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El SER SOBRENATURAL
DIOS Y DEIFICACION EN LA TEOLOGIA PAULINA
[Bibliografía oficial #43, Naturaleza, Historia, Dios, pp. 399-478 (paginación de la 5a edición)]
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II. SAN PABLO Y LA TEOLOGIA PAULINA.
Las páginas siguientes son las notas fragmentarias y casi telegráficas de un curso sobre Helenismo y Cristianismo en la Universidad de Madrid (1934-1935) y de las reuniones que tuve la satisfacción de dirigir en el Circulo de Estudios del Foyer international des étudiants catholiques de la Ciudad Universitaria de París, durante los años 1937-1939. Tienen el carácter de mera exposición de unos textos neotestamentarios, tales como fueron vistos por la tradición griega. Son, pues, simples páginas históricas. Nada más. Lo subrayo enérgicamente.
El trabajo obtuvo el Nihil obstat de la censura eclesiástica el 27 de octubre de 1944.
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NOTA PREVIA
Trátase de unas cuantas reflexiones en torno a ciertos pasajes de la Epístola a los Romanos. Pero solamente "en torno". Y ello en dos sentidos. En primer lugar, tomamos el "entorno" neotestamentario entero. Formen o no parte expresa del pensamiento paulino contenido en la Epístola, recurriremos libremente a muchos pasajes de otras Epístolas o de otros escritos del Nuevo Testamento. En segundo lugar colocamos la Epístola en la perspectiva de la Teología griega. No se trata, pues, de una exégesis histórica de la Epístola a los Romanos, sino de algunas consideraciones históricas de carácter teológico. Pero sobre este punto quisiera añadir dos palabras.
Desde el momento en que se trata de interpretaciones teológicas, la única exigencia de la Iglesia es el respeto del dogma y de la tradición. Por esto la teología tiene en la Iglesia no uno sino muchos cauces. Ahora bien: la perfección lógica a que en Occidente llegaron algunos sistemas de teología ha sido en buena parte responsable del olvido triste en que este sencillo hecho ha caído. Ya en el Occidente latino es indiscutible la diversidad de teologías, no sólo en puntos y problemas aislados, sino hasta en sus concepciones básicas. Baste recordar, de pasada, la diferencia entre San Buenaventura y Alejandro de Hales, por un lado, y Santo Tomás, por otro, para no hablar de Duns Scoto. Pero no es sólo esto, ni tal vez lo más grave. Junto a la tradición latina está la masa ingente y espléndida de la tradición griega, de espíritu y actitudes intelectuales tan diferentes de las latinas. La identidad del dogma no ha sido obstáculo para estos dos cauces tan distintos de la teología. Los [402] latinos se dieron buena cuenta de ello. Así el propio Santo Tomás, hablando de las procesiones divinas, señala la existencia de diversas vías de interpretación perfectamente legítimas, entre las cuales él trazará magistralmente la suya.
Vistos desde nuestra teología latina, muchos conceptos de la griega nos parecen casi exclusivamente místicos o metafóricos, en el sentido puramente religioso y devocional del vocablo. Tal acontece, como veremos, con los conceptos de bondad, amor, gracia, etc. Pero si tratamos de sumergirnos realmente en las obras de los Padres griegos, pronto descubriremos una actitud distinta de la latina, pero estrictamente intelectual, dentro de la cual dichos conceptos tienen riguroso carácter metafísico.
La teología latina parte más bien, con San Agustín, del hombre interior y de sus aspiraciones y vicisitudes morales, especialmente de su ansia de felicidad; fue en buena parte su propia vida personal. En cambio, la teología griega considera más bien al hombre como un trozo—central, sí se quiere—de la creación entera, del cosmos. Los conceptos humanos adquieren entonces matiz diverso. Así el pecado, para un latino, es ante todo una malicia de la voluntad; para el griego, es sobre todo una mácula de la creación. Para el latino, el amor es una aspiración del alma, adscrita preferentemente a la voluntad; para el griego es, en cambio, el fondo metafísico de toda actividad, porque esencialmente todo ser tiende a la perfección. Para un latino el problema de la gracia va subordinado a la visión beatífica en la gloria, a la felicidad; para un griego la felicidad es consecuencia de la gracia entendida como deificación. La diferencia, como veremos, alcanza hasta la idea misma que nos formamos de Dios, desde nuestro punto de vista finito y humano.
No es que estas dos teologías se hallen divorciadas. Sería intrínsecamente imposible. Pero, además, históricamente, hay grandes trozos de la teología latina de honda inspiración helénica: a la cabeza, Ricardo de San Victor, a quien con razón se le ha llamado varias veces el pensador más original de la Edad Media. Más aún: tal vez asistamos a la interesante paradoja de que ciertos conceptos, muchas veces calificados de neoplatónicos, constituyen la interpretación y el depósito más fiel del pensar aristotélico, al paso que en los representantes consagrados [403] del aristotelismo aparecen sustituidos a veces, consciente o inconscientemente, por conceptos platónicos.
La teología griega encierra tesoros intelectuales, no sólo para la teología misma, sino también para la propia filosofía. El estado actual de muchas preocupaciones filosóficas descubre en la teología griega intuiciones y conceptos de fecundidad insospechada, que hasta ahora han quedado casi inoperantes y dormidos probablemente porque no les había llegado su hora. Es menester renovarlos. Sobre todo, esta reviviscencia es urgente tratándose de teología neotestamentaria: la teología griega se pliega maravillosamente a la marcha misma de las expresiones bíblicas. No es éste su menor valor. La reacción mesurada, pero explícita, contra un exclusivismo latino, se va dejando ya percibir: entre los contemporáneos, Schmaus, Keller y Stolz, por ejemplo, constituyen una brillante avanzada.
Personalmente no ocultaré mi afición a la teología griega. Sin exclusivismo ninguno, he cedido en las siguientes líneas a esta propensión. Se trata, pues, sin la menor pretensión de originalidad, de una mera exposición de algunos puntos de la doctrina neotestamentaria, y especialmente paulina, tal como fue vista por la tradición griega. Nada más. Que las anteriores consideraciones sirvan de excusa para mí y de orientación para el lector.
No necesito advertir que el carácter, desnudo y casi telegráfico de estas notas, se debe a su origen y destinación primitivos. Por la misma razón, las referencias textuales al Nuevo Testamento son simplemente esporádicas, y quedan entregadas, en general, a la sagacidad del lector. Asimismo, tratándose de un mero resumen expositivo, no he creído necesario incluir citas bibliográficas. Cualquier lector avisado las descubrirá inmediatamente. [404]
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SAN PABLO Y LA TEOLOGIA PAULINA
Comencemos fijando el punto de vista en que vamos a situarnos. La actividad de San Pablo no es ni la de un fundador de una célula de iniciados, ni la de un simple teólogo especulativo sistemático. Es algo superior que abarca a ambos términos, y al abarcarlos los absorbe en unidad más alta.
La obra de San Pablo es, en primer lugar, una catequesis viviente destinada a la constitución de comunidades cristianas, agrupadas en torno a Cristo, que, gloriosa y misteriosamente, vive no sólo en los cielos, sino también en la tierra, después de su Resurrección. Para San Pablo, el fundamento de estas agrupaciones, de estas "iglesias" en el seno de la "Iglesia" no consiste tan sólo en la participación en ciertos ritos ni en un cierto régimen de vida práctica (ambas cosas son tan sólo consecuencias de dicho fundamento), sino ante todo en una transformación radical de nuestra existencia entera, consecuencia, a su vez, de una transformación de nuestro ser entero, de una deificación por su unión con Cristo. Esta unión se produce por el Bautismo y queda sellada en la Eucaristía. Como actos rituales son símbolo de la vida, muerte y resurrección de Cristo; pero en la medida en que son, a su modo, actos del mismo Cristo, producen en el hombre aquello que significan. Y lo producen, desde luego, moralmente, haciendo que los fieles tengan "el mismo modo de sentir que tuvo Jesucristo" (Phil, 2, 5), pero además física y realmente.[1] Y esta unión real con Cristo glorioso es, [406] a su vez, una unión con Dios mismo, mediante la gracia. A toda acción sobrenatural de Dios en el mundo, a todo ordenamiento del plan de nuestra salud eterna llevado a cabo en el mundo, llama San Pablo Misterio (mystérion). El vocablo no designa, pues, en primer término, "verdades inescrutables", sino aquellas acciones y decisiones divinas que son inescrutables por ser libremente decididas por Dios y estar orientadas hacia la participación del mundo y especialmente del hombre, en la vida, y hasta en el ser divino. Lo incomprensible intelectual es una consecuencia necesaria, pero tan sólo consecuencia de aquel radical carácter del misterio como acción divina, como arcano de su voluntad. La interna unidad signitiva y eficaz, entre el misterio de Cristo y los ritos litúrgicos, es a lo que de un modo más especial y estricto todavía llamó San Pablo misterio. Los latinos tradujeron esta expresión con la palabra sacramentum. "Distribuir los misterios de Dios y de Cristo", es decir co-operar a la transformación del ser del hombre por su unión con Cristo fue el fin primario de la actividad de San Pablo en una época en que las religiones de misterios inundaban el Imperio romano.
Pero San Pablo, además, escribe y enseña. Escribe y enseña, teniendo ante sus ojos esa especial "visión", "noticia", "sentido" (gnosis kai phrónesis) de esta efectiva sobrenaturalización del hombre y del mundo, cuya raíz próxima es el misterio sacramental en el sentido indicado. Y expresa el contenido de esta visión en un logos, que es el logos del Theós: es a lo que primariamente los Santos Padres llamaron Theologia (Teología). Es un hablar acerca de Dios, pero un hablar acerca de Dios desde Dios. Acerca de Dios, en última instancia, tal como se nos da, directa o indirectamente en Cristo. Desde Dios, es decir, desde donde Dios se nos da, directa o indirectamente, desde la interna unidad entre Cristo y los ritos litúrgicos, desde la realidad sacramental. Frente a toda la especulación del helenismo, la teología paulina no es una simple meditación intelectual: expresa las enseñanzas de algo que está aconteciendo, y tiene como fin sumirnos cada vez más en eso que acontece, mediante una [407] comprensión suya, también cada vez más honda. En San Pablo, Apóstol inspirado y transmisor de una revelación, la teología misma pertenece a la realidad integral del orden sobrenatural, al depositum fidei. Conclusa la revelación con la muerte del último Apóstol, la teología será una investigación sobre aquel orden.
Este punto de vista del misterio deificante es el que elegimos para orientar nuestra exposición. [408]
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EL SER DE DIOS
Para San Pablo, todo el problema del ser sobrenatural pende en última instancia de la posición misma de Cristo en el conjunto del universo. San Pablo lo expresa en una sola palabra: Cristo es el conjunto y resumen de todo, pero en un sentido radical y preciso: como plenitud (pléroma, Ef., 1, 23) de todo ser divino y creado. Es menester, pues, examinar la cuestión paso a paso.
El ser de Dios, en su íntima realidad, es un amor efusivo, y su efusión tiene lugar en tres formas, metafísicamente diversas. Se efunde en su propia vida personal, se proyecta exteriormente creando las cosas, se da a sí mismo a la creación para asociarla a su propia vida personal en la deificación. Procesiones trinitarias, creación y deificación, no son sino los tres modos metafísicamente distintos de la efusión del ser divino entendido como amor. Tal fue la mente de los Padres griegos.
Examinaremos, pues, por separado, cada uno de estos aspectos del problema.
En primer lugar, el ser de Dios. A lo largo de todo el Nuevo Testamento discurre la idea de que Dios es amor, agápe. La insistencia con que vuelve la afirmación, lo mismo en San Juan (por ejemplo, Jo. 3,31; 10,17; 15,9; 17, 23-26; 1 Jo. 4,8), que en San Pablo (así 2 Cor. 13,11; Ef. 1-,6; Col. 1,13, etc.), y la energía especial con que se emplea el verbo ménein, permanecer ("permaneced en mi amor"), son buen indicio de que no se trata de una vaga metáfora, ni de un atributo moral de Dios, sino de una caracterización metafísica del ser divino. Los griegos lo entendieron así unánimemente, y la tradición latina de inspiración [410] griega, también. Para el Nuevo Testamento y la tradición griega la agápe no es una virtud de una facultad especial, la voluntad, sino una dimensión metafísica de la realidad, que afecta al ser por si mismo, anteriormente a toda especificación en facultades. Sólo compete a la voluntad, en la medida en que ésta es un trozo de la realidad. Es verdad que le compete de modo excelente, como excelente también es el modo del ser del hombre. Pero siempre ase trata de tomar la agápe en su primaria dimensión ontológica y real. Por esto, a lo que más se aproxima es al éros del clasicismo. Claro está, vamos a verlo en seguida, hay una diferencia profunda, y hasta casi una oposición, entre agápe y éros. Pero esta oposición se da siempre dentro de una raíz común; es una oposición de dirección dentro de una misma línea: la estructura ontológica de la realidad. Por esto es preferible emplear en la traducción el término genérico de amor. Los latinos vertieron casi siempre agápe por caridad. Pero el vocablo corre el riesgo de aludir a una simple virtud moral. Los padres griegos emplearon unánimemente la expresión éros; por esto nosotros usaremos la de amor.
