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Xavier Zubiri

Naturaleza, Historia, Dios

 

EL SABER FILOSOFICO Y SU HISTORIA

Bibliografía oficial #43, pp 107-122, paginación de la 5a edición;

y Bibliografía oficial #41 (parcial)

 

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I. LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA.— LOS TRES CONCEPTOS DE LA FILOSOFIA.—LA FILOSOFIA COMO UN SABER ESTRICTO.—DIFERENCIA ENTRE SABER FILOSOFICO Y SABER CIENTIFICO.—LA FILOSOFIA COMO UN SABER ACERCA DE LAS COSAS EN CUANTO SON.

II. LA FILOSOFIA Y LA JUSTIFICAClON DE SU OBJETO.—LA HISTORIA DE LA FILOSOFIA COMO HISTORIA DE LA IDEA DE LA FILOSOFIA. DESARROLLO Y MADURACION.

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I

 

LA FILOSOFIA Y SU HISTORIA

 

Ocuparse de historia no es una simple curiosidad. Lo seria si la historia fuera una simple ciencia del pasado. Pero:

1. La historia no es una simple ciencia.

2. o No se ocupa del pasado, en cuanto ya no existe.

No es una simple ciencia, sino que existe una realidad histórica. La historicidad es, en efecto, una dimensión de este ente real que se llama hombre.

Y esta su historicidad no proviene exclusiva ni primariamente de que el pasado avanza hacia un presente y lo empuja hacia el porvenir. Es ésta una interpretación positiva de la historia, absolutamente insuficiente. Supone, en efecto, que el presente es sólo algo que pasa, y que, el pasar, es no ser lo que una vez fué. La verdad, por el contrario, consiste más bien en que una realidad actual —por tanto, presente—, el hombre, se halla constituida parcialmente por una posesión de sí misma, en forma tal que, al entrar en sí, se encuentra siendo lo que es, porque tuvo un pasado y se está realizando desde un futuro. El "presente" es esa maravillosa unidad de estos tres momentos, cuyo despliegue sucesivo constituye la trayectoria histórica: el punto en que el hombre, ser temporal, se hace paradójicamente tangente a la eternidad. La definición clásica de la eternidad envuelve, en efecto, desde Boecio, además de la interminabilis vita, una vida interminable, la tota simul et perfecta possessio. Recíprocamente, la realidad del hombre presente está constituida, entre otras cosas, por ese concreto {110} punto de tangencia cuyo lugar geométrico se llama situación. Al entrar en nosotros mismos, nos descubrimos en una situación que nos pertenece constitutivamente, y en la cual se halla inscrito nuestro peculiar destino, elegido unas veces, impuesto otras. Y aunque la situación no predetermina forzosamente ni el contenido de nuestra vida ni el de sus problemas, circunscribe evidentemente el ámbito de estos problemas, y, sobre todo, limita las posibilidades de su solución. Con lo cual, la historia como ciencia, es mucho más una ciencia del presente que una ciencia del pasado. Por lo que hace a la filosofía, es ello más verdad que lo que pudiera serlo para cualquier otra ocupación intelectual, porque el carácter del conocimiento filosófico hace de él algo constitutivamente problemático: Zetouméne epistéme, el saber que se busca, lo llamaba casi siempre Aristóteles. Nada de extraño que, a los ojos profanos, este problema tenga aires de discordia.

En el curso de la historia nos encontramos con tres conceptos distintos de la filosofía, que emergen, en última instancia, de tres dimensiones del hombre:

1.o La filosofía como un saber acerca de las cosas.

2. o La filosofía como una dirección para el mundo y la vida.

3. o La filosofía como una forma de vida, y, por tanto, como algo que acontece.

