma árabe, esta especulación llega al mundo europeo por conducto de España; en España se ha desarrollado la misma especulación no sólo en la línea cristiana, sino en la del judaísmo. Ambos movimientos, el Occidental y el Oriental, confluyen en París a partir de los siglos xi y xii aproximadamente. El resultado fue, por un lado, una forma de augustinismo medieval, inspirado preferentemente en la metafísica de Plotino y Avicena, y de otro el tomismo, inspirado preferentemente en la doctrina de Aristóteles y Averroes. Así se crea el cauce relativamente unitario por el que va a transcurrir el pensamiento especulativo acerca de Dios a lo largo de la historía europea, pasando por Enrique de Gante, Escoto y Ockam hasta Suárez.
En el orto del mundo moderno hay sensibles variaciones. El hombre se siente sumergido en sí mismo, y alejado del mundo y de Dios. De aquí una nueva actitud ante el problema de Dios: [350] la pura creencia que por la vía del sentimiento colma el abismo que separa al hombre de Dios. Pero una actitud nueva también ante el problema del mundo: la creación del método "puramente mental" para llegar al mundo: es la matemática. Sin embargo, la especulación acerca de Dios no naufraga por completo, a pesar del puro fideísmo; prueba de ello, la filosofía de Kant. Pero, incapaz de elevarse desde el mundo hasta Dios, la razón especulativa acaba por absorber el mundo en Dios; es la obra del idealismo alemán. Su bancarrota sume al hombre moderno en las cosas tales como nos son dadas en los hechos científicos. La ciencia positiva con sus métodos, acotados con precisión, se convierte en el tipo canónico de saber: es el positivismo. En él se constituye la actitud agnóstica frente al problema de Dios. Desde las realidades positivas y desde la ciencia positiva el hombre contemporáneo desafía a la razón especulativa en su pretensión de llegar a Dios mediante una demostración. Dios es, en el mejor de los casos, lo Incognoscible.
He aquí a grandes rasgos las rutas por las que, sobre poco más o menos, ha discurrido la razón especulativa en torno al problema de Dios.
Decía antes que aparentemente nada más obvio que esta marcha de la razón especulativa. Pero nada más que aparentemente. Porque, ante esta marcha, tanto si llega a Dios como sí queda en pura "agnosis", ocurren ciertas reflexiones por lo que toca a la estructura de la marcha y a su mismo punto de partida.
En primer lugar, por lo que respecta a la estructura de esta marcha. A medida que la historia avanza se va creando una especie de gran avalancha metafísica. Se envuelve el problema de Dios en tal cúmulo de problemas metafísicos, que no puede menos de surgir la pregunta de si verdaderamente todos ellos pertenecen estrictamente al problema de Dios. ¿Es que este problema que tan estrecha y directamente afecta al hombre tiene que ser intelectualmente solidario de uno o varios sistemas de metafísica? Es verdad que todo sistema metafísico tiene que ocuparse de Dios. Pero ¿es verdad la recíproca en la misma medida? ¿Es verdad que para ocuparse intelectualmente con Dios sea menester usar un sistema metafísico determinado? Porque [351] una cosa son los problemas con que un sistema metafísico se encuentra al enfrentarse con la realidad de Dios y otra muy distinta los problemas que Dios plantea al hombre como realidad dotada de mera inteligencia.
Pero hay algo más grave aún, algo que afecta al punto inicial de esta especulación. A fuerza de razonar especulativamente sobre Dios a lo largo de la historia, se llega a cobrar la impresión de que esta especulación no es simplemente una especulación sobre Dios, sino que se acaba por creer que la especulación es "el" camino para llegar a Dios. Dos cosas completamente distintas. Ahora bien, a poco que se detenga la atención en este punto, puede descubrirse sin gran dificultad, pero probablemente con cierta sorpresa para la razón especulativa, que de hecho nunca ha sido la especulación la primera vía de acceso intelectivo a Dios. Cuando la razón especulativa se ha puesto a especular y a teorizar acerca de Dios, los hombres estaban ya vertidos con antelación intelectual hacia Dios.