Antes de entrar en esta dimensión metafísica del amor, dos palabras acerca de la diferencia entre éros y agápe. El éros saca al amante fuera de sí para desear algo de que carece. Al lograrlo, obtiene la perfección última de sí mismo. En rigor, en el éros el amante se busca a sí mismo. En la agápe, en cambio, el amante va también fuera de sí, pero no sacado, sino liberalmente donado; es una donación de sí mismo; es la efusión consecutiva a la plenitud del ser que ya se es. Si el amante sale de sí, no es para buscar algo. sino por efusión de su propia sobreabundancia. Mientras en el éros el amante se busca a sí mismo, en la agápe se va al amado en cuanto tal. Naturalmente, por esta común dimensión por la que éros y agápe envuelven un "fuera de sí", no se excluyen, por lo menos en los seres finitos. Su unidad dramática es justamente el amor humano. Los latinos de inspiración helénica distinguieron ambas cosas con un preciso vocabulario. El éros es el amor natural: es la tendencia que, por su propia naturaleza, inclina a todo ser hacia los actos y objetos para los que está capacitado. La agápe es el amor personal en que el amante no busca nada, sino que al afirmarse [411] en su propia realidad sustantiva, la persona no se inclina por naturaleza, sino que se otorga por liberalidad (Ricardo de San Víctor y Alejandro de Hales). En la medida en que naturaleza y persona son dos dimensiones metafísicas de la realidad, el amor, tanto natural como personal, es también algo ontológico y metafísico. Por eso, el verbo ménein, permanecer, indica que la ágape, es algo anterior al movimiento de la voluntad. La caridad, como virtud moral, nos mueve porque estamos ya previamente instalados en la situación metafísica del amor.
Cuando el Nuevo Testamento, pues, nos dice que Dios es amor, agápe, los griegos entendieron a una la afirmación en sentido estricto y rigurosamente metafísico. Ello supone una cierta idea del ser y de la realidad, sin entender la cual podría tenerse la impresión de que en la especulación patrística no hay sino elevaciones místicas para una piedad vaporosa. Nada más lejos de la realidad. Si se quiere, la piedad y la oración de los Padres griegos tienen un sentido estrictamente metafísico. Es el equívoco a que aludía en la nota introductoria.
Para comprender el punto de vista de los Padres griegos detengamos un momento nuestra atención sobre su idea del ser. Contra lo que pudiera suponerse, la propia filosofía griega (inclusive Aristóteles) carece de un concepto unitario del ser. Más aún: no sólo no es unitario su concepto del ser (en el fondo ni tan siquiera llegaron a plantearse formalmente el problema), sino que además tampoco es unitaria su idea de lo que sea la realidad por razón de su ser. Dos problemas completamente distintos, pero esenciales a todo sistema de metafísica. Frente a ninguno de ellos adopta el pensamiento griego una actitud unitaria. Ni frente al concepto del ser, porque a pesar de la "analogía", la idea del ser queda en el fondo diluida para Aristóteles en una multiplicidad de sentidos; ni frente a la idea de la realidad en cuanto que es, porque la "idea y la forma" no logran la plenitud de su sentido ni de su determinación conceptual. Es menester destacarlo con firmeza. Y esta falta de unidad interna, tanto por lo que afecta al concepto del ser como por lo que toca a la idea de la realidad en cuanto es, es esencial para enjuiciar la metafísica griega. Aquí no nos interesa sino el segundo punto. ¿Qué entendieron los griegos por realidad? Los [412] dos modelos en que constantemente se ha fijado el pensamiento griego al tratar de este problema son las cosas materiales y los seres vivos. Para los griegos fueron dos ejemplos, no más. Pero los ejemplos se vengan.
Buena parte de las ideas ontológicas de los griegos se inspiran en el modo de ser de las cosas materiales. Su ser consiste en "estar". En primer lugar, en el sentido de "estar ahí", encontrarse efectivamente. De aquí que la "estabilidad" sea el carácter plenario del ser; donde estabilidad significa el carácter abstracto de lo que "está". Pero las cosas además de estar devienen, "cambian". Como el ser es lo estable, el cambio no puede acontecer sino en sus propiedades, no en su última realidad (dejemos de lado el cambio sustancial, que tampoco es una excepción a la idea). Todo movimiento es así pura y simple mutación, y por tanto imperfección: procede sólo de un estado "inicial" del sujeto que "está" bajo él, y nos lleva a otro estado "final". Ser es sinónimo de estabilidad, y estabilidad sinónimo de inmovilidad.
Pero tanto en Platón como en Aristóteles hay otro concepto del ser, inspirado más bien en los seres vivos. En ellos el movimiento no es una simple mutación; lo que en él hay de mutación no es sino la expansión externa de un movimiento más íntimo, que consiste en vivir. Vivir no es simplemente ni estar ni cambiar. Es un tipo de movimiento más sutil y más hondo. Desde Aristóteles viene, por esto, diciéndose: vita in motu. Este peculiar carácter del ser vital como movimiento, y no como mutación, se designó con el adjetivo "inmanente". La estabilidad—manere—no es simple ausencia de movimiento, sino la expresión quiescente y plenaria del interno movimiento vital; recíprocamente lo que en la vida hay de movimiento, no sólo no es primariamente mutación, sino que es la realización misma del manere; es lo que expresa el prefijo "in" de la palabra inmanente. Si quitamos al movimiento vital lo que tiene de mutación y nos quedamos con la simple operación interna del vivir, comprenderemos que el propio Aristóteles nos dijera que para los seres vivos su ser es su vida, entendida como operación inmanente, más bien que como mutación. Aristóteles llama así el ser enérgeia, la operación sustantiva en que consiste el ser. En este [413] sentido el ser será tanto más perfecto cuanto más móvil, cuanto más operante.
De aquí el grave equívoco que encierra el vocablo aristotélico enérgeia que los latinos vertieron por "acto". Según se atienda a la primera o la segunda concepción, el sentido del acto varía radicalmente. En la primera el acto significa "actualidad": "es", lo que efectivamente está siendo. En la segunda, acto significa "actividad": "es", lo que efectivamente está siendo. En tal caso el ser es operación. Y cuanto más perfecto es algo, más honda y fecunda es su actividad operante. El ser, dice Dionisio Areopagita, es extático: cuanto mas es "es", más se difunde, en uno u otro sentido. Empleando una metáfora de San Buenaventura: si consideramos un recipiente lleno de agua, en la primera concepción el ser significa la masa de agua contenida en aquél. En la segunda, es el desbordamiento por el que el manantial, situado en el fondo del depósito, lo mantiene lleno y tiende a desbordar. En el primer caso, el ser es un término, un acto de una potencia; en el segundo, un principio, la actividad misma. Tal es la concepción de Dionisio Areopagita; sus intérpretes lo han notado así, y no hago sino transcribir casi literalmente sus propias frases. El ser, es, pues, una especie de primaria y radical operación activa por el que las cosas son más que realidades, son algo que se realiza.
Podemos precisar todavía más el carácter de actividad operante en que el ser consiste. Los seres vivos tienen muchas propiedades. Pero cada una de ellas emerge de su "ser vivo", y no es sino un aspecto o modo de la vida misma, y a lo sumo efecto de ella. El ser vivo no hace sino vivir, sino ser a través de sus muchas manifestaciones, propiedades y actos. Y cada una de estas propiedades es justamente "propia" del ser vivo; pero en un sentido radicalmente distinto de aquel por el cual son propias de un mineral sus propiedades físicas. La manera como una cualidad es "propia" de un ser vivo, la "propiedad" del ser vivo, consiste en que desde ella éste se recoge en sí mismo, y se realiza a sí mismo en aquélla. La vida es una unidad, pero radical y originante; es una fuente o principio de sus múltiples notas y actos, cada una de las cuales sólo "es" en cuanto expansión, en cuanto afirmación actual y plenaria de su primitiva unidad. [414] El ser es "uno", pero no como simple negación de división, sino como actividad originaria unificante. De aquí la función especial de la unidad como carácter ontológico. Dicho desde otro punto de vista: el ser consiste en la unidad consigo mismo, tanto mayor cuanto más perfecto sea el ente en cuestión.
Ahondemos algo más todavía en esa relación entre un ser vivo y sus múltiples notas. La actividad unificante en que consiste el ser vivo se ejecuta y despliega en el desarrollo de su vida. La mayor o menor riqueza de vida conduce a un despliegue más o menos rico de perfecciones. Los Padres griegos recogen aquí la terminología usual. El ser, como unidad más o menos rica, se llama ousía; sus riquezas o perfecciones expresas son sus dynámeis. Pero cuidemos de evitar el equívoco aquí posible. La palabra dynamis, potencia, puede significar o bien algo que, aun emergiendo de la ousía misma, es aún imperfecto, porque necesita el complemento de los actos vitales, o bien puede significar la expresión analítica de la riqueza misma del ser vivo, la plenitud de su potencia vital. En el primer sentido, potencia significa simple virtualidad, algo aún defectivo; en el segundo, significa virtuosidad, una plenitud vital. Los Padres griegos subrayan más bien este último concepto, hasta el punto de que, con los neoplatónicos, parece que a veces hipostasían las potencias.[2] Entonces el ser como ousía es el tesoro unitario de su propia riqueza, y las potencias simplemente la traducción o expresión actual de este tesoro unitario, expresión que no es sino la expansión externa del ser. Por eso llamaron al ser como ousía, pegé, fuente, arkhé, principio. En estas virtuosidades el ser vivo vive efectivamente, y ejecuta sus actos, sus enérgeiai. Pero aquí el acto no es tanto el complemento de la potencia cuanto la última expansión y expresión de la actividad en que el ser vivo originariamente consiste. Entendido sobre el modelo de los seres vivos, como operación, el ser se da, en cierto modo, a sí mismo su acto. Naturalmente, cuanto mayor sea la finitud del ser, mayor será la necesidad de elementos para producir sus actos; cuanto más finito sea un ser, más tiene su acto de [415] complemento y término que de actividad. Pero, recíprocamente, cuanto más nos aproximemos a la infinitud del ser, más nos aproximamos a una actividad pura, cuya pureza consiste precisamente en ser su propio acto, mejor dicho, en subsistir como pura acción, como pura enérgeia.
Por esto, tratándose de entes finitos, todos estos aspectos son limitados y la actividad del acto tiene más carácter de actualidad que de acción; la virtuosidad, más carácter de virtualidad, y la unidad primaria del ser, más carácter de tendencia, de "pretensión". Por esto, en sus actos, el ser vivo, en realidad, "llega a ser" el que ya era, y su ser consiste efectivamente en un estar llegando de carácter no cronológico ni físico, sino metafísico, que incluye hasta el "haber llegado". Pero cuanto hay de positivamente entitativo en este devenir es la actividad que se autoafirma, más bien que el acto por el que se actualiza. En definitiva: en la primera concepción el acto finito es siempre recibido; en la segunda, el acto, aun el finito, es primariamente ejecutado. Es toda una diferencia que arranca de la concepción ontológica de la realidad. El ser de las cosas es, en la primera concepción, algo que está ahí; en la segunda, el ser es siempre acción primaria y radical. Cuanto más ahondemos en la marcha de los problemas, más clara se percibirá aún la diferencia.
Ambas concepciones se encuentran tanto en Platón como en Aristóteles. La enérgeia aristotélica es acción y actividad y no sólo acto. A su vez, la Idea platónica es una actividad unificante, y no sólo un cuadro de notas, el correlato de una definición. Pero el aspecto activo de Aristóteles quedó a veces soterrado bajo el actualista, y por singular paradoja lo más rico del pensar aristotélico sobrevivió tan sólo asociado al platonismo. Así se explica que San Juan Damasceno, oficialmente aristotélico, se encuentre identificado con los pensadores de raigambre más platónica, precisamente por haber recogido con tacto esta pureza activa de la enérgeia. En cambio, los llamados aristotélicos absorbieron cada vez más la idea platónica en el "concepto" aristotélico. Esto indica, dicho sea de paso, que el estudio del neoplatonismo es uno de los tres o cuatro temas más urgentes de la historia de la filosofía antigua. Prosigamos. [416]
A esta manera de entender el ser corresponde la manera de entender la causalidad. Es natural que entendiendo el ser a la manera primitiva de las cosas físicas, la causalidad se despliegue en los cuatro tipos conocidos desde Aristóteles: eficiente, material, formal y final. Pero, sobre todo, lo que históricamente ha ido acentuándose y entendiéndose casi exclusivamente por causa ha sido la causalidad eficiente, bien que abarcando dentro de sí los otros tres tipos de causalidad: una cosa produce un efecto sobre otra; esta otra es un substrato (materia), que recibe el efecto como terminación o complemento (forma) de su capacidad; y este término es aquello a lo que tiende, como hacia su fin, la eficiencia de la causa. Pero fijémonos, en cambio, en la generación de los seres vivos. Entonces la llamada causalidad formal adquiere inmediatamente un singular relieve, y se convierte en el centro mismo de la idea de causalidad, para absorber dentro de sí la eficiencia y la finalidad. La vida del progenitor es una unidad unificante suya que por la plenitud misma de su vida le lleva a desbordarse en sus dynámeis, y a reproducirse. El efecto es aquí, más que una "producción", una "reproducción" de la causa más o menos perfecta según el tipo de entes y de causalidad. Si aplicamos este modelo a la causalidad en general, veremos en ella la manera cómo la forma de la causa se asimila y "re-produce", a su modo, en todos sus efectos. En la generación de los seres vivos lo que se produce es una nueva unidad vital numéricamente distinta de la primera; no hay monismo. Pero lo producido es un "re-producido". En el engendro se refleja y denuncia el ser mismo del progenitor. La eficiencia de la generación pasa a segundo plano; lo decisivo es esa especie de imitación que hay en el efecto relativamente a su causa. El modelo de la causalidad en los seres inanimados es el choque; en los seres vivos, la imitación. La eficiencia no representa sino el mecanismo de esa proyección, pero la esencia de la causalidad está siempre en la proyección formal. Por ella es el hijo reproducción del padre, y, a su vez, el padre está más o menos presente en el hijo que en él reluce, como relucencia suya. Esto lleva a ver en la causalidad simplemente la presencia ad extra de la causa en el efecto. Hay, digámoslo desde ahora, diversos modos de esta presencia y, por consiguiente, distintos tipos de [417] causación. No es lo mismo la manera cómo el padre queda imitado por el hijo, que la manera cómo la vida, dentro del padre, se refleja integralmente en cada una de sus propiedades y funciones. Pues bien; extendamos esta idea a todo tipo de causalidad. El efecto no es simplemente algo recibido en un substratum, sino, si se me permite la expresión, la excitación, por parte de la causa, de la actividad del ser en el que va a producirse el efecto, para que la actividad de éste produzca, y por tanto reproduzca, aquello que en una u otra forma estaba precontenido en la actividad de la causa. De esta suerte el efecto es siempre, en una u otra medida, la imitación formal de la causa. Hay otros muchos modos de imitación y, por tanto, de presencia de la causa en el efecto. Mantengámoslo enérgicamente en la memoria para cuando hablemos de Dios y del ser sobrenatural. Siempre será que la causalidad es para los Padres griegos una expansión o proyección excéntrica de la actividad originaria en que el ser consiste. Al carácter extático del ser sigue el carácter proyectivo y excéntrico de la causalidad. De aquí derivan consecuencias importantes para una comprensión más honda del ser mismo.