En realidad, estas tres concepciones de la filosofía, que corresponden a tres concepciones distintas de la inteligencia, conducen a tres formas absolutamente distintas de intelectualidad. De ellas ha ido nutriéndose sucesiva y simultáneamente el mundo, y, a veces, hasta un mismo pensador. Las tres convergen de una manera especial en nuestra situación, y plantean de nuevo, en forma punzante y urgente, el problema de la filosofía y de la inteligencia misma. Esas tres dimensiones de la inteligencia nos han llegado, tal vez dislocadas, por los cauces de la historia, y la inteligencia ha comenzado a pagar en sí misma su propia deformación. Al tratar de reformarse, reservará seguramente para el futuro formas nuevas de {111} intelectualidad. Como todas las precedentes, serán defectuosas, mejor aún, limitadas, lo cual no las descalifica, porque el hombre es siempre lo que es gracias a sus limitaciones, que le dan a elegir lo que puede ser. Y al sentir su propia limitación, los intelectuales de entonces volverán a la raíz de donde partieron, como nos vemos retrotraídos hoy a la raíz de donde partimos. Y esto es la historia: una situación que implica otra pasada, como algo real que está posibilitando nuestra propia situación. Ocuparse de la historia de la filosofía no es, pues, una simple curiosidad: es el movimiento mismo a que se ve sometida la inteligencia cuando intenta precisamente la ingente tarea de ponerse en marcha a sí misma desde su última raíz. Por esto la historia de la filosofía no es extrínseca a la filosofía misma, como pudiera serlo la historia de la mecánica a la mecánica. La filosofía no es su historia; pero la historia de la filosofía es filosofía, porque la entrada de la inteligencia en sí misma, en la situación concreta y radical en que se encuentra instalada, es el origen y la puesta en marcha de la filosofía. El problema de la filosofía no es sino el problema mismo de la inteligencia. Con esta afirmación, que en el fondo remonta al viejo Parménides, comenzó a existir la filosofía en la Tierra. Y Platón nos decía, por esto, que la filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma en todo al ser.

Con todo, difícilmente logrará el científico al uso librarse de la idea de que la filosofía, si no en toda su amplitud, por lo menos en la medida en que envuelve un saber acerca de las cosas, se pierde en los abismos de una discordia que disuelve su propia esencia.

Es innegable que en el curso de su historia la filosofía ha entendido de modos muy diversos su propia definición como un saber acerca de las cosas. Y la primera actitud del filósofo ha de consistir en no dejarse llevar de dos tendencias antagónicas que surgen espontáneamente en un espíritu principiante: la de perderse en el escepticismo o la de decidirse a adherir polémícamente a una fórmula con preferencia a otra, tratando incluso de forjar una nueva. Dejemos estas actitudes para otros. Al recorrer este rico formulario de definiciones no puede menos de sobrecogernos la impresión de que algo muy grave late bajo {112} esta diversidad. Si realmente, tan distintas son las concepciones de la filosofía como un saber teorético, resultará claro que esa diversidad significa precisamente que no sólo el contenido de sus soluciones, sino la idea misma de filosofía, continúa siendo problemática. La diversidad de definiciones actualiza, ante nuestra mente, el problema mismo de la filosofía como un verdadero saber acerca de las cosas. Y pensar que la existencia de semejante problema pudiera descalificar el saber teórico es condenarse a perpetuidad a no entrar ni en el zaguán de la filosofía. Los problemas de la filosofía no son, en el fondo, sino el problema de la filosofía.

Pero quizá la cuestión resurja con nueva angustia al tratar de precisar la índole de este saber teorético. No es una cuestión nueva. De tiempo atrás, desde hace siglos, se ha formulado la misma pregunta con otros términos: ¿Posee carácter científico la filosofía? No es indiferente, sin embargo, esta manera de presentar el problema. Según ella, el "saber de las cosas" adquiere su expresión plenaria y ejemplar en lo que se llama "un saber científico". Y este supuesto ha sido decisivo para la suerte de la idea de filosofía en los tiempos modernos.

Bajo formas diversas, en efecto, se ha hecho observar repetidas veces que la filosofía está muy lejos de ser una ciencia; que en la mejor de las hipótesis no pasa de ser una pretensión de ciencia. Y ello, sea que conduzca a un escepticismo acerca de la filosofía, sea que conduzca a un máximo optimismo acerca de ella, como acontece precisamente en Hegel, cuando, en las primeras páginas de la Fenomenología del espíritu afirma rotundamente que se propone "colaborar a que la filosofía se aproxime a la forma de ciencia..., mostrar que la elevación de la filosofía a ciencia está en el tiempo", y cuando, más tarde, repite resueltamente que es menester que la filosofía deje, de una vez por todas, de ser un simple amor de la sabiduría para convertirse en una sabiduría efectiva. (Para Hegel, "ciencia" no significa una ciencia en el mismo sentido que las demás.)