Esto es claro en la India. Es fácil tomar los sistemas vedánticos y tratar de ver lo que dicen acerca de Dios. Pero ¿de dónde ha salido la especulación del Vedanta? La metafísica del Vedanta ha salido de la elaboración intelectual brahmánica, que no tuvo ni remotamente los caracteres metafísicos de la especulación vedántica. Los brahmanes teorizaron acerca del poder del sacrificio, en el sentido de que los propios dioses védicos se hallan sometidos a la inexorable eficacia de aquél. El dios a quien se sacrifica es allí el supuesto primero de toda metafísica. Inútil insistir que lo mismo ha acontecido en el Irán y hasta en el Islam.
Pero, sobre todo, esto mismo es lo que ha acontecido en todo el Occidente. Y no podía menos de suceder así. Pongamos un ejemplo. Que la razón especulativa tenga que hacerse grave cuestión de la realidad del mundo externo no significa que sea la especulación la primera vía de acceso intelectivo a la realidad exterior. Esto mismo sucede en nuestro problema. Aristóteles, con todas las modificaciones que se quiera, y destituyéndolos de su carácter religioso, alojó en su metafísica a los dioses griegos; pero no los descubrió por vías metafísicas. Otro tanto [352] ocurrió con la metafísica helenística respecto de los dioses orientales.
Ni tan siquiera la especulación escolástica hace excepción a ello. Es menester subrayarlo enérgicamente. Santo Tomás, por ejemplo, tiene ante sí un público bien definido, que tiene una concepción intelectual de Dios de tipo monoteísta (islámica, judía y cristiana). Y este público se enfrenta con Dios mediante un órgano que se llama la razón, pero una razón sumamente precisa: el razonamiento metafísico griego transmitido y representado en aquel entonces por Avicena y Averroes. Naturalmente, era entonces legítimo y obligado que Santo Tomás pusiera en marcha esa misma razón especulativa en punto al problema de Dios. ¿Quiere esto decir que Santo Tomás pensara que la vía primaria intelectual por la que el hombre accede a Dios fuera la metafísica de Aristóteles?
Es curioso que Santo Tomás, antes de contestar a la pregunta de si Dios existe, lo que hace es justificar la pregunta misma. Tal es el sentido de la cuestión previa que Santo Tomás examina, a saber, sí la existencia de Dios es una verdad conocida por sí misma. Santo Tomás apunta derechamente a la fundamentación demostrativa. Lo que justifica es el hecho de que sea necesaria una demostración. Por esto lo primero en que piensa es en enfrentarse con aquel que diga que la proposición "Dios existe" es evidente en el sentido de que el predicado estuviera ya contenido en el sujeto. Desde este punto de vista, Santo Tomás afirma la inevidencia de dicha proposición y justifica así la necesidad de la demostración. Pero la necesidad de demostración, ¿para qué? La cuestión no es ociosa. Porque la primera dificultad con que Santo Tomás tropieza no es la de San Anselmo, para quien en la idea del máximo cogitable está ya incluida su existencia, sino una dificultad distinta que con sorpresa vemos que es la primera que se le ofrece. Es un pasaje de San Juan Damasceno en el que nos dice que llamamos verdades conocidas por sí mismas a aquellas cuyo conocimiento está naturalmente inserto en nuestra mente. Y una de esas verdades es la intelección del bien último, el cual es justamente Dios. Dios sería así una verdad conocida por sí misma. La respuesta de Santo Tomás, por conocida que sea, merece la pena de ser [353] recordada. Santo Tomás afirma que "conocer a Dios de cierta manera confusa y general es algo que nos está naturalmente inserto. ... Pero esto no es conocer simpliciter que Dios existe; de la misma manera que conocer que alguien viene no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene". Ahora bien, meditando este texto nos encontramos por lo menos con tres puntos. Primeramente que Santo Tomás necesita del razonamiento, no precisamente para descubrir intelectivamente a Dios, sino para saber quién es ese Dios. Santo Tomás necesita averiguar quién es el que viene, pero no que alguien viene. Segundo, que "ser conocido por sí mismo" tiene para el propio Santo Tomás dos sentidos distintos. Uno, el de ser un juicio evidente tal que en el sujeto esté ya el predicado. Pero hay otro sentido según el cual es conocido por sí mismo aquello que nos está naturalmente inserto en la mente. Tercero, que como para los hombres de su época y de su medio no era cuestión el que alguien viene, era natural que Santo Tomás pasara de largo sobre este punto limitándose a una vaga constatación, para abocar a la justificación de quién es el que viene. Ahora bien, por somera que sea la atención que Santo Tomás concede al saber que alguien viene, es bien expresa la constatación de la anterioridad de este saber respecto de toda demostración. Y para nosotros, en nuestro momento, esta cuestión previa ha cobrado un volumen que exige ser tratada por sí misma como primera vía de descubrimiento intelectual de Dios: al hombre de hoy no le es notorio que alguien viene. No se trata de una mera cuestión circunstancial, sino de una cuestión que tiene carácter de primeridad en la línea de la fundamentación.