Esta interna perfección activa de la vida le lleva, en efecto, a expandirse, precisamente por lo que ella es en sí misma. Lo que llamamos finalidad no es nada distinto del ser mismo de la causa: es la causa misma en cuanto "es". Esto significa que el ser de la causa es su misma entidad, razón por la cual ésta es causante; la entidad, desde el punto de vista terminal de su expansión, es lo que llamamos el bien. Por esto la causa es, en cuanto causa, buena. Y el efecto es "bueno" precisamente porque al reproducir la causa resplandece en él la bondad de ésta. La esencia de la causalidad es bondad, decía Alejandro de Hales: en la causa, porque es su propia perfección interna; en la actividad causal, porque despliega su perfección; en el efecto, porque la reproduce. Tratándose de seres finitos, claro está, esta unidad de perfección tiene el carácter de un despliegue, de una especie de tensión que se realiza en "dis-tensión" y "ex-tensión" y "pre-tensión". No entremos en el problema de esta articulación. Siempre será que el fondo ontológico de la causalidad es un agathón, un bonum, y que la manera finita de ejecutarse [418] es una tensión. A ella llamaron los griegos éros, amor, tendencia del ser a su propia y natural perfección. De ahí la interna implicación entre ser, unidad y bondad, que se expresa en la unidad más profunda del éros. Al ser, como bondad, lo llamaba Dionisio Areopagita una luz inteligible y una fuente inagotable. Tal vez la idea de irradiación recoja ambas imágenes. El ser es luz, pero lo es en el sentido de irradiación activa, de éros. Desde otro punto de vista: lo que constituye el ser es su unidad, y esta unidad es una actividad dirigida a realizarse a sí mismo, a realizar su propia forma. El bien es el principio mismo de lo que las cosas tienen, de aquello en que consisten; el ser de las cosas consiste en la "unión interna" con lo que ellas tienen; y esta unidad es una actividad unitaria y originante. Lo que llamamos la unidad del ser, vista desde fuera, no es, pues, sino la expresión de esta subordinación de lo tenido a la bondad y al éros mismo en que el sujeto consiste. La unidad expresa la primacía de la bondad sobre el ser. Por esto la causa es causa, porque es buena. Es principio porque es primero en el ser, y no al revés. Cuanto las cosas son, no puede ser entendido sino desde lo que tienen que llegar a ser, es decir, desde su bondad; realidad es su realización, su "llegar efectivo", su tender a ser sí mismas, su éros. En esta realidad de las cosas, los Padres griegos ven más la actualidad desde la actividad que la actividad desde la actualidad. De ahí que la unidad y la bondad trascendentales no sean "pasiones" del ser, es decir, afecciones consecutivas a él, sino su propia y positiva constitución interna. El ser es uno y bueno por si mismo, no por su división de otro, ni por su ordenación a otro. Más aún: como ser consiste en llegar a ser, lo que el ser es, manifiesta su propia bondad, aquello que es el ser en su íntima y radical entidad; y éste su carácter manifestatorio que lo que llamamos esencia de un ser tiene relativamente al ser de quien es esencia, es lo que se llama la verdad, en sentido ontológico. Lo que llamamos la esencia de los seres, en cuanto mero correlato de su definición, es siempre algo sido; y en este "sido" hay que ver su contenido desde la acción misma por la que ha llegado a ser; la esencia, como correlato de la definición, es el precipitado del propio ser. Por esto los Padres griegos jamás llamaron esencia al mero [419] correlato de una "definición esencial"; entendieron más bien por esencia la actividad del ser mismo en cuanto raíz de todas sus notas. Si se quiere, la esencia de la esencia es "esenciar". Fue para ellos siempre algo insondable y que no puede ser entendido sino en las dynámeis, en las perfecciones potentes de las cosas, cuyo ser (el de las dynámeis) consiste en manifestar la insondable raíz unitaria de la esencia. Las dynámeis son la verdad, como veremos inmediatamente. Unidad, verdad y bondad pertenecen por esto al ser en sí mismo y no por su referencia a otros.
Finalmente, tratándose de entes finitos, es fácil observar que todos los hijos de todas las generaciones reproducen no sólo la unidad abstracta de su especie, sino, en cierto modo, la unidad concreta de su común progenitor. Por esto, en virtud de ser, cada ser vivo está triplemente unificado: ser es unidad ante todo consigo mismo; el ser es, en definitiva, intimidad metafísica; ser es, además, unidad de relucencia con su progenitor, es unidad de origen; ser es, finalmente, unidad de todos los individuos en su especie y hasta en su generación; por su propio ser cada ente está en comunidad. En esta articulación entre intimidad, originación y comunicación estriba la estructura metafísica última del ser. El ser es el ser de sí mismo, el ser recibido y el ser en común. No entremos en este problema, que nos llevaría a una metafísica sistemática. Digamos, entre paréntesis, que el célebre realismo neoplatónico de los universales muestra por este lado una interesante perspectiva que no hago sino indicar.
En esta ingente estructura metafísica volvamos ahora la mirada sobre el punto de partida. El ser era ousía, tesoro, riqueza. Pero esta riqueza así considerada está escondida en sí misma. Las potencias no son sino la expresión patente de ese tesoro escondido, como los actos lo son de las potencias. De ahí que la verdad del ente sean sus potencias, y la verdad de las potencias, sus actos. Pero al decirlo no perdamos de vista las consideraciones anteriores. Toda esta metafísica es activista. Las potencias son manifestaciones de la esencia, porque son la plenitud activa de su ser, y los actos son manifestaciones de la potencia por idéntica razón; los actos no son sino la ratificación de las [420] potencias, expansión o efusión de aquello en que el ser consiste e Por tanto, en la potencia y en los actos está presente el ser por modo de relucencia formal. De aquí una doble denominación. En primer lugar, potencias y actos dan a entender, denuncian lo que el ser era ya: es a lo que los griegos llamaron dóxa; esta manifestación patente a los ojos de todos es, desde el punto de vista de lo manifestado, su verdad, a-létheia, revelación. Y desde el punto de vista de su publicidad es una proclamación de su bonum, su gloria. De ahí la interna unidad entre verdad y gloria como dóxa. En segundo lugar, tomando el contenido de la dóxa en sí mismo, resulta ser el cuadro explícito de las perfecciones de la esencia radical. Por esta relación puede llamársele semejanza de ésta; pero no una semejanza como relación externa, sino una asimilación interna. Por el hecho de ser expresión de la esencia, es ya una semejanza suya; y por ser semejanza de la esencia es una manifestación suya. A esta semejanza los griegos llamaron eikón, imagen. Por proceder de la esencia (ektypoma) es ya una semejanza (homoíoma), y por dejar relucir en ella a la esencia, es una verdad suya, nos la hace visible (ekphantoriké) y nos la muestra (deiktiké). La verdad así entendida no es puramente lógica, sino ontológica: una estructura del ser. El ser eikonal nos revierte a la esencia de quien es semejante, y, por tanto, es la última expresión de la unidad del ser consigo mismo. No olvidemos la diferencia profunda de esta noción griega de eikón con la latina de imago. La imago es imagen porque se parece a lo imaginado; pero el eikón se parece a lo imaginado porque procede de él. Las propiedades de las cosas y sus efectos son en este sentido eikonal similitudo, imago, ac derivatio, que nada tienen que ver con el ejemplarismo occidental.
En realidad, pues, el ser, aun finito, es actividad, y sus actos no consisten sino en volver a sí mismo: epísodis eís hautó, marcha hacia lo mismo, la llamaba ya Aristóteles.
Para terminar con estos prolegómenos bastará indicar que no todos los seres tienen el mismo carácter entitativo ni misma perfección ontológica. Partamos una vez más de los seres vivos. Su unidad es puramente natural: es y deriva de lo que las cosas son en sí mismas. Junto a ellos los seres inanimados no son [421] sino una ínfima degradación, a diferencia de lo que en ellos vieron los latinos: la base a la cual la vida agrega una nueva perfección. Pero en el hombre hay algo más. Toda mi naturaleza y mis dotes individuales no sólo están en mí, sino que son mías. Hay en mí, pues, una relación especial entre lo que yo soy y aquel que soy, entre el qué y el quién, entre naturaleza y persona. La naturaleza es siempre algo tenido; la persona es el que tiene. Pero esta relación puede entenderse desde dos puntos de vista, y el sentido del "tener" es radicalmente distinto en ambas perspectivas. Puede verse en la persona la manera excelente de realizarse la naturaleza, el último término que completa la sustancia individual; pero puede verse al revés en la naturaleza la manera cómo me realizo a mí mismo como persona. Entonces la persona no es un complemento de la naturaleza, sino un principio para la subsistencia de ésta. La persona, dice San Juan Damasceno, quiere tener (thélei ékhein) sustancia con accidentes y subsistir por sí misma. El ser no significa en primera línea sustancia, sino subsistencia personal o no. "La persona —continúa el Damasceno— significa el ser (to eínai)." Por esto es esencial a la persona, dice Ricardo de San Víctor (inspirándose especialmente en San Basilio el Grande), la manera de estar constituida en la realidad. Esta manera es lo que los teólogos llaman desde antiguo "relación de origen". Yo soy yo, y mi humanidad individual, aquello que me viene y en que yo consisto para poder subsistir. Para los griegos y los victorinos lo que formalmente constituye la persona es una relación de origen (San Buenaventura lo repite textualmente); lo que constituye la naturaleza es algo en cierto modo abstracto y bruto, por muy individualizada que se la considere. Ricardo de San Victor introdujo una terminología que no hizo fortuna, pero que es maravillosa. Llamó a la naturaleza sistencia; y la persona es el modo de tener naturaleza; su origen, el "". Y creó entonces la palabra existencia como designación unitaria del ser personal. Aquí existencia no significa el hecho vulgar de estar existiendo, sino que es una característica del modo de existir: el ser personal. La persona es alguien que es algo por ella tenido para ser: sistit pero ex. Este "ex" expresa el grado supremo de unidad del ser, la unidad consigo mismo en [422] intimidad personal. Aquí la unidad personal es el principio y la forma suprema de unificación: el modo de unificarse la naturaleza y sus actos en la intimidad de la persona. La palabra intimidad está tomada aquí en sentido etimológico: significa lo más interior y hondo, en este caso la subsistencia personal. Por ser persona, todo ser personal se halla referido a alguien de quien recibió su naturaleza, y además a alguien que pueda compartirla. La persona está esencial, constitutiva y formalmente referida a Dios y a los demás hombres. Comprendemos ahora que el éros de la naturaleza reviste un carácter nuevo. La efusión y expansión del ser personal no es como la tensión natural del éros: se expande y difunde por la perfección personal de lo que ya se es. Es la donación, la agápe que nos lleva a Dios y a los demás hombres.
Con estos prenotandos nos encontramos ya en situación de poder entender mejor la manera cómo los Padres griegos interpretaron la frase neotestamentaria de que Dios es amor. Es una definición metafísica. Dios es el supremo de los seres, y su supremacía misma se expresa en el amor. Es el más extático de los entes, porque en cierto modo es el éxtasis subsistente. Pero aquí es menester volver a insistir sobre lo que anteriormente llevamos dicho. En metafísica, diferencias que aparentemente son sólo verbales, prolongadas pueden llevar a mentalidades y conceptos completamente distintos. Las diferentes maneras de concebir el ser y la causalidad llevan a distintas concepciones de Dios.
De Aristóteles deriva la idea de que Dios es puro acto, enérgeia. Puro significa que no tiene en su naturaleza nada que le lleve a desplegarse, como acontece en los seres finitos, sino que es un acto subsistente. Nadie tiene una intuición adecuada de Dios; sólo tenemos conceptos humanos. Tratándose de Dios, nuestros conceptos se convierten en vías analógicas, en caminos por los que intentamos llegar intelectualmente a Él. Por eso el resultado humano, nuestro concepto de Dios, será diverso según sean las vías por las que emprendamos la marcha. Recordemos ahora los dos sentidos de la palabra acto como designación del ser. Si se entiende por acto la actualidad, concebiremos a Dios como una actualidad pura y perfecta, es decir, como [423] un ente en quien no hay potencialidad ni virtualidad de ninguna especie, ni física ni metafísica. Es un ente cuyo ser no es metafísicamente defectivo. No le falta nada en la línea del ser. Pero si entendemos por acto actividad, entonces Dios será la actividad pura y subsistente. Recordemos ahora que si del movimiento quitamos la mutación, nos queda la operación, algo activo. En este sentido los Padres griegos concibieron a Dios más que como un ente puramente actual, como un ente que consiste en pura acción, y, por tanto, en vida perfecta. No es tan sólo que a Dios no le falte nada, sino que es positivamente la plenitud del ser como acción. Mejor que existencia, lo que hay en Dios es la operación misma del existir. Se plantearon inclusive el problema de si la palabra Theós, Dios, designa primariamente una naturaleza (la deidad), o una operación. No dudaron en decidirse por esto último. Esa acción pura es, ea ipso, una unidad subsistente, en el sentido más alto, de absoluta Posesión de sí misma. Dios es la mismidad misma. De ahí que sea persona subsistente (volveremos sobre ello a renglón seguido a propósito de la trinidad personal). La perspectiva teológica de los griegos es muy distinta de la latina. Es una teología esencialmente personalista. El movimiento primario con una prioridad metafísica e intelectual, y no sólo de hecho, del hombre a Dios es un movimiento de persona a persona.