Con propósito diverso, pero con no menor energía, en las primeras líneas del prólogo a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura, comienza Kant diciendo lo siguiente: "Si la elaboración de conocimientos... ha emprendido o no el seguro {113} camino de una ciencia, es cosa que se ve pronto por los resultados. Si después de muchos preparativos y aderezos, en cuanto comienza con su objeto queda detenida, o si, para lograrlo, necesita volver una y otra vez al punto de partida y emprender un nuevo camino; igualmente, si tampoco es posible poner de acuerdo a los distintos colaboradores acerca de la manera como ha de conducirse esta labor común, se puede tener entonces la firme persuasión de que semejante estudio no se halla, ni de lejos, en el seguro camino de una ciencia, sino que es un simple tanteo...", y a diferencia de lo que acontece precisamente en la lógica, en la matemática, en la física, etc., en metafísica el "destino no ha sido tan favorable que haya podido emprender el seguro camino de la ciencia, a pesar de ser más antigua que todas las demás".

Hace un cuarto de siglo que Husserl publicaba un vibrante estudio en la revista Logos, intitulado "La filosofía como ciencia estricta y rigurosa". En él, después de hacer ver que sería un contrasentido discutir, por ejemplo, un problema de física o de matemáticas haciendo entrar en juego los puntos de vista de su autor, sus opiniones, sus preferencias o su sentido del mundo y de la vida, propugna resueltamente la necesidad de hacer también de la filosofía una ciencia de evidencias apodícticas y absolutas. No hace sino referirse, en última instancia, a la obra de Descartes.

Descartes, con gran cautela, pero diciendo, en el fondo, lo mismo, comienza sus Principios de Filosofía con las siguientes palabras: "Como nacemos en estado de infancia y emitimos muchos juicios acerca de las cosas sensibles antes de poseer el uso íntegro de nuestra razón, resulta que nos hallamos desviados, por muchos prejuicios, del conocimiento de la verdad, y nos parece que no podemos librarnos de ellos más que tratando de poner en duda, una vez por lo menos en la vida, todo aquello en que encontremos el menor indicio de incertidumbre".

De esta exposición de la cuestión se deducen algunas observaciones importantes:

1.a Descartes, Kant, Husserl, comparan la filosofía y las demás ciencias desde el punto de vista del tipo de conocimiento {114} que suministran: ¿posee o no posee la filosofía un género de evidencia apodíctica comparable al de la matemática o al de la física teorética?

2.a Esta comparación revierte después sobre el método que conduce a semejante evidencias: ¿posee o no la filosofía un método que conduzca con seguridad, por necesidad interna y no sólo por azar, a evidencias análogas a las que obtienen las demás ciencias?

3.a Ello conduce finalmente a un criterio: en la medida en que la filosofía no posea este tipo de conocimiento y este método seguro de las demás ciencias, su defecto se convierte en una objeción contra el carácter científico de la filosofía.

Ahora bien: frente a este planetamiento de la cuestión debemos afirmar enérgicamente:

1.o Que la diferencia que Husserl, Kant, Descartes señalan entre la ciencia y la filosofía, cope ser muy honda, no es, en definitiva, suficientemente radical.

2.o Que la diferencia entre la ciencia y la filosofía no es una objeción contra el carácter de la filosofía como un saber estricto acerca de las cosas.

Porque, en definitiva, la objeción contra la filosofía procede de una cierta concepción de la ciencia que, sin previa discusión, pretende aplicarse unívocamente a todo saber estricto y riguroso.

1. La diferencia radical que separa a la filosofía y a las ciencias no procede del estado del conocimiento científico y filosófico. No parece, escuchando a Kant, sino que de lo único de que se trata es de que, relativamente a su objeto, la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ha acertado aún a dar ningún paso firme que nos lleve a aquél. Y decimos que esta diferencia no es bastante radical, porque, ingenuamente, se da por supuesto en ella que el objeto de la filosofía está ahí, en el mundo, y que de lo único de que se trata es de encontrar el camino seguro que nos lleve a él.

La situación seria mucho más grave si resultara que lo problemático es el objeto mismo de la filosofía: ¿existe el objeto de {115} la filosofía? Esta pregunta es lo que radicalmente escinde a la filosofía de todas las demás ciencias. Mientras que éstas parten de la posesión de su objeto y de lo que tratan es simplemente de estudiarlo, la filosofía tiene que comenzar por justificar activamente la existencia de su objeto: su posesión es el término, y no el supuesto de su estudio, y no puede mantenerse sino reivindicando constantemente su existencia. Cuando Aristóteles la llamada Zetouméne epistéme, entendía que lo que se buscaba no era sólo el método, sino, además, el objeto mismo de la filosofía.

¿Qué significa que la existencia misma de su objeto sea problemática?