Y la verdad es que en casi todos los momentos de la historia de la filosofía, ha coexistido siempre junto a la "demostración", sea a título de complemento, sea a título de consecuencia, y en ciertos momentos a título de sustento, la idea de que Dios es objeto no sólo de inteligencia, sino también de otras dimensiones del ser humano no en cuanto excluyen aquella inteligencia, sino en cuanto la envuelven, pero en una forma distinta de la especulación. Baste recordar algunos puntos más salientes. En plena Edad Media, Escoto insistía en que la ciencia teológica es formalmente una ciencia que no pertenece a la razón [354] especulativa sino a la razón práctica, esto es, que es ciertamente una ciencia, pero que la línea en que se halla inscrita no es la especulación acerca del ser, sino acerca del bien. El nominalismo acentuó en un sentido ambivalente esta diferencia. Por un lado afirmó, con razón, que lo que el hombre entiende por Dios no se puede reducir a lo que la razón dialéctica obtiene. Pero por otro, tendió a reducir esta realidad de Dios, como objeto de la religión, a mera creencia. Un paso más y Dios sería objeto de pura creencia extraintelectual.
Con este planteamiento del problema de Dios, estaban dadas todas las condiciones para que al igual de lo que aconteció con la razón especulativa, el positivismo pudiera enfrentarse con las ideas acerca de Dios. Dios es incognoscible, se nos dice, pero las ideas de Dios y las creencias religiosas son un "hecho" innegable. De aquí la constitución de una ciencia positiva de lo divino. Las ideas de Dios, como hechos, ofrecen tres vertientes: una vertiente histórica, una vertiente psicológica y una vertiente sociológica. Y así se crearon las tres disciplinas al uso: una historia positiva y comparada de las religiones, una sociología religiosa más flotante y turbia que la ciencia histórica y una psicología de lo divino infinitamente más vaga aún. Bien entendido, como ciencias positivas las tres son absolutamente legítimas y no prejuzgan ninguna posición agnóstica frente al problema de Dios: trátase en ellas de tomar las ideas sobre Dios, por lo pronto, como meros hechos humanos. Por esto sería injusto negar todo alcance a este punto de vista, tanto más cuanto que la orgía de la especulación teorética de la primera mitad del siglo xix exigía abandonar el terreno abstracto de la dialéctica para acercarse al problema de Dios tal como se presenta en cada una de las religiones positivas. Pero dicho esto no podemos menos de hacernos cuestión de eso que tan inocentemente se llama "hecho religioso". Porque la verdad es que no se nos dice en qué está el carácter religioso de este "hecho". Si se recorren, por ejemplo, las páginas del conocido libro de William James sobre Las variedades de la experiencia religiosa, el lector ingenuo queda un poco asombrado al ver que se agrupan bajo la misma rúbrica hechos tan dispares como los que el autor hacer pasar ante nuestra vista. Lo propio debe decirse de Las formas elementales [355] de la vida religiosa, de Durkheim. En el fondo de estos "hechos" religiosos laten cuatro interpretaciones: para unos se trata de un hecho moral; para otros, de un sentimiento; para otros, de una vivencia experimental; para otros, de un fenómeno social.