Si queremos precisar más la índole de esta acción pura y subsistente en que Dios consiste, Dionisio Areopagita nos facilitará la respuesta. En los seres creados la unidad se despliega en un éros que tiende a realizar algo, su propio bien. Pero en Dios esa unidad es pura, es su propia realidad. Su éros es un éros subsistente, y como personal que es, es agápe subsistente. En Dios precisamente asistimos a la raíz pura del ser, y, por tanto, en Él no puede entenderse el ser sino desde la bondad. Por esto su ser, que es infinito, es infinitamente extático; tiende a comunicarse como fuente infinita (pegé), como fontanalis plenitudo.[3] La infinidad de su mismidad es, eo ipso, la [424] infinitud de su éxtasis personal. Sólo un ente infinitamente íntimo puede ser infinitamente comunicable. El hombre habla de Él confiriéndole, para entenderlo de algún modo, muchos nombres o predicados. Pero la manera como los entiende Dionisio Areopagita difiere del modo como los vieron casi todos los occidentales. Para éstos, Dios, por ejemplo, tiene sabiduría, y por esto decimos que es sabio. Pero en los griegos la relación es inversa. Las potencias o propiedades no son sino la explicitud del tesoro de la esencia. De ahí que los atributos de Dios sean sus dynámeis, la infinita riqueza de su ser, y, por tanto, la expresión de lo que escondidamente es ya en su esencia. El razonamiento de Dionisio es, pues, inverso al de los occidentales: Dios es sabio, y por esto decimos que tiene sabiduría. Los atributos de Dios se convierten en la verdad de su infinita esencia. Expresan lo que Dios es ya. Y como a Dios hay que concebirlo ante todo como persona, estos atributos revisten en buena medida —lo vamos a ver en seguida.— carácter personal. En los seres finitos la primacía de la bondad sobre el ser es imperfecta, y por esto su éros es siempre dinámico.
Esto es Dios para los griegos. Una pura acción personal, insondable; en la pureza de su acto va expresado ya el carácter de su persona. En Dios la naturaleza es tenida por identidad radical en la persona. Visto desde fuera, se manifiesta como éxtasis infinito, como fecundidad infinita; y por esto concebimos a Dios como amor. Su unidad metafísica es su éxtasis. Y en la pureza de su acto se expresa finalmente, también, la absoluta unificación de todos los atributos con su propio ser, en intimidad metafísica.
He aquí, pues, más o menos logrado, el punto de partida. Dios es esencialmente una pura acción, un puro amor personal. Como tal, extático y efusivo. La estructura de este éxtasis es la efusión misma del amor en tres planos distintos: una efusión interna, la vida trinitaria; una creación externa y una donación deificante. Es lo que vamos a ver.
Para evitar repeticiones inútiles, ruego al lector que trate de realizar todos los conceptos que aparezcan en la exposición, dentro del esquema anteriormente diseñado.
[425]
PROCESION
La existencia de procesiones divinas sólo la conocemos por revelación. La razón por sí sola jamás hubiera podido barruntar que la fecundidad interna del ser divino condujera a la producción de una serie de términos personales realmente distintos; en una palabra, el hecho de que en Dios haya procesiones personales reales es un dato revelado. Es asimismo un dato de revelación y de razón a un tiempo que no hay tres dioses: "Tres son los que atestiguan en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son uno solo" (I Jo., 5, 7). Lo único que la teología puede intentar es reducir a un mínimum los supuestos revelados mismos para descubrir en ellos una interna concatenación, y tratar de concebir analógica y eminentemente el que pueda ser así, o por lo menos que no es imposible que sea así.
Y aquí es donde el pensamiento griego y el latino hacen más visibles sus divergencias. Los latinos, siguiendo la ruta trazada por San Agustín, parten de la unidad de Dios, del segundo miembro del texto citado. Su problema estriba entonces en concebir la trinidad de personas (primer miembro) sin mengua de esta unidad primaria. Los griegos, en cambio, siguieron el orden mismo del texto. Trataron de entender la índole de cada persona, y su problema estriba en concebir cómo esas tres personas sean sólo una misma cosa. Esta diferencia de actitud viene implicada ya en su concepto del ser y de la persona. Los latinos propendieron a ver en Dios, ante todo, una naturaleza a la que nada falta, y que, por consiguiente, tiene racionalidad, y, por tanto, personalidad. Los griegos ven en Dios, ante todo, una [426] persona que en cierto modo se realiza en su propia naturaleza. El resultado será claro. Los latinos verán en Dios una sola naturaleza que subsiste en tres personas; distintas por su relación de origen, las personas ante todo se oponen. Los griegos verán más bien cómo Dios al realizarse como persona se tripersonaliza, de tal suerte que la trinidad de personas es justamente la manera metafísica de tener una naturaleza idéntica; las personas no comienzan por oponerse, sino por implicarse y reclamarse en su respectiva distinción. Mientras para los latinos cada persona está en la otra en el sentido de que las tres tienen una naturaleza numéricamente idéntica, para los griegos cada persona no puede existir sino produciendo la otra, y del concurso de esta producción personal queda asegurada (si se me permite la expresión) la idéntica naturaleza de un solo Dios. Para los griegos, la trinidad es el modo misterioso de ser un Dios infinito, uno por naturaleza. Para los latinos, la trinidad .es el modo misterioso cómo la unidad subsiste en tres personas.
El punto de partida de la concepción griega fue claramente visto y expresado por Ricardo de San Víctor. La persona está formalmente constituida por una relación de origen frente a su propia naturaleza. En el hombre, persona finita, la naturaleza es algo que la persona tiene, pero que le está dado. En Dios su naturaleza no está obtenida: la tiene por sí mismo. Por esto es persona infinita. Y por esto es también infinita su fecundidad, porque el ser es agápe, amor. Que esta fecundidad sea productiva de personas, éste es el misterio revelado. Pero supuesta la revelación, la razón puede barruntar por lo menos la congruencia de los datos revelados.
Recordemos nuevamente que el amor en este sentido metafísico no se refiere al acto de una facultad especial llamada voluntad a diferencia del entendimiento. Los griegos vieron en el amor el éxtasis mismo del ser, algo que abarca in radice al entendimiento y a la voluntad como facultades distintas: por ser activas son ya dynámeis, expresión del ser de su propia expansión. Siglos más tarde, Durando, Herveus, Natalis y otros recogerán esta idea a través de la escuela franciscana: el principio de las procesiones divinas es la fecundidad del ser de Dios. Que el amor sea principio de la vida trinitaria puede entenderse [427] en varios pasajes del nuevo Testamento (Jo. 3,35; 10,17; 15,9; 17, 23-26; Ef. 1,6; Col. 1,13, etc). Así, San Máximo: "Dios Padre, movido (kinetheîs) por un eterno amor, ha procedido a la distinción de personas." El amor y el movimiento como pura actividad es, pues, para los griegos el principio de la vida trinitaria. Los griegos partieron de que Dios es Padre.
¿Cómo representarse entonces esta vida? He aquí cómo la concibe alguno de los más ilustres intérpretes de la teología griega. Tomemos como punto de partida Dios, considerado indistintamente, mas siempre como persona. En Él está la infinitud del ser divino, pero como un tesoro escondido; es la ousía misma de Dios, en su pureza metafísica, como actividad y acción pura. ¿Quién es este Dios personal? El abismo insondable de la divinidad, de quien dijo San Juan "a Dios nadie lo ha visto". Esta esencia es personalmente subsistente, y su subsistencia personal le viene de no ser recibida. Pero del sujeto nacen sus perfecciones; en ellas se expresa la riqueza oculta de la esencia. Como Dios es acto puro, estas perfecciones no añaden nada real a la esencia, como no sea su propia explicitud. Entonces la esencia reviste un segundo modo de ser personal. Es la misma esencia de la primera persona en cuanto verdad sobre su propio ser. La primera persona por el éxtasis infinito de su ser se hace infinitamente patente en el Hijo. Y por tanto, se convierte en Padre en el momento mismo en que por su expresión queda engendrado el Hijo. Veremos en seguida por qué. En todo caso, resulta claro que el Padre no es Padre sino porque engendra al Hijo (a diferencia de los latinos, para quienes engendra porque es Padre). De tal suerte, que San Buenaventura pudo llamar al Padre generatio inchoata, y al Hijo, generatio completa. Es la personificación de la ousía y de las dynámeis. He aquí cómo el Hijo procede inmediatamente del Padre. Pero hay más. En toda "virtuosidad" hay dos estados posibles y distintos en los seres finitos. Yo puedo saber muchas cosas, y, sin embargo, no estar pensando siempre en ellas. Cuando las pienso efectivamente, Aristóteles nos dice que no se trata propiamente de un incremento de la potencia, sino de una simple ratificación o afirmación de ella. Es una operación que marcha no hacia lo otro, sino hacia sí mismo. Pues bien: en Dios la persona del [428] Hijo contiene explícita la riqueza de la esencia divina. El Hijo es la personificación de la dynamis del Padre. Es su perfección "engendrada", porque la dynamis es, en todo ser vivo, la expresión genética de su naturaleza. Pero estas perfecciones son precisamente toda y sola la verdad de la esencia; tan verdad, que en cuanto esencia son idénticas a ella. Si ahora expreso estas perfecciones como actos que revierten idénticamente a la esencia, haciendo de ella la expresión de un "acto puro", habré personificado el aspecto de enérgeia del ser divino. Es la persona del Espíritu Santo.[4] Los Padres griegos llamaron por esto al Espíritu Santo Manifestador. Y como toda enérgeia, representa un télos. Puede decirse entonces que el Espíritu Santo es la completio Trinitatis. Tomemos un atributo cualquiera de Dios, por ejemplo, la sabiduría. Dios es sabio. Pero esta afirmación tiene tres aspectos: primero, un sabio; es el Padre. El Padre engendra su propia sabiduría, es el Hijo. La pura actualidad de esta sabiduría es idéntica a la esencia de donde parte: es el Espíritu Santo, llamado por esto enérgeia y télos, pléroma de la Trinidad. Dios es sabio (Padre) por su Sabiduría (Hijo), por la que siempre está en acto de sabiduría (Espíritu Santo): el Espíritu Santo procede así del Padre por el Hijo. Es el diagrama griego.[5] Así, para San Gregorio Nacianceno el Padre es el Verdadero (alethinós), el Hijo es la Verdad (alétheia), el Espíritu Santo es el espíritu de la Verdad (pneûma tes aletheías). Y San Gregorio Niceno dice: "La fuente de la dynamis es el Padre, la dynamis del Padre es el Hijo, el espíritu de la dynamis es el Espíritu Santo." [429]
Ahora podemos tal vez entender menos mal cómo estos predicados que en la teología latina son propios de la deidad sean en la griega denominaciones personales. Y entendemos también cómo gracias a la trinidad de personas Dios se constituye a sí mismo en el acto puro de una e idéntica naturaleza. Cada persona se distingue de los demás en el modo de tener su naturaleza divina. En el Padre, como principio; en el Hijo, como perfección principiada; en el Espíritu Santo, como autodonación en acto. La naturaleza de Dios es indivisiblemente idéntica en acto puro a la esencia: es la mismidad activa del amor. Dios es acto puro gracias, sí se permite la expresión, a la trinidad de personas. Cada una de las dimensiones del acto puro está realizada por una persona, en el sentido explicado. Es lo que se llamó la perikhoresis o circunmincesión de las personas divinas. Cada persona no puede afirmar, en cierto modo, la plenitud infinita de su naturaleza, sino produciendo la otra. Para la teología latina, en cambio, según indicábamos, la circumincesión significa que cada persona está efectivamente en las demás por el hecho de tener idéntica naturaleza numérica con ellas.
Dentro de este esquema ordenan los griegos su interpretación de cada una de las personas.
En primer lugar, el Padree Tanto la teología griega como la latina ven su carácter formal en la innascibilidad; agénnetos, dice el sirio San Juan Damasceno. Pero la diferencia está en el modo de entender esta innascibilidad. Para los latinos es una nota meramente negativa; consiste en no proceder de nada. Para los griegos es una nota positiva; consiste en ser principio o fuente metafísicamente primaria de su propia riqueza. Y este carácter fontanal es la propiedad personal que caracteriza al Padre. Digamos de paso que esta expresión no tiene el sentido de una causalidad eficiente que repugnaría a la simplicidad del ser divino: el Padre es principio y fuente, pero no causa.