Si se tratase simplemente de que se ignora cuál es el objeto de la filosofía, el problema, con ser grave, seria, en el fondo, simple. Sería cuestión de decir: o bien que la humanidad no ha llegado todavía a descubrir ese objeto, o que éste es lo bastante complicado para que su aprehensión resulte oscura. En realidad, es lo que ha acontecido durante milenios con todas las ciencias, y por eso sus objetos no se han descubierto simultáneamente en la Historia: unas ciencias han nacido, así, más tarde que otras. O bien: silo que resultara es que este objeto fuese demasiado complicado, sería cuestión de intentar mostrarlo sólo a las mentes que hubiesen obtenido madurez suficiente. Tal sería la dificultad de quien pretendiese explicar a un alumno de matemáticas de una escuela primaria el objeto propio de la geometría diferencial. En cualquiera de estos casos, y pese a todas las vicisitudes históricas o dificultades didácticas, se trataría simplemente de un problema deíctico de un esfuerzo colectivo e individual para indicar (deîxis) cuál es ese objeto que anda perdido por ahí entre los demás objetos del mundo.

Todo hace sospechar que no se trata de esto.

El problematismo del objeto de la filosofía no procede tan sólo de que de hecho no se haya reparado en él, sino de que, a diferencia de todo otro objeto posible, el de la filosofía es constitutivamente latente; entendiendo aquí por objeto el término real o ideal sobre que versa, no sólo una ciencia, sino cualquier otra actividad humana. En tal caso, es claro que: {116}

1.o Este objeto latente no es en manera alguna comparable a ningún otro objeto. Por tanto, cuanto se quiera decir acerca del objeto de la filosofía, tendrá que moverse en un plano de consideraciones radicalmente ajeno al de todas las demás ciencias. Si toda ciencia versa sobre un objeto real, ficticio o ideal, el objeto de la filosofía no es ni real, ni ficticio, ni ideal: es otra cosa, tan otra, que no es cosa.

2.o Se comprende entonces que este peculiar objeto no pueda hallarse separado de ningún otro objeto real, ficticio o ideal, sino incluido en todos ellos, sin identificarse con ninguno. Esto es lo que queremos decir al afirmar que es constitutivamente latente: latente bajo todo objeto. Como el hombre se halla constitutivamente vertido hacia los objetos reales, ficticios o ideales, con los que hace su vida y elabora sus ciencias, resulta que ese objeto constitutivamente latente es también por su propia índole esencialmente fugitivo.

3.o De lo que huye dicho objeto es precisamente de la simple mirada de la mente. A diferencia, pues, de lo que pretendía Descartes, el objeto de la filosofía jamás puede ser descubierto formalmente por una simplex mentis inspectio, sino que es menester que después de haber aprehendido los objetos bajo quienes late, un nuevo acto mental reobre sobre el anterior para colocar al objeto en una nueva dimensión que haga, no transparente, sino visible, esa otra dimensión suya. El acto con que se hace patente el objeto de la filosofía no es una aprehensión, ni una intuición, sino una reflexión. Una reflexión que no descubre, por tanto, un nuevo objeto entre los demás, sino una nueva dimensión de todo objeto, cualquiera que sea. No es un acto que enriquezca nuestro conocimiento de lo que las cosas son. No hay que esperar de la filosofía que nos cuente, por ejemplo, de las fuerzas físicas, de los organismos o de los triángulos nada que fuera inaccesible para la matemática, la física o la biología. Nos enriquece simplemente llevándonos a otro tipo de consideraciones.

Para evitar equívocos, conviene observar que la palabra reflexión se emplea aquí en su sentido más inocente y vulgar: un acto o una serie de actos que, en una u otra forma, vuelven {117} sobre el objeto de un acto anterior a través de éste. Reflexión no significa aquí simplemente un acto de meditación, ni un acto de introspección, como cuando se habla de conciencia refleja, por oposición a la conciencia directa. La reflexión de que aquí se trata consiste en una serie de actos por los que se coloca en nueva perspectiva el mundo entero de nuestra vida, incluyendo los objetos y cuantos conocimientos científicos hayamos adquirido sobre ellos.

Obsérvese, en segundo lugar, que el que la reflexión y lo que ella nos descubre sean irreductibles a la actitud natural y a lo que ella nos descubre no significa que espontáneamente, en uno u otro grado, en una u otra medida, no sea tan primitiva e ingénita como la actitud natural.