Ahora bien, estas cuatro interpretaciones viven del supuesto genérico de que en la idea de Dios, Dios es primariamente objeto de creencia y no de intelección. Pero ¿dónde está dicho que porque la versión primaria del hombre hacia Dios no sea la especulación no haya de envolver una intelección pre-especulativa, pero rigurosa intelección? Más aún, el hecho de que esta creencia se interprete bajo las cuatro formas citadas, es decir, el hecho de que a la versión hacia la divinidad se le asigne un origen moral, sentimental, experimental o social, revela bien claramente que bajo la rúbrica aparentemente sencilla de "versión a la divinidad como hecho", late un problema más grave y cardinal: ¿cuál es el carácter de estas ideas de Dios, cuál es el carácter de esa versión del hombre a la divinidad que llamamos "problema de Dios"? ¿En qué consiste su íntima y radical estructura? ¿De qué dimensiones del hombre brota: de alguna o algunas de sus actividades particulares o más bien de la unidad radical de la realidad humana en cuanto realidad? Si fuera lo segundo, la versión a lo divino no sería simplemente un hecho, sino algo distinto. Sería justo la mostración de que "alguien viene", pero en una línea ciertamente diferente de aquella de que nos hablaba el Damasceno.
Pues bien, decía al comienzo de estas páginas que era menester afrontar el problema de Dios por vía intelectual, por vía filosófica. Ahora vemos que esta vía no es tan simple como pudiera parecer. Las páginas precedentes nos han ido mostrando que en su camino hacia Dios la intelección humana es bastante compleja. Los distintos aspectos de esta intelección no son solamente distintos, sino que cada uno se va apoyando en los anteriores, de suerte que la intelección de Dios sólo se logra al final de la ruta. Sin embargo, siempre se trata de intelección.
Intelección significa aquí justificación intelectual. Se trata, pues, no de estar con la inteligencia vuelta a Dios de cualquier manera, sino de una manera intelectivamente justificada. El hombre no sólo tiene una idea de Dios, sino que necesita [356] justificar la afirmación de su realidad. Esta justificación se despliega en tres pasos sucesivos.
1) Es menester partir de un análisis de la existencia humana. El hombre ejecuta ciertamente sus actos siempre y sólo sobre determinadas cosas (las cosas externas, esas cosas que son los demás hombres, y la propia realidad de si mismo). Pero lo esencial está en cómo ejecuta el hombre sus actos. Y estos actos no se agotan por así decirlo en lo que son, sino que aun en los más modestos e intranscendentes, el hombre va tomando posición respecto de algo que sin compromiso ulterior llamamos ultimidad. Porque el hombre no es una cosa como las demás, sino que es una realidad estrictamente personal. Por serlo se halla constituida como algo "suyo", y por tanto enfrentada con el todo del mundo en forma por así decirlo "absoluta". De ahí que sus actos sean velis nolis la actualización de este carácter absoluto de la realidad humana. No otra cosa es lo que llamamos ultimidad. Ahora bien, esta ultimidad no es meramente algo en que el hombre "está", sino que es algo en que el hombre tiene que estar para poder ser lo que es en cada uno de sus actos. De ahí que la ultimidad tenga carácter fundante. Pero es una ultimidad inteligida (por su inteligencia, en efecto, es el hombre realidad personal). Y como tal se presenta al hombre como algo que afecta a la realidad misma. La ultimidad como carácter fundante es un momento real. En su virtud, el hombre en sus actos se halla fundado en ese carácter como en algo sólo por lo cual y desde lo cual es en sus actos aquello que puede ser, que tiene que ser y que efectivamente es. Este carácter fundante hace que el hombre en sus actos no sea sólo una realidad actuante en una u otra forma, sino una realidad religada a la ultimidad. Es el fenómeno de la religación. La religación no es sino el carácter personal absoluto de la realidad humana actualizado en los actos que ejecuta. El hombre está religado a la ultimidad porque en su propia índole es realidad absoluta en el sentido de ser algo "suyo". Y en cuanto religante, la ultimidad es justo esa orla de ultimidad que llamamos "deidad". No se trata de Dios como realidad en y por sí misma. Esto no lo sabemos aún. Pero sí de un "carácter" según el cual se le [357] muestra al hombre todo lo real. En la religación somos "viniendo" religadamente de una ultimidad, de la deidad. He aquí "el algo que viene". Esta apertura a la deidad no es ni el resultado de la conciencia moral, ni es un sentimiento, ni una experiencia psicológica más, ni una estructura social, sino que, por el contrario, esos cuatro aspectos son lo que son sólo en y por la religación. Esos cuatro aspectos son algo suscitado por la religación. La religación no es, pues, un acto más del hombre, ni es el carácter de algunos actos privilegiados suyos, sino el carácter que tiene todo acto por ser acto de una realidad personal. El descubrimiento de la deidad no es el resultado de una experiencia determinada del hombre, sea histórica, social o psicológica, sino que es el principio mismo de toda esa posible experiencia. La religación no tiene un "origen", sino un "fundamento". Mostrarlo así es obra de la inteligencia. Pero no es un razonamiento en el sentido de demostración "ilativa", sino que es un análisis discursivo, pero mero análisis. El examen de conciencia es intelección discursiva, pero no es una "demostración". Su término es simple "mostración".