Las diferencias se acentúan al tratarse de la persona del Hijo. Los latinos trataron de entender la generación del Hijo desde la propia naturaleza divina. Trataron de descubrir en ella algo cuyo término fuera una transmisión de naturaleza, término que, por consiguiente, merecería rigurosamente designarse con el nombre de Hijo, porque su razón de ser consistiría [430] en haber recibido una naturaleza idéntica a la del Padre. El nombre de generación estaría justificado, pues, por el término final de la procesión. El punto de vista de los griegos es inverso. Parten del hecho de la generación, y, en consecuencia, su término tiene que poseer una naturaleza idéntica a la del Padre. Los latinos tratan de entender que en Dios hay generación, y, por tanto, que su término es un Hijo. Los griegos parten de que en Dios hay generación y, por tanto, un Hijo, y tratan de entender en qué consiste su carácter personal. El proceso en que los latinos se fijaron fue la intelección; el proceso en que los griegos se fijaron fue la expansión fecunda de la esencia de un ser vivo en sus propias perfecciones vitales. De aquí la distinta manera cómo las dos teologías interpretan el dato revelado. En el prólogo del cuarto Evangelio se nos dice que el Hijo es el Logos del Padre. Los latinos vieron en el Logos el Verbum mentis. Como su esencia consiste en reproducir intencionalmente la naturaleza de lo conceptuado, se apoyaron en la intelección para entender la generación divina; es generación porque lo denuncia así su término, esto es, la identidad de la naturaleza recibida. Para los griegos la identidad de naturaleza es expresión de la generación. Los griegos jamás entendieron que el Logos fuera la razón formal de la filiación. El Padre produce y engendra al Hijo simplemente por la fecundidad interna y extática de su ser. Todas las demás denominaciones, inclusive la de Logos, suponen previamente que su sujeto es ya Hijo. El Hijo es Logos, pero no es Hijo por el Logos. En el Hijo su razón formal está en ser engendrado. Lo engendrado, por el mero hecho de serlo, es ya la semejanza misma de la naturaleza del Padre. Y la razón formal de la nueva persona estriba en la índole misma de la generación. Lo engendrado es la perfección oculta en el Padre; pero en forma manifiesta. Ahora podemos comprender más exactamente qué son esos dynámeis que se personifican en el Hijo. No son nada plural; es pura y simplemente la perfección misma de la ousía paterna hecha visible; es una única dynamis la dynamis misma del ser divino. "No hay en el Padre —escribe el teólogo de Damasco— Logos, Sabiduría, Poder, Voluntad, sino tan sólo el Hijo, que es la única dynamis del Padre." [431]
¿Qué sentido tiene entonces el nombre de Logos para los griegos? Nuestro Maldonado observaba ya que no solamente San Juan es el único en llamar Logos al Hijo, sino que, además, no lo hace sino en el prólogo a su Evangelio. Lo explica diciendo que era tradición israelita de los últimos siglos anteriores a Cristo llamar al Hijo Palabra, y, por tanto, el texto significaría tan sólo que el Hijo es el único verdadero Logos. Maldonado no hace sino recoger la tradición griega. El Logos jamás fue para un griego el concepto mental como engendro de la inteligencia, sino la palabra que se dirige a otro o a sí mismo para comunicar una verdad. El Logos es, ante todo, algo que va de persona a persona. Es una propiedad más personal que natural. La aplicación de este nombre al Hijo expresa el carácter inmaterial de la generación divina, y al propio tiempo la divinidad del Hijo. Porque la palabra es eikón. o imagen de lo que hay en la mente. Recuérdese ahora el sentido ya explicado de esta expresión; por proceder de la ousía es eikón y no al revés, como si procediera de ella precisamente porque resulta que se le parece. Volveremos más tarde sobre ello. Pero esto nos descubre ya que el Hijo en cuanto Logos es comparado a la palabra proferida (logos prophorikós). En cambio, el Logos como pensamiento está incluido en la persona del Padre, de quien el Logos filial no es sino expresión o manifestación. Por serlo, explica o expresa lo que es el Padre. El Hijo es la definición misma del Padre, su dóxa, su alétheia. Por esto decía San Juan "quien ha visto al Hijo ha visto al Padre", a pesar de que nos dijera que "a Dios nadie le había visto". A Dios, en cuanto puro principio como Padre, no. Pero precisamente lo que hay en Él está exhaustivamente expreso y explicado en el Hijo. Y esta es la razón personal de Éste. Por esto pudo decir San Ireneo, según volveremos a recordar, que el Hijo es la definición divina de Dios. Pero dejamos de lado, por el momento, el ser eikonal del Hijo.
La tercera persona es el Espíritu Santo. Dos palabras acerca de este nombre: Espíritu, pueúma, significa siempre para los griegos hálito, soplo; es lo que corresponde al Logos como prolación. Se quiere indicar, pues, que en la tercera persona se contiene una reversión inmaterial y divina de la segunda a la primera, en el sentido de una simple ratificación. Santo, hágion, [432] es un atributo moral o religioso. Santo no es sino lo divino. Aplicado a la tercera persona, indica que el espíritu viene de Dios y es Dios. La raíz de esta denominación procede de lo siguiente: el Espíritu Santo tiene como una de sus funciones propias ejecutar la creación. Por esto se le llama espíritu, porque es el soplo mismo con que la palabra divina produce las cosas según el relato del Génesis. Y una de sus obras es la deificación del hombre. Si lo deifica es que es Dios, dijeron los griegos. Así es como interpretaron el nombre de Espíritu Santo: es el Vivificador. Pero su razón personal consiste en ratificar la manifestación del Padre por el Hijo. El Hijo es la verdad del Padre, y el Espíritu Santo nos manifiesta que el Hijo es la verdad del Padre. Desde el punto de vista de la actividad vital: el Hijo es la dynamis del Padre, y el Espíritu Santo expresa que esta dynamis es idéntica en acto puro a la ousía del Padre. Por esto los griegos lo llamaron enérgeia.
Comparadas las dos últimas personas con el Padre, los griegos les llamaron eikones, imágenes. Ya vimos lo que el vocablo significa para los griegos. Todo lo que procede de un principio, por el mero hecho de proceder de él, es una semejanza suya en que reluce aquel principio. Para los latinos, en cambio, lo producido es imagen tan sólo si se parece al principio. Así, para los latinos, el término de la generación divina es verdaderamente Hijo porque tiene la misma naturaleza del Padre; en cambio, para los griegos tiene la misma naturaleza que el Padre porque es Hijo. Pues bien: el Hijo y el Espíritu Santo son imágenes de Dios, pero en sentido distinto. El hijo es eikón porque procede inmediatamente del Padre; el Espíritu Santo lo es porque procede del Padre a través del Hijo, y consiste en manifestar la identidad de Éste con aquél: pneúma ek Patrós di’hyioû ekporeuómenon. Tal es el esquema griego.[6] [433]
No lo olvidemos: expresa no solamente la índole de la vida divina, sino también la estructura de la creación y de la deificación, como veremos en seguida. La identidad de la naturaleza divina, como acto puro, es como un proceso de autoidentificación primaria y radical obtenida por el amor personal a base de la distinción de las tres personas. Las tres personas, dice San Gregorio Nacianceno, marchan hacía lo Uno (prós hén). Las tres juntas no hacen sino expresar de un modo completo que Dios es acto puro. Las tres personas son, en frase de San Cirilo, "maneras de existir" (trópoi tes hypárxeos), donde "manera" no significa modos como el ser subsiste, sino estados o estadios personales del ser divino, la manera como Dios vive personalmente en una naturaleza una. El Padre, como principio; el Hijo, como perfección o poder. y el Espíritu Santo, como identificación actual. Por esto dice Alejandro de Hales que el ser divino no es, propiamente hablando, ni universal ni singular, sino que tiene algo de ambas cosas: universal, en cuanto a su expansibilidad; individual, en cuanto a su completa determinación. Contra todo triteismo, la perikhóresis, la [434] circumincesión es el modo de producir y mantener la unidad del ser divino como acto puro.
Si volvemos ahora a la definición de persona de Ricardo de San Víctor, fácilmente comprenderemos, según nuestro modo humano, lo que significa la trinidad. La razón formal de la personalidad está en el "ex", en la relación de origen. Los tres modos del "ex" son las tres personas cuya mutua implicación asegura su idéntica sistencia natural.
Pero, decía, el esquema griego no se limita a Dios. Su vida personal se prolonga por efusión de su ser en la creación y en la deificación. Vamos a verlo.
[435]
CREACION
El misterio de la creación hunde sus raíces en el amor. Para todo el Antiguo y el Nuevo Testamento el acto creador es una "llamada": "Llama a las cosas que no son como si fueran" (Rom., 4,17). En este sentido la creación es una palabra, un logos. Pero esta palabra ha sido pronunciada por el carácter extático del amor. Como raíz de esta palabra, y, por tanto, de las cosas mismas, el amor es un principio (arkhé) de todo. Pero esta efusión no tiene a su vez más sentido que el de difundirse, darse. De esta suerte, el amor no es sólo principio, sino también término (télos). Y lo es en un sentido absolutamente específico: la creación es una producción de lo "otro", pero como difusión de sí "mismo". Y, por tanto, la creación, a la vez que produce las cosas distintas de Dios, las mantiene en unidad ontológica con Él mediante la efusión. Vista desde Dios, la efusión del amor no consiste primariamente en unificar algo producido ya por creación, sino en producir el ámbito mismo de la alteridad como un unum proyectado ad extra; de suerte que lo existente sólo cobra su existencia por la unidad primaria, originaria y originante del amor. Vista desde las criaturas, la efusión del amor es una atracción ascensional hacia Dios. La unidad así entendida no es sino el reverso del acto creador mismo: son las dos caras de un solo amor-efusión.
Veamos un poco más detenidamente esta estructura de la creación según los Padres de la Iglesia griega.
Ante todo, salta a la vista una diferencia esencial con el amor como principio de la vida intradivina. Allí el amor comunica su idéntica naturaleza a cada una de las tres personas. [436]
Aquí no se trata de esto; sería un panteísmo. Los Padres lo combatieron enérgicamente frente al gnosticismo y al neoplatonismo de Plotino. En ese amor de carácter personal que es la agápe su nota característica es la liberalidad. Pero mientras tratándose de su propia naturaleza divina esa liberalidad significa simplemente autodonación natural, aquí significa la libertad con que, además, se complace en producir otras cosas, otras naturalezas.
En segundo lugar, esa producción misma es esencialmente diferente, aunque emerja de la misma raíz, en cierto modo, en que está anclada la expansión intrapersonal del ser divino. Mientras en Dios mismo esas procesiones formales existen por generación y por aspiración, aquí se trata de una producción trascendente: es la posición no sólo de otros, como acontece ad intra, sino, además, de otras cosas. Contra toda posible forma de emanatismo, el Nuevo Testamento y los Padres griegos insisten temáticamente en este carácter trascendente del acto creador frente a las procesiones inmanentes que producen las personas divinas.
Sin embargo, los Padres griegos no pierden de vista la unidad radical de las acciones divinas que se reducen (perdóneseme esta expresión) a su agápe, a su amor. La diferencia está en que ad intra, esa agápe es el ser mismo divino, mientras que ad extra es el imperio con que liberalmente quiere producir otras cosas. Exponiendo este problema, un ilustre teólogo reduce la diferencia a fórmula feliz: procesiones trinitarias y creación se distinguen como se distingue el vivir del mandar. Las cosas finitas proceden del imperio extático del amor. El origen de la finitud es un acto imperante.
Como este acto, aunque esencialmente distinto de las procesiones trinitarias, es, sin embargo, un acto de la misma agápe, los Padres griegos ven en la estructura del acto creador la traducción (si se me permite el vocablo) de la vida trinitaria al orden del mandato. La teología latina no ha visto en la creación sino una obra de la deidad, de la naturaleza de Dios, y concibió su relación con la trinidad como mera apropiación extrínseca. La teología griega desconoce las apropiaciones. Para ella trátase de la función propia personal de cada una de las [437] tres personas, incognoscible, es cierto, sin la revelación, pero asignable a base de ésta.
El Padre es siempre pegé, arkhé, fuente y principio de todo ser: del divino, en forma de paternidad, y del creado porque es un acto suyo el imperio del que emerge la criatura desde la nada. Pero el Hijo tiene función de logos paterno. Por esto este mandato, este logos, está justamente en el Hijo, en Él está expresa la verdad de lo que es el Padre, su dynamis, su explícita perfección; en Él está igualmente el contenido de su mandato. Por esto nos dice San Pablo que todo ha sido creado por el Hijo y en el Hijo. El acto de este poder es la enérgeia del Espíritu Santo: ad extra es la ejecución efectiva de lo que expresamente se contiene en el Logos filial por la prolación del Padre. De esta suerte, en el acto trascendente de la creación, las personas desempeñan en el orden de la causalidad la misma función que en la vida trinitaria. En la Trinidad el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo. En la creación el Espíritu Santo ejecuta lo que el Padre manda por el Hijo. No son apropiaciones, sino funciones causales de las personas. Así, escribía San Juan Damasceno, oudemía gàr hormé áneu Pneûmatos. De esta función ejecutiva del Espíritu Santo procede la denominación de enérgeia que le impusieran los griegos. "Todos los entes —dice San Basilio— tienen un solo principio, que actúa por el Hijo, y se consuma en el Espíritu Santo." "El Padre mismo —nos dice San Atanasio— produce y da todas las cosas por el Logos en el Espíritu." La creación es la Trinidad actuando causalmente ad extra. Tal es la idea griega.