II. Resultará entonces que esta diferencia radical entre la ciencia y la filosofía no se vuelve contra esta última como una objeción. No significa que la filosofía no sea un saber estricto, sino que es un saber distinto. Mientras la ciencia es un conocimiento que estudia un objeto que está ahí, la filosofía, por tratar de un objeto que por su propia índole huye, que es evanescente, será un conocimiento que necesita perseguir a su objeto y retenerlo ante la mirada humana, conquistarlo. La filosofía no consiste sino en la constitución activa de su propio objeto, en la puesta en marcha de la reflexión. El grave error de Hegel ha sido de signo opuesto al kantiano. Mientras éste desposee, en definitiva, a la filosofía de un objeto propio, haciéndola recaer tan sólo sobre nuestro modo de conocimiento, Hegel sustantiva el objeto de la filosofía haciendo de él todo de donde emergen dialécticamente y donde se mantienen, también dialécticamente, todos los demás objetos.

No es menester, por ahora, precisar el carácter más hondo del objeto de la filosofía y su método formal. Lo único que me importa aquí es subrayar, frente a todo irracionalismo, que el objeto de la filosofía es estrictamente objeto de conocimiento; pero que este objeto es radicalmente distinto de los demás. Mientras cualquier ciencia y cualquier actividad humana considera las cosas que son y tales como son (hos éstin), la filosofía considera las cosas en cuanto son (hei éstin; Arit., Metaf., 1064 a 3). {118} Dicho en otros términos: el objeto de la filosofía es transcendental, y, como tal, accesible solamente a una reflexión. El "escándalo de la ciencia" no solamente no es una objeción contra la filosofía que hubiera que resolver, sino una positiva dimensión que es preciso conservar. Por esto decía Hegel que la filosofía es el mundo al revés. La explanación de este escándalo es precisamente el problema, el contenido y el destino de la filosofía. Por esto, aunque no sea exacto lo que decía Kant: "No se aprende filosofía; sólo se aprende a filosofar", resulta absolutamente cierto que sólo se aprende filosofía poniéndose a filosofar.

 

Barcelona, diciembre de 1940.

 

Del prólogo a la Historia de la Filosofía, por Julián Marías. Revista de Occidente; Madrid, 1941.

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II

 

LA FILOSOFIA Y LA JUSTIFICACION DE SU OBJETO

 

Toda ciencia lo mismo la Historia que la Física o que la Teología (y asimismo toda actitud vital natural), se refiere siempre a un objeto más o menos determinado, con el que el hombre se ha encontrado ya. El científico puede, pues, referirse determinadamente a él, y plantearse ante él uno o varios problemas cuyo intento de solución constituye la realidad de la ciencia. Si la presunta ciencia no posee claridad previa acerca de lo que persigue, es que aún no es ciencia. Todo titubeo en este punto es signo inequívoco de imperfección. Esto no quiere decir que la ciencia sea inmutable. Pero lo que en la ciencia cambia es el contenido concreto de las soluciones dadas al o a los problemas que se ha planteado. Su problema mismo queda, empero, inalterado. La visión física del universo ha cambiado profundamente desde Galileo hasta Einstein y la mecánica cuántica; pero todos estos cambios acontecen dentro de un intento general previamente definido y sabido: la medición del universo. Alguna vez podrá cambiar también la formulación misma del problema. Pero esto no acontece sino rarísimas veces y tras largos lapsos de tiempo, y cuando el hecho se produce se debe a una nueva formulación de su problema igualmente clara y determinada que la anterior, de suerte que cabe incluso preguntar, si en última instancia, la ciencia, en estos momentos, no habrá dejado de ser lo que era para convertirse en otra cosa, en otra ciencia distinta. Así, en la Edad Media, la física estudia los principios del ens mobile; desde Galileo es una medición del universo de las cosas materiales. En ambos casos, la física sólo {120} ha sido ciencia cuando ha comenzado a decirse a sí propia lo que pretende.