Ahora bien, esto no nos dice aún nada acerca de lo que es la deidad como carácter último de lo real. No sabemos sino que por lo pronto es un carácter. Ignoramos aún si se trata de un simple carácter o de algo que es una realidad en y por sí misma. Lo único que sabemos es que, vistas en deidad, las cosas nos aparecen como reflejando ese carácter y reflejándose ellas en él. Es justo lo que constituye un "enigma" (ainugma) Y por serlo, la deidad fuerza a la inteligencia a un estadio ulterior: a saber qué es la deidad.
2) Como es un carácter de lo real, la inteligencia se ve forzada por las cosas mismas a resolver ese "enigma". Y este segundo paso es ya estrictamente demostrativo. Consiste en hacer ver que el carácter de "deidad" se halla inexorablemente fundado en algo que es realidad esencialmente existente y distinta del mundo, distinta en el sentido de que es fundamento real de él. La deidad nos remite así a la "realidad-deidad"; si se quiere, a la "realidad divina". Es la deidad como carácter de una realidad última: la realidad-deidad como causa primera. Y esta [358] primariedad es lo que llamamos divinidad. En cuanto tal, esa realidad es causa primera no sólo de la realidad material, sino también de las realidades humanas en cuanto dotadas de inteligencia y voluntad. En un sentido eminente es, por tanto, una realidad inteligente y volente. Su primariedad es de orden inteligente y volente. Y en cuanto primera, esta realidad está allende el mundo precisamente para poder fundarlo como realidad. Es el descubrimiento de la realidad trascendente absoluta. La deidad no es sino el reflejo especular de esta su transcendencia divina.
Ahora bien, esto no es suficiente para haber llegado a Dios. Porque siempre quedará en suspenso una grave cuestión. La causa primera, ¿es aquello que los hombres llaman Dios, eso a que el hombre se dirige no sólo con la demostración, sino con todos los actos de sumisión, plegaria, etc.? Dicho un poco externamente: esa causa primera, ¿quién es? ¿Es Zeus, es Djaus, es Yahweh, etc.? Es que la causa primera no es sino el "qué" de la realidad divina en orden a ser fundamento del mundo. Pero en cuanto transcendente a éste queda en pie el problema del "quién". Es el tercer paso del problema.
3) Esta realidad transcendente de la causa primera es una realidad inteligente y volente. En cuanto tal es la realidad absolutamente absoluta. No se pertenece más que a sí misma. En una palabra, es una realidad personal. Más aún, por ser absoluta no depende de nada, ni tan siquiera de eso de que dependen todas las personas humanas, a saber, de su naturaleza. Su carácter fundante del mundo no es resultado de una interna necesidad, sino un acto libre. La causa primera como realidad personal y libre: he aquí ya a Dios. En cuanto fundamento del mundo no es algo necesitado por interna necesidad; no puede serlo más que por donación pura. Toda causalidad es formalmente extática; consiste en ir hacia fuera de ella misma, hacia el efecto. Pero la causalidad de toda voluntad (incluso de la humana) es simple determinación. Sólo que en el caso del hombre no es una determinación de pura voluntad, porque toda determinación suya está vehiculada por un deseo, esto es, por algo anterior a la volición misma. Sólo una pura voluntad sería puro [359] éxtasis. Este acto de éxtasis de pura volición es justamente lo que constituye el amor en todos los órdenes: agápe a diferencia de eros. El amor es la forma suprema de causalidad. De ahí que, como fundamento del mundo, Dios es causa primera como pura donación en amor. Sólo habiéndolo aprehendido así tendremos la justificación última de la afirmación de Dios. A Dios así entendido deben referirse todos los caracteres que las religiones deponen en Dios.
Deidad, realidad primera, realidad personal y libre, esto es, deidad, realidad divina, Dios: he aquí los tres estadios en el descubrimiento intelectivo de Dios. Cada uno de ellos se apoya en el anterior y conduce por interna necesidad al siguiente. El primero de ellos no es demostrativo, sino simplemente mostrativo. Y es en él donde se inscriben las demostraciones de los dos últimos pasos. Por eso es por lo que la demostración no es la primera vía de acceso intelectual a Dios.
En esta marcha intelectual hacia Dios, el hombre no obtiene ni puede obtener conceptos adecuados acerca de Dios, porque el hombre obtiene sus conceptos solamente de las cosas. Pero sería un error pensar que las cosas no nos dan sino conceptos de ellas; mejor dicho, los conceptos que las cosas nos dan no sirven tan sólo para "representarlas", sino también para "ir hacia" otras. Aun en la experiencia más corriente, la inteligencia con sus conceptos tiene dos dimensiones distintas: la de un estar "ante" algunas cosas y la de un estar "en dirección hacia" otras. Si en la primera dimensión el hombre cobra conceptos "representativos" de las cosas, en la segunda cobra conceptos "direccionales" hacia otras, encuentra en los conceptos vías conceptuales. En nuestro problema las cosas no nos dan conceptos representativos de Dios, pero nos dan a elegir diversas vías con que situarnos en dirección hacia El. La labor de la inteligencia consiste en discernir las vías posibles de las imposibles. Lo que con esto se quiere decir es que hay unas vías tales, que si lográramos llevarlas hasta su término encontraríamos en él la realidad de Dios, infinitamente desbordante de todo concepto representativo, pero una realidad que justificaría de modo eminente, por elevación, lo que de una manera tan sólo direccional ha concebido de ella la inteligencia. En cambio, [360] otras vías son vías muertas o "ab-errantes", simplemente porque al cabo de la dirección indicada por ellas nunca llegaríamos a encontrar en su término la realidad de Dios. Es toda la diferencia entre emprender un buen camino o errar.
Ciertamente, al haber inteligido en esta forma la realidad personal y libre de Dios, no hemos agotado las cuestiones. Sólo han quedado eliminadas aquellas concepciones de Dios que no satisfacen a esa condición de inteligibilidad. Es el momento en que habrá que discutirías. Pero aún quedan muchas posibilidades, o cuando menos varias. La diversidad de religiones se inscribe dentro de estas posibilidades, habida cuenta de las que son imposibles. Y una decisión sobre ellas ya no es cuestión de pura inteligencia, sino de fe. Pero la fe sería imposible sí no llevara en sí cuando menos la posibilidad de justificación racional que acabamos de indicar. De entre aquellas posibilidades hay una que consiste en que en la donación personal y libre de realidad al mundo y a las cosas hubiera una donación en que Dios se diera personalmente al mundo: es el orto del cristianismo. Pero esto excede de los limites de la pura inteligencia. En cambio, el cristianismo no es posible sino dentro de la estructura indicada.
Filosóficamente, la inteligencia emprende justificadamente, desde el hombre mismo y desde las cosas, una marcha según aquellos tres pasos ya indicados: deidad, realidad divina, Dios. Solamente en esta marcha está intelectivamente justificada la realidad de Dios. Ni la simple deidad, ni la realidad divina son, sin más, Dios. Sólo tenemos a Dios habiendo entendido la deidad como carácter de la realidad divida, y la realidad divina como carácter de la personalidad libre de Dios. Cada uno de estos tres pasos necesita ser intelectivamente dado en toda su complejidad y precisión. Aquí no nos hemos propuesto sino indicarlos como breve introducción al problema de Dios, la realidad más lejana y, sin embargo, más próxima de todas las realidades.