Por esto, si consideramos el término trascendente del acto creador, veremos como precipitada en él esta misma estructura. Es la teoría del vestigium Trinitatis. Para verlo, actualicemos nuevamente algunas de las ideas expuestas páginas atrás. El ser es unidad activa o acción unitaria, como se quiera. Como tal, sólo se da en Dios: sólo Él "es", en este sentido. Recordemos asimismo que los teólogos griegos entendieron la causalidad eficiente desde el punto de vista de una "re-producción" formal. Vista desde la causa, es la proyección de ésta en el ser efectuado. Vista desde el efecto, es la presencia simplemente reluciente de la causa en aquél. Se comprende entonces que [438] para los griegos el acto causal de la creación Venga como contenido una progresiva relucencia de Dios fuera de sí mismo. Dionisio Areopagita compara por esto la creación a una iluminación extrínseca, a partir de la fuente del ser divino. No es panteísta. Es esencial a esta teoría de la causalidad, según vimos, admitir diversos modos de causalidad formal, es decir, diversos modos de presencia de la causa en el efecto. La presencia de Dios en las obras ad extra no es panteísmo. Volvamos ahora al acto creador en sí mismo. Dios Padre, por la riqueza infinita de su ser, "decide" ser imitado ad extra. Y expresa esta decisión en su logos. La decisión arranca de su mismo ser. De Él arranca, asimismo, toda la multitud de perfecciones en que quiere ser imitado. El contenido expreso de esta perfección está en el Hijo. El Hijo es, pues, en quien están formalmente las cosas antes de ser. En el Padre están tan sólo como en la raíz de que "sean" lo que van a ser. En el Hijo están "lo que van a ser". Es la primera forma del ejemplarismo. El Hijo, dice San Gregorio Niceno, es "el ejemplar de lo que no existe, el conservador de lo que existe, el presciente de lo que había de suceder". El Espíritu Santo realiza el imperio del Padre haciendo que haya cosas, y que éstas sean lo que está en el Hijo. La creación, pues, como acto absoluto de Dios, es una voz de Dios en la nada. El logos tiene un sujeto: la nada; y un predicado: las ideas divinas. El resultado es claro: la nada se transforma (si se permite la expresión) en "alguien" (sujeto), y las ideas se proyectan en este alguien haciendo de él un "algo" (predicado). De esta suerte queda determinada la estructura ontológica de la creación: el ente finito es ante todo una dualidad entre el que es y lo que es. Como, sin embargo, todo ser es uno, la entidad (ontótes la llamaba Alejandro de Afrodisia) del ser finito es la unificación entre el que es y lo que es. En eso consiste el esfuerzo activo del ser como operación: el esfuerzo por ser el que se es. Ser es mantenerse en sí mismo; es una "tensión" interna, correlato del arrastre ascensional, del éros hacia Dios. Por esto el ser es acción. Los Padres griegos adoptaron el vocabulario usual. El sujeto es el substrato (hypokeímenon); lo que él, es la forma (morphé, eîdos); y el ser de la cosa consiste en la unidad originante y originaria del sujeto por su forma, en [439] la que reluce la idea ejemplar del logos divino. El ser finito es una acción dirigida hacia su propia forma ejemplar. La forma así entendida es el agathón, el bien ontológico en que cada ser constitutivamente consiste; y en él reluce su bondad ideal y divina. De la plenitud de esta forma son expresión sus dynámeis, sus perfecciones entendidas como fecundidad operativa, y de éstas son expresión los actos, como acciones actuales, enérgeiai. En la dynamis se denuncia por irradiación el bien interior en que consiste la cosa; la dynamis es su dóxa y su alétheia. Tal es la estructura del ser finito.
Entonces se explica cómo, sin mengua de la distinción entre Dios y las criaturas, todo cuanto hay en éstas de ser positivo se deba a la presencia de Dios en ellas. Sí tratándose de la causalidad finita la acción del agente es recibida en el paciente, tratándose del actor creador el paciente y su paciencia no existen sino por su presencia en el agente. Somos, nos movemos y vivimos en Él, dirá San Pablo, repitiendo probablemente una fórmula ya tópica en toda su época.
La finitud es la unidad tensa en una dualidad. No se es sí mismo sino desde y en una alteridad constitutiva; al ser finito le compete ser lo "mismo" y lo "otro": es la mismidad en la alteridad.
De aquí se siguen dos consecuencias importantes.
La primera es la idea de la jerarqúía ontológica de los seres según su mayor o menor perfección formal. Como esta perfección es la expresión de una unidad, la gradación ontológica coincide con la mayor o menor mismidad íntima del ser.
En la cúspide, Dios, unidad subsistente e intimidad infinita. Después, formas cuya unidad se despliega y recoge en alteridad de notas internas: son los ángeles. Finalmente, el universo visible cuya estructura vamos a indicar a grandes rasgos.
Las cosas que tienen materia son unas, como todo ente, por su principio formal, pero aquí se introduce una nueva dimensión. En estos seres la forma está recibida en un sujeto caracterizado por una interna exterioridad; la alteridad es aquí exterioridad; la distinción, distancia. En consecuencia, la forma se extiende en el tiempo y en el espacio. Aquí, tiempo y espacio no son entidades geométricas, sino algo que afecta a la acción [440] formal del ser, haciendo de ella no simplemente una tensión sino una ex-tensión y una dís-tensión en sentido activo: la espaciosidad y la temporeidad, desde las que se recoge y se repliega el ser en interna unidad. Tiempo y espacio son así el ámbito en que están circunscritas las posibilidades de la acción en que el ser consiste. Por esto hay muchos modos distintos de estar en el tiempo y en el espacio. No insisto más aquí. Estas cosas materiales son de tres órdenes.
En primer lugar, los cuerpos (soma). Soma no significa en primera línea la simple materia pasiva e inerte, sino la manera cómo la unidad formal del ser tiene realidad en los límites circunscriptivos y definitivos que le impone su "extensión". Lo que llamamos materia es el ente somático. En rigor hay que entender la materia desde el soma, y no el soma desde la materia. Una observación esencial, que habrá que recordar cuando tratemos de la deificación.
Vienen después los seres vivos cuya vida es una unidad que está presente a la vez en todas las partes del cuerpo. A diferencia de los simples cuerpos en que su unidad se consuma en el repliegue consecutivo a su primaria extensión, en los seres vivos, por el contrario, la unidad preside activamente a la constitución del cuerpo. La vida es por esto, en cierto modo, sobre-espacial; pero no sobre-temporal.
Finalmente, el hombre, que por su espíritu absorbe y, por tanto, transciende originariamente el espacio y el tiempo en la unidad quiescente de su persona. La vida es una unidad idéntica en todos los puntos de su espacio vital. La persona es una unidad idénticamente presente en todos los momentos de su duración temporal; es, no sólo sobre-espacial, sino también sobre-temporal.
El Nuevo Testamento designa con precisión al ser de estas cosas: el ser de los cuerpos es luz (phós); es el ser de seres vivos, es su vida (zoé); el ser personal es espíritu (pneúma).[7] [441] Phós, Zoé, Pneûma fueron para el gnosticismo emanaciones de Dios. Para el Nuevo Testamento son tres proyecciones formales ad extra de Dios, en el sentido ya explicado.
Dios es luz, vida y espíritu de un modo eminente y principial. Las cosás están ante todo en el mundo, y lo que confiere a ellas, este su modo de ser puramente "presencial", es la luz; en ella y por ella reluce el ser divino (Ef., 5,13, b). Pero los seres vivos se hallan presentes en el mundo no sólo por su mero "estar"; su ser no es estar, sino vivir; la vida es en este sentido una proyección ad extra de la vitalidad divina. Finalmente hay entes que no sólo están y viven, sino que su presencialidad consiste en ser personas. Es lo propio de los espíritus. Dios en cuanto persona es lo que les confiere este modo de ser por una proyección creadora llamada pneûma. Phós, zoé, pneúma no designan primariamente tres sustancias, sino tres modos de ser. Más todavía: estos tres modos de ser no se excluyen; por el contrario, cada uno supone el anterior, absorbiéndolo en una unidad más alta. Observación esencial para todo sistema de metafísica. No insistamos.
En el hombre se dan a la vez tres dimensiones de la creación visible: que "el espíritu (pneûma) vuestro todo entero, y el alma (psyké) y el cuerpo (soma) se conserven sin tacha en el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo" (1 The., 5,23). El hombre tiene un cuerpo cuyo modo de realidad vital se llama carne (sárx). Tiene un alma (psykhé) como principio de animación y de vida, que está en todas las partes del cuerpo, pero que se desarrolla en el tiempo de su historia natural. Tiene un espíritu (pneûma), que abarca la totalidad de los momentos del tiempo, pero originariamente: el tiempo no es sino el despliegue de esa superior unidad transtemporal. Por esto el espíritu es a su modo eterno. Es lo que permanece en el hombre, y por tanto su único verdadero ser. Es él, entre todas las críaturas, aquélla que más se asemeja a Dios, su predilecta criatura, eikón, imagen suya. Esta imagen es el fondo del ser humano, su bien y su principio. De él emergen sus facultades de todo orden, y con ellas traza su vida en unidad íntima consigo mismo, en su fondo personal. No olvidemos esta estructura al hablar de la gracia. En el espíritu personal se manifiesta por [442] excelencia el carácter originariamente unitivo del amor: replegado sobre sí mismo, el espíritu está en la eternidad atraído por Dios. Esa voz en la nada que es el acto creador, esa "llamada" al ser, es en el caso del espíritu algo especial; no es una simple llamada, es una "vocación". Aquí lo llamado no sólo "es llamado", sino que "consiste en ser llamado"; de suerte que su ser pende de su "vocación divina". El espíritu no sólo tiene destinación, y no sólo tiene vocación, sino que es formal y constitutivamente un ente vocacional. Este tender, mejor dicho, este de-pender, es el destino: Dios, como destino del espíritu, no es algo extrínseco a él, sino que se halla inscrito en el sentido mismo de su ser. Para evitar toda falsa interpretación panteísta, baste recordar la estructura de la causalidad formal que hemos indicado ya varias veces.
He aquí, pues, la jerarquía, que pudiéramos llamar radial, de los seres. Es la primera de las dos consecuencias derivadas de la idea del ser finito que más arriba apuntamos. La creación es una irradiación ad extra del ser extático; pero las cosas "son" porque están manteniéndose en su ser por la atracción que padecen por parte del éros divino. Por él son unas. La obra del amor como principio del ser es henopoíesis, unificación.
La segunda consecuencia es la unidad cósmica de la creación. El ser, como unidad activa, unifica a las cosas en sí mismas y está unificado con Dios. Pero añadíamos, unifica también a cada cosa con todas las de su especie.[8] De aquí la idea de pluralidad de cosas en unidad cósmica. Pluralidad de cosas de misma especie: en las cosas materiales no solamente se da la alteridad interna de la forma, sino también la pluralidad numérica de los individuos. Una misma forma se proyecta sobre unos sujetos numéricamente distintos. De ahí resulta que se hallan, sin embargo, mutuamente referidos entre sí. Forman un orden, una táxis fundada en su ser mismo. Como estatuida por el creador, el Nuevo Testamento lo llama ktísis, y su unidad formal se llama kósmos. [443]
El hombre forma también un orden, un cosmos: es microcosmos. El espíritu, precisamente por ser imagen de Dios, es también amor personal, y como tal, difusión y efusión. Pero a diferencia de las demás criaturas del mundo, el espíritu humano tiene el amor de la agápe, el amor personal. Como tal, crea en torno suyo la unidad originaria del ámbito por el cual el "otro" queda primariamente aproximado a mí desde mi, queda convertido en mi "prójimo". Si el espíritu finito no produce al "otro", produce la "projimidad" del otro en cuanto tal. Por esto la forma primaria y radical de "sociedad" es la sociedad "personal". La social en el sentido más usual del vocablo es algo derivado: el precipitado "natural" de lo "personal". El amor, antes que una relación consecutiva a dos personas, es la creación originaria de un ámbito efusivo dentro del cual, y sólo dentro del cual, puede darse el otro como otro. Este es el sentido de toda posible comunidad entre hombres: una relación que no se funda en la vida, ni recae sobre ella, sino tan sólo en la personalidad misma. Los seres vivos tienen éros; solamente las personas son amor en sentido estricto. La fraternidad del Evangelio, por esto, es todo antes que una virtud puramente ética. Muchas veces el Nuevo Testamento reserva el nombre de cosmos a esta unidad personal de todos los hombres. Por éste su ser espiritual o pneumático posee el hombre una superioridad metafísica en la creación: es su rey. De aquí que el cosmos entero signifique entonces no tanto el conjunto de la creación, sino el teatro de la existencia humana. Desde este punto de vista, las cosas se presentan como dificultades o facilidades para la realización de la persona humana. A esto es a lo que más propiamente todavía suele llamar muchas veces el Nuevo Testamento cosmos. Es, si se quiere, el sistema de posibilidades que las cosas ofrecen por la situación con-creta en que el hombre se halla.
Pero este cosmos tuvo un comienzo (arkhé) y tendrá un acabamiento (télos). Al cosmos, como ser de la creación, le compete también un tiempo propio, que el Nuevo Testamento llama aión, eón; si se quiere "siglo" (por ejemplo, I Cor., 2,6). Pero este tiempo no es una vacía duración indefinida, sino un plazo de tiempo, propio al cosmos, por tanto internamente [444] limitado y calificado: el tiempo durante el cual la creación se extiende, y que puede traducirse por la duración de los siglos. Este carácter del tiempo cósmico permite hablar del "comienzo de los tiempos", y, como veremos, también de la "consumación de los tiempos". Recordemos, asimismo, la idea de la "plenitud de los tiempos". Y al igual que cosmos, eón ha venido por aquí a significar también el conjunto de las cosas mismas, y sobre todo, el conjunto de estas cosas como t.eatro de la existencia humana; con lo que en ocasiones resultan sinónimos eón y kósmos (I Cor., 3,19; 2,6).
En definitiva, desde el punto de vista cósmico, el modo de ser de la creación visible, el carácter de su unidad ontológica, es ser a la vez mundo y siglo: espaciosidad y temporeidad cósmicas. Frente a ello, el modo de ser de Dios mismo es pura inmensidad y eternidad. Está en todo, pero por encima de todo; y es eterno, pero está por encima del tiempo, porque lo que llamamos impropiamente su eterna duración es más bien su plena posesión de sí mismo, su acción subsistente. Entre la eternidad divina y la limitación temporal de lo creado hay todavía algo distinto: el otro eón, el otro siglo, propio del otro mundo.
Concluyamos. Una vez más, para los griegos, la creación es un vestigio de la Trinidad. Las cosas ejercitan su ser por la operación causal del Espíritu Santo; éste los lleva a realizar su imagen ejemplar que está en el Hijo, y a unirse a la fuente del ser que está en el Padre, del cual recibieron, por el Hijo y en el Espíritu Santo, su propia realidad. Lo mismo tratándose de cada cosa que tratándose del cosmos: es la idea escatológica de la historia del cosmos, de que hablaremos después.
[445]
DEIFICACION
Junto a esta efusión creadora por la que Dios produce las cosas, ha realizado una segunda efusión ad extra. Si queremos encontrar un nombre genérico para designarla, la llamaremos deificación. La deificación no es, propiamente hablando, creación. En la creación se producen cosas distintas de Dios; en la deificación Dios se da personalmente a sí mismo. Es una efusión donante a la creación. Vista desde las criaturas, es una unificación de ellas con la vida personal de Dios. El ciclo del amor extático divino se completa de esta suerte. En la Trinidad, Dios vive; en la creación, produce cosas; en la deificación, las eleva para asociarlas a su vida personal.
La deificación, así entendida, tiene dos momentos perfectamente distintos. En un primer sentido, Dios mismo hace de una naturaleza creada, el hombre, la naturaleza de su propio ser personal, metafísicamente considerado. Esta unidad metafísica, sobresustancial y personal, es la realidad de Cristo. A esta efusión deificante se la llama Encarnación. Pero —segundo momento— por medio de Cristo los demás hombres obtienen una participación de su vida personal en la vida personal de Dios: es la Santificación. La Santificación es, por consiguiente, una prolongación de la Encarnación. Los teólogos la llaman deificación accidental porque no constituye la persona del hombre, sino que se limita a elevarla a la vida personal de Dios. De hecho es a lo que más propiamente suele llamarse deificación. Pero los propios Padres griegos usan no pocas veces este vocablo como expresión genérica de la deificación del hombre incluyendo a Cristo. [446]
Digamos inmediatamente que en la mente de San Pablo la creación material entera no es ajena a este proceso. De alguna manera se halla afectada por él. En definitiva, pues, bien puede hablarse en un sentido lato de deificación como término o complemento del ciclo entero del amor extático en que consiste el ser de Dios.
El primer gran estadio de la deificación está constituido por la donación metafísica de la propia persona .divina a una naturaleza humana. Naturalmente, la persona encarnada es tan sólo la del Hijo. Pero en la concepción griega de la Trinidad, las tres personas se reclaman. De ahí su colaboración personal en la Encarnación. Como veremos, no es para los griegos una arbitrariedad el que sea justamente la persona del Hijo la única que formalmente tomó carne humana.
San Pablo expresa el complejo hecho de la Encarnación de Cristo en muchos pasaj es. He aquí algunos: "... dándonos conocimiento (gnorísas) del misterio de su voluntad —que se propuso en si, con el fin de realizarlo en la plenitud de los tiempos—: que sean recapituladas (anakephalaiósasthai) en Cristo todas las cosas, las que están en los cielos y sobre la tierra" (Ef., 1,9-10). "El cual [Cristo], existiendo ya en forma (morphé) de Dios, no quiso retener avaramente para sí el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres y encontrándose en figura de hombre. Se abajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le ensalzó y le agració con un nombre que está por encima de todo hombre" (Phil., 2,6-9). "Dad gracias a Dios Padre que nos hizo dignos de tener parte en la herencia de los santos en la luz, que nos arrancó al poder de las tinieblas y nos transplantó al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados. Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación, [447] porque en Él fue creado todo cuanto hay en el cielo y sobre la tierra, lo visible y lo invisible, sean tronos o dominaciones, principios o potestades. Todo fue creado por Él y para Él; y es Él mismo antes de todo; y todo se sustenta en Él. Y Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea Él quien ocupe el primer lugar entre todas las cosas, porque plugo a Dios hacer habitar en Él toda la plenitud, y que por medio de Él reconciliase consigo todas las cosas, pacificando con la sangre de su cruz tanto las que están sobre la tierra como las que están en los cielos" (Col., 1,12-20).
De estos pasajes que he transcrito literalmente y que he yuxtapuesto de intento para que resalte mejor su excepcional densidad teológica nos interesa extraer para nuestro objeto tres cuestiones centrales. En primer lugar, la raíz de la Encarnación. San Pablo responde con una idea capital: el misterio de la voluntad de Dios. En segundo lugar, en qué consiste Cristo. La respuesta se encierra en una sola palabra: Cristo es plenitud, pléroma del ser divino. Finalmente, ¿cuál es la suerte de la creación consecutiva a la existencia de Cristo? Lo indica otro vocablo: anakephalaiósasthai, recapitulación de todas ellas en Cristo.
1.—En primer lugar, la raíz de la Encarnación: el misterio de su voluntad. No nos referimos al motivo que la suscitó (el pecado dé Adán, o la glorificación de las critura), sino al propósito mismo de la Encarnación en el seno del ser divino. Los Padres griegos, fieles a su concepción personalista, sin apropiaciones de ninguna clase, entienden este propósito de un modo, si se me permite la expresión, trinitario. El Padre decide la donación del ser divino al hombre. Esta decisión suya, como todo lo que hay en el Padre, está expresada en la persona del Hijo. Por esto, si Dios ha de hacerse hombre para manifestarse a la humanidad y hacerla vivir de su vida divina, es congruente que sea la persona del Hijo la que se encarne. En el Hijo está la expresión y la definición misma del ser divino, según vimos. Así San Pablo nos dice que en el Hijo están escondidos todos los tesoros de la sophía y de la gnosis (Col., 2,3).
Escondidos tan sólo para los hombres. Cristo es la verdad teológica del Padre. Finalmente, esto que el Padre quiere comunicar, y que es el Hijo, lo realiza el Espíritu Santo, quien nos manifiesta que Cristo es la persona del Hijo, y, por tanto, la expresión de lo que es el ser de Dios escondido en el Padre. De aquí resulta clara la propia perikhóresis divina de la encarnación. El Espíritu Santo otorga a una naturaleza humana una personalidad divina. Es la concepción y personificación sobrenatural de Cristo. Lo hecho es la persona divina del hombre, la Encarnación del Hijo, y el resultado es la reversión de la naturaleza humana al ser divino escondido en el Padre, en último e intimo amor. Es la glorificación de Cristo. En cuanto escondida esta decisión en el Padre, la Encarnación es misterio. El Hijo es la expresión explícita y viviente de este misterio, su revelación por obra del Espíritu Santo.
Tal es la raíz de la Encarnación a que alude San Pablo en los pasajes citados.
2.—La revelación del misterio: la persona de Cristo. Es importante notar que para los Padres griegos los modos de ser de Cristo se interepretan siempre en función de esta concepción de Dios como acción pura y de la Trinidad como una vida divina por la que se realiza y se afirma una sola naturaleza. Vieron siempre la naturaleza desde la persona. Pues bien, toda su Cristología viene dominada por esta idea.
San Pablo nos dice que Cristo es pléroma, plenitud de todo el ser divino en el humano. La misma idea aparece con otras palabras en la epístola a los hebreos (I, 2-3). Si se trata de analizar esta plenitud, los textos paulinos nos descubren tres modos de existencia en Cristo.
a) Su preexistencia divina. Como Hijo de Dios, "hizo los siglos", según frase de la epístola a los hebreos; es decir, está por encima del tiempo, es eterno, es Dios. Este su ser le está conferido por su generación eterna, que la epístola expresa por tres conceptos: es "hijo" (hyiós), irradiación del Padre" (apaúgasma), "impronta" suya (kharakter). En la epístola a los filipenses se le llama morphé, forma. Expresa la índole [449] ontológica del kharákter: la impronta del ser mismo. No insistamos sobre el tema. Apuntemos tan sólo que la palabra morphé en el vocabulario técnico griego significa la configuración intrínseca, la naturaleza de una cosa, aquello que le da su esencia real. Por tanto, el texto paulino expresa sencillamente que en su preexistencia divina el Hijo no es un efecto de Dios, sino que posee idénticamente su naturaleza. Pero distíngase cuidadosamente morphé de eikón. El eikón es una propiedad personal del Hijo en cuanto tal. En cambio, morphé expresa la propia naturaleza divina: la forma o manera de ser que tiene Dios por razón de su deidad, o como dice inmediatamente: tó eînai ísa theoi.
b) Su existencia histórica. "En estos últimos días nos habló por el Hijo". En la epístola a los filipenses nos dice que tomó "forma de esclavo", encontrándose en figura (skhéma) de hombre. Aquí morphé tiene el sentido ya explicado: el Hijo de Dios tomó el modo de ser del hombre tomó naturaleza humana. Sin embargo, la palabra "figura" precisa más el sentido del pensamiento paulino. "Figura" (skhéma) significa propiamente el modo de conducirse, el modo de ser individual, a diferencia de morphé, que indica más bien la naturaleza en abstracto. Así, por ejemplo, Cristo transfigurado y glorioso no deja de tener la misma naturaleza humana que en la tierra, pero su figura es distinta. San Pablo, pues, indica que el Hijo tomó naturaleza humana, y además se hizo un individuo humano como todos los demás de su época, medio y condición. Es la expresión del carácter, a un tiempo humano e histórico, de Cristo. El texto pudiera parafrasearse así: el Hijo tomó naturaleza de hombre, y como la de un hombre cualquiera. L.o que le valió esta existencia fue la Encarnación por obra del Espíritu Santo.
c) Su existencia gloriosa. "Heredero de todas las cosas". Le ensalzó por encima de todo. La gloria transforma la humanidad entera de Cristo, inclusive su cuerpo; y esta humanidad recibe el resplandor de la gloria al volver al Padre, que es Dios como Él. Es lo que expresa San Pablo: "sentado a la [450] diestra del Padre" (Col., 3,1). Lo que de hecho confirió a Cristo este modo de ser fue su muerte y su resurreccion.
Estas tres dimensiones del ser de Cristo no son sino tres vertientes del ser de Dios como amor extático: la generación eterna, la encarnación, la muerte y la resurrección. Por esto en San Pablo no están simplemente yuxtapuestas a lo largo del tiempo, sino que se expresan como el despliegue de una acción unitaria, por lo menos en lo que se refiere a la encarnación y glorificación.
Dejemos de momento la glorificación. Tampoco hace falta volver a insistir sobre la generación eterna, como no sea para subrayar que, en la mente de San Pablo, Cristo tiene naturaleza divina. Lo importante es notar que en la expresión paulina esta naturaleza es en cierto modo corolario de la personalidad divina de Cristo. Este es el punto más enérgicamente afirmado por el Apóstol. Cristo es para San Pablo el Hijo mismo de Dios. Por tanto, no puede no tener su naturaleza divina, porque la filiación de la segunda persona no es una producción eficiente, sino una generación inmanente. En este punto, los Padres griegos han seguido imperturbablemente, en medio de la confusión de palabras y polémicas, su vía personalista: Cristo es el Hijo de Dios, luego tiene naturaleza divina.
Todo el problema cristológico se centra, pues, en su existencia histórica como hombre y como Dios. Trátase de un misterio revelado; seria inútil pretender evidencias. Pero, supuesta la revelación, el hombre puede intentar precisar su sentido. San Pablo lo expresa plásticamente: "Tomó" (labón) naturaleza humana, "se despojó" (ekénosen) a sí mismo. Dos expresiones que han de tomarse en absoluta conjunción, y que juntas expresan la índole de la Encarnación.
En primer lugar, se despojó a sí mismo; alude a la naturaleza divina. Claro está que no se trata de dejar de ser Dios, tanto menos cuanto que el mismo texto nos dice que no quiso guardar celosamente para sí su "ser igual a Dios". De lo que se trata, pues, no es de dejar de ser Dios, sino de comunicar su divinidad a una naturaleza humana. Pero, sin embargo. hay un cierto despojo, porque en esta comunicación no interviene formalmente la naturaleza divina. Es a lo que apunta [451] la otra expresión: aprehender, tomar naturaleza humana. Como en esta aprehensión se deja de lado (si se permite la expresión) la naturaleza divina, su resultado no puede significar la conversión de ésta en una naturaleza humana. Lo único que se mantiene idéntico es el sujeto: el Hijo es el que toma las propiedades y las dotes humanas. Al hacerlo, pues, parece como que quedan en suspenso sus propiedades naturales divinas. Un mismo sujeto, al dirigirse a Dios, deja en suspenso las propiedades humanas; al dirigirse a éstas, deja en suspenso las divinas. Pero añadamos inmediatamente que es todo menos una suspensión; porque este tomar y despojarse tiene sentido estrictamente ontológico y no meramente atributivo, y, por tanto, esa suspensión no pasa de ser un modo de hablar. Lo que el despojarse expresa formalmente es que la Encarnación no es una mezcla o emulsión de la naturaleza divina y humana, ni la producción de una tercera naturaleza por el concurso de las dos primeras. Fue el error de toda la gnosis, del maniqueísmo y del monofisismo. Pero el tomar, por otro lado, no es una simple denominación externa. Fue el error adopcionista y nestoriano. Es una aprehensión estrictamente ontológica. Consiste en que el sujeto "Hijo de Dios", en cuanto hijo, sea verdadera e idénticamente este joven israelita hijo de María; y recíprocamente que este joven israelita sea real y efectivamente el Hijo de Dios personal, sin que las dos naturalezas se mezclen.
La Encarnación consiste, pues, en que el "tomar" sea de tal índole que su sujeto haga real y ontológicamente "suyo" cuanto hay en una naturaleza humana singular, de suerte que se diga con la misma verdad que el Hijo tiene la naturaleza de Dios, y que tiene esta naturaleza humana singular. Esta identidad de sujeto para dos naturalezas, que hace posible la verdad formal de las dos proposiciones anteriores, es lo que San Juan Damasceno llamó "comunicación de propiedades". Recordemos ahora una noción que varias veces nos ha salido al paso. En todo ente personal su naturaleza es aquello que se tiene, aquello que es. Pero esto que se es, es siempre lo sido de alguien, que es el que tiene la naturaleza. Sólo en virtud de esto tiene sentido hablar de mis actos, de mi vida, de [452] mi naturaleza singular. El ser, decíamos, es unidad consigo mismo, intimidad metafísica. Pero una intimidad activa, donde acción, repitámoslo, no es la operación de una facultad, sino el carácter mismo del ser. Ahora bien: en los seres personales esta unidad no consiste tan sólo en que sus dotes, sus facultades broten (physis) de una unidad vital, sino en que en su brotar lo brotado sea mio, y no solamente se dé en mí. A este ser mío es a lo que llamamos personalidad metafísica. Esta unidad personal es, para los griegos, primaria. Partiendo de ella ven en la naturaleza aquello en y con que se realiza una persona, la realización de la cual consiste en ese "ser-mío" propio de cuanto en mí se produce. Por eso puedo decir que soy yo quien produce mis actos naturales, pero es distinta la razón por la que estos actos son naturales, de la razón por la que soy yo quien los produzco, en el sentido de persona. Los actos son míos porque esta naturaleza es personal, porque soy mi "mí"; y por ello puedo decir "yo". En el caso del Hijo de Dios, la comunicación de propiedades describe precisamente esta situación. El Hijo, como naturaleza divina, no puede comunicar sustancialmente con nada. Pero su nota personal —aquí está el misterio— es aquello de quien es lo que hay en una naturaleza humana singular. Visto desde Dios: la persona del Hijo "realiza" su personalidad divina en una naturaleza finita y singular, en el sentido de que se mantiene idénticamente como Dios en el sujeto de quien es suya aquella naturaleza humana. Ricardo de San Víctor distinguía así en todo ser personal dos dimensiones: aquello que se es (quod sistit, sistentia) y una relación de origen (el ex, de dónde me viene a mí mi naturaleza). Tratándose del hombre, este origen es causal; tratándose de Dios mismo, es su propia "ex-sistencia", tiene su naturaleza de por si. Pues bien: tratándose de Cristo, la persona divina tiene esta naturaleza singular humana, porque el Hijo la "toma" activamente para si. Esta relación de aprehensión es lo que se ha llamado asumpción. La naturaleza singular de este joven israelita está asumida por la persona del Hijo, de suerte que esta persona es principio de subsistencia, no solamente para la morphé divina, sino también para esta morphé humana. En Cristo, la deificación significa [453] asumpción. Comprendemos ahora el sentido del texto paulino. El tomar significa asumir. Pero significa asumir tan sólo personalmente, es decir, dejando intacta la naturaleza divina; y ésta como suspensión de la naturaleza divina en el acto de asumir la humana es el despojarse: la persona del Hijo renuncia en cierto modo a realizarse tan sólo en una forma divina. El resultado es que cuanto es y hace este hombre concreto, Jesús, es de Dios, en sentido ontológico, es divino. Si introducimos el término intimidad en el sentido metafísico tantas veces indicado, como expresión de la última mismidad subsistente del ser personal, podríamos decir que en Cristo su naturaleza y sus actos, aunque de principio natural humano, están inscritos en una intimidad divina.
Para evitar todo equívoco insisto una vez más en que este carácter activo del ser no es idéntico al acto de una voluntad. Es algo anterior. El haber confundido ambas cosas llevó a Eutyches a considerar que la persona de Cristo está constituida por la voluntad divina, y que, por tanto, no había en Cristo sino una sola voluntad: fue el error monotelita. No es eso; el ser, como acción, no tiene nada que ver con una facultad operativa. Para estos efectos, la voluntad pertenece a la naturaleza y no a la persona. Yo quiero, lo mismo que yo pienso O yo como. Y en ninguno de los tres casos soy yo mi acto de comer, ni mi acto de pensar, ni mi acto de querer.
Claro está que esta asumpción personal no es indiferente para las dos naturalezas que entran en juego, por lo menos (dicho con más precisión) para la humana. Seria un error creer que la naturaleza humana queda simplemente yuxtapuesta a la divina. No es que estén fundidas, fue el error monofisita y gnóstico en sus variadas formas; pero tampoco quedan incomunicadas. La naturaleza humana, a consecuencia de su asumpción en la persona del Hijo, queda como sumergida por inmanencia en la divina. Queda en ella. Es la perikhóresis de las dos naturalezas de Cristo. En ella se expresa, no el principio, pero sí el transcurso de la vida íntima de Cristo. No se trata tan sólo de que Cristo sea hombre y además Dios, o viceversa, sino de que la naturaleza humana, transida y [454] transfundida por la divina, queda como puesta metafísicamente en ésta, dirigida y supeditada a ella.
Entonces comprendemos mejor el sentido de la Encarnación. El Espíritu Santo da al Hijo una naturaleza humana singular, en la cual, por tanto, el Hijo se realiza y revela al Padre, y al hacerlo, lleva esta naturaleza humana suya a una vida metafísicamente infusa en la del ser natural del Padre, unida a Él por una agápe singular. Tal fue la Encarnación como deificación de un hombre por donación del ser divino.
Algunos Padres, como San Juan Damasceno, orientados hacia la lucha contra el monofisismo, prefirieron partir de esta singular unidad de inmanencia de la naturaleza humana en la divina para exponer el misterio de la Encarnación. Cristo es un hombre a cuya naturaleza singular le es inmanente la naturaleza divina, y que en consecuencia lleva una vida de íntima y metafísica unión infusa en Dios, que subsiste personalmente en la persona misma del Hijo. No hay duda de que esta concepción responde quizá mejor en muchos aspectos a la mente griega. Pero he preferido llegar a ella partiendo del propio texto paulino.
San Pablo precisa aún más su pensamiento. Como la naturaleza divina de Cristo está inmanente en la humana, Cristo habría de presentar normalmente un aspecto singular: todo su ser natural, cuerpo y alma, habría de presentar, a su modo, un aspecto transfigurado por la divinidad. Cristo renunció a ello; y esta renuncia se ratifico precisamente en las tentaciones mesiánicas que describen los Evangelios. Adoptó una concreción histórica; quiso tener, no sólo una naturaleza humana, sino tenerla también bajo la figura normal de un hombre cualquiera. Sólo después de su muerte y resurrección tomó la figura que naturalmente le correspondía. Y esta figura de una naturaleza humana transida por la divina es su ser glorioso. Volveremos en seguida sobre este punto.
Subrayemos, a título de observación incidental, la fecundidad histórica de esta doctrina desde el punto de vista de una filosofía de las religiones. La propensión natural del hombre a ver en las cosas visibles dioses ha sido el móvil interno de todas las religiones naturistas y antropomorfas. El Cristianismo [455] atacó con vehemencia esta idea. A Dios nadie le ha visto, y es trascendente y uno en su "naturaleza" Pero la Encarnación realiza gratuitamente lo que en esta propensión natural hay de realizable. La única manera que un ente finito tiene de ser Dios es serlo tan sólo por el modo de su subsistencia y no por su naturaleza. La indistinción entre naturaleza y subsistencia subyace en todo naturismo y en todo antropomorfismo. Una persona divina puede, en cambio, divinizar gratuitamente un ente singular natural. Es un misterio trascendente; pero para el Nuevo Testamento fue la realidad histórica de Cristo.[9]
3.—Consecuencia de la Encarnación: posición de Cristo en la creación. Según San Pablo, Cristo es, relativamente a la Encarnación, recapitulación suya. Y esto en un primer sentido elemental, como compendio: en Cristo se hallan el ser divino y todos los estratos de la creación. Pero la recapitulación tiene un sentido todavía más hondo; el modo de estar de toda la creación en Cristo es tenerla por cabeza. Aquí, cabeza es un concepto que expresa la prioridad de rango y el principio de subordinación jerárquica: "Él es antes de todo". Y esta prioridad la expresa San Pablo en tres conceptos:
a) Cristo es un "comienzo" de todo: "Todo fué creado por Él". Ya conocemos el sentido ejemplar de este comienzo. La epístola a los hebreos dice más plásticamente "hizo los siglos", es decir, el mundo en cuanto tal. Es la idea de creación tomada por su vertiente externa.
b) Es un "término": "Todo fué creado para Él".
c) Es un "fundamento": "Todo se sustenta de Él", es decir, todo adquiere en Él su consistencia. [456]
Esta triple prioridad autoriza a San Pablo a llamar a Cristo "primogénito de la creación": en el doble sentido de superior y anterior a ella. Esta anterioridad no es, ciertamente, la de un transcurso cronológico, sino que afecta al principio de la temporalidad en cuanto tal.
Pero en la idea de cabeza piensa también San Pablo en Cristo glorioso. A consecuencia de su muerte y resurrección, Cristo adquiere la glorificación. Recordemos que la dóxa, el resplandor o relucencia, es una cualidad intrínseca de Dios. La parquedad de los datos neotestamentarios en este punto justifica la prudencia con que hay que tratar el problema. Los Padres griegos le consagraron mucha atención, debido precisamente a sus luchas con gnósticos y maniqueos, para quienes la salvación del hombre tenía sentido físico. Los Padres subrayaron naturalmente, el aspecto espiritual del problema, pero insistiendo en que la naturaleza física, de acuerdo con la doctrina neotestamentaria, participa en esta deificación. Es un dato revelado, tanto por lo que atañe a Cristo como por lo que atañe a la humanidad: es el dogma de la resurrección de la carne. Pero el hecho de que Cristo tenga ya un cuerpo glorioso expresa que la recapitulación tiene para San Pablo un último sentido escatológico. En el cuerpo glorioso de Cristo está la raíz de una glorificación que será comunicada al hombre y a la creación natural entera. Quizá sirva para este problema la distinción entre sóma y sarx a que aludimos páginas atrás. El sóma expresa la presencia real y circunscriptiva de un ser distenso en el espacio. Lo que llamamos materia es el ente que tiene este modo de ser somático. En el hombre esta materia es sárx, carne. Pero no está dicho con esto que la materia no pueda tener diversas maneras de ser soma, o en términos paulinos: una misma morphé puede presentar varias figuras, skhémata. Si entendemos por sárx nuestra manera actual, se comprende que los Padres griegos, a una con San Pablo, llamen a nuestro cuerpo sóma sarkikón, cuerpo carnal. Pero el mismo sóma puede tener su carácter somático determinado por una transfiguración de la materia por el espíritu, pneûma: el cuerpo tiene entonces otra figura, que San Pablo y los Padres griegos llamaron sóma pneumatikón, cuerpo espiritual, [457] o si se quiere cuerpo glorioso. Pero el cómo de este estado quedó abandonado por el Nuevo Testamento a la imaginación y a la especulación de los hombres. En el Nuevo Testamento se refiere el hecho de la transfiguración de Cristo en el Tabor. Se le describe resplandeciente: es la idea de phós, de la luz como expresión de la gloría de Dios, de su dóxa. Como dijimos anteriormente, hubiera sido la figura normal del cuerpo de Cristo si el hombre no hubiera pecado. Por el pecado renunció a esta figura, y adoptó la figura posible del hombre histórico. Con su resurrección y ascensión se realiza la figura de su ser glorioso. Por ella está a la cabeza de la creación, no sólo a título de compendio de ella, tampoco solamente a titulo de suprema perfección suya, sino a titulo de realidad típica y ejemplar: por Cristo, y a modo de Cristo, la creación entera tiende a una transfiguración futura y gime por ella.
Resumiendo, pues: en Cristo, el Hijo de Dios se realiza en una naturaleza humana. Es la deificación suprema de una criatura. Dios hace don de su persona para asumir en ella una naturaleza finita. Pero lo hace para lograr por medio de esta deificación sustancial la deificación de los demás hombres por comunicación accidental: es lo que llamamos santificación.
En la efusión divina constitutiva de la Encarnación Dios da su propio ser personal a una naturaleza humana. Por su medio ha querido comunicar su vida a las personas humanas, y esta comunicación deja en ellas la impronta de la naturaleza divina; es la kháris, la gracia. Aun a trueque de ser insistentes, recordaremos una vez más que los Padres griegos afrontan el problema desde un punto de vista activo: la vida divina imprime en el hombre su huella, y de ésta emerge la vida sobrenatural del cristiano, al unísono con la vida trinitaria de Dios. He aquí el célebre texto de San Pablo: "No habéis recibido un espíritu de esclavitud para vivir todavía en el temor; sino que habéis recibido un espíritu de adopción filial (hyiothesía) en [458] que clamamos abba!, Padre! Este mismo espíritu da testimonio a una con nuestro espíritu de que somos hijos (tékna) de Dios. Ahora bien: si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rom., 8, 15-17).
San Pablo presenta nuestra deificación en paralelismo esencial con la deificación de Cristo. Podemos, pues, plantearnos las mismas tres cuestiones centrales que nos planteamos a propósito de Cristo. ¿Cuál es la raíz de nuestra deificación? Cristo. ¿En qué consiste? En la gracia. ¿Cuál es la posición de la deificación en la creación? El cuerpo místico de la Iglesia. Por razón de método, trataremos el segundo problema en primer término.
1.—La estructura de la deificación: la gracia. San Pablo lo ha expresado claramente: la deificación del hombre consiste en una filiación adoptiva. Dejemos de momento el vocablo filiación, que constituye la esencia misma del problema. Comencemos por el adjetivo: se trata de una filiación de carácter adoptivo. Pero esta expresión es equívoca. Tomada del vocabulario jurídico, significa tan sólo constitución de todos los derechos inherentes a una persona considerada como si fuera un hijo real y efectivo. Sin embargo, en nuestra filiación divina hay algo más: "Ved el amor de que el Padre nos ha dado muestra, haciendo que seamos llamados hijos de Dios, y de que lo seamos" (I Jo., 3, 1). El término "adoptivo" no tiene, pues