Muy otra es la suerte de la filosofía En realidad, comienza por ignorar si tiene objeto propio; por lo menos, no parte formalmente de la previa posesión de él. La filosofía se presenta, ante todo, como un esfuerzo, como una "pretensión". Y ello, no por una simple ignorancia de hecho, por un simple desconocimiento, sino por la índole constitutivamente latente de aquel objeto. De aquí resulta que aquella rigurosa escisión entre un problema claramente formulado de antemano y su solución, básica para toda ciencia y para toda actividad vital natural, pierde su sentido primario tratándose de filosofía. Por esto, la filosofía tiene que ser, ante todo, una perenne reivindicación de su objeto (llamémoslo así), una enérgica iluminación de él y un constante y constitutivo "hacerle sitio". Desde el ente (ón) de Parménides y la idea de Platón, y el analógico ente en cuanto tal de Aristóteles, hasta las condiciones trascendentales de la experiencia de Kant y el saber absoluto de Fichte, Schelling y Hegel, pasando por todos los estratos teológicos del pensamiento medieval y de los primeros siglos modernos, la filosofía ha sido, ante todo, una justificación o esfuerzo mostratorio de la existencia (sit venia verbo) de su objeto. Mientras la ciencia versa sobre un objeto que ya se tiene con claridad, la filosofía es el esfuerzo por la progresiva constitución intelectual de su propio objeto, la violencia por sacarlo de su constitutiva latencia a una efectiva patencia. Por esto, la filosofía sólo puede existir reivindicándose, y consiste en una de sus dimensiones formales, en un "abrirse paso"; en consecuencia, la filosofía no puede tener más orto que el determinado por la angostura intelectual que de facto oprime al filósofo.

En su virtud, al filósofo solamente cuando se encuentra ya filosofando se le esclarece la ingente faena que ha llevado a cabo al ponerse a filosofar. Y esto, lo mismo tratando de obtener evidencias estrictas que de elevarse a intuiciones transcendentes. En este su abrirse paso se diseña y perfila la figura de su problema. Es posible que el filósofo haya comenzado con un cierto propósito intelectual subjetivo. Pero esto no quiere decir que este comienzo sea formalmente el principio de su filosofía. {121} Y si se conviene en que el principio de sus principios es la índole de su problema, habrá que decir que, en filosofía, el principio es el final, y recíprocamente, en su primer originario y radical "paso" está ya toda la filosofía. A lo largo de este proceso, la filosofía, propiamente hablando, no evoluciona, no se enriquece con nuevos rasgos, sino que estos rasgos van explicitándose, van apareciendo como momentos de una autoconstitución. Mientras la ciencia inmatura es imperfecta, la filosofía consiste en el proceso mismo de su madurez. Lo demás es muerta filosofía escolar y académica. De aquí que, a diferencia de lo que acontece en la ciencia, la filosofía tenga que madurar en cada filósofo. Y, por tanto, lo que propiamente constituye su historia es la historia de la idea misma de filosofía; por aquí debe aclararse la relación original existente entre la filosofía y su propia historia.

Es posible que, en ocasiones, el filósofo comience con un concepto previo de la filosofía. Pero, ¿qué sentido y función desempeña semejante concepto dentro de la filosofía? Es, evidentemente, un concepto que él, el filósofo, se ha forjado, y que, por tanto, es posesión o propiedad de él. Pero, puesta en marcha, como la filosofía consiste en este abrirse camino, resulta que en él se constituye la idea misma de la filosofía. La definición de la física no es obra de la ciencia física, mientras que la obra de la filosofía es la conquista de su propia idea. En este punto, aquel momento inicial no tiene nada que hacer: la filosofía ha cobrado consistencia propia, y con ella su concepto adecuado: el concepto que la filosofía se ha forjado de sí misma. Ya no es el filósofo quien lleva el concepto de la filosofía, como acontecía al comienzo, sino que la filosofía y su concepto son quienes llevan al filósofo. En esa captura o concepción que es el concepto no es ahora la mente la que capta o concibe la filosofía, sino la filosofía la que capta y concibe a la mente. No es el concepto propiedad del filósofo, sino el filósofo propiedad del concepto, porque éste brota de lo que la filosofía es en sí misma. No es la filosofía obra del filósofo, sino el filósofo obra de la filosofía.

De ahí que, ante una filosofía ya madura y precisamente ante ella, es cuando resulta no sólo posible, sino forzoso, {122} preguntarse hasta qué punto y en qué forma responde a su propio concepto. Un caso típico, para no hablar más que de cosas recientes, nos lo ofrece el idealismo alemán, de Kant a Hegel. Tiene perfecto sentido calificar a toda esta corriente de idealismo transcendental, y recabar para cada uno, desde Kant a Hegel, una originalidad filosófica, absolutamente compatible con la comunidad de raíz de todos sus pensamientos, e incluso con el mérito singular de Kant de haber sido el primero en descubrir la raíz y haber aportado los primeros frutos.

 

Cruz y Raya, septiembre 1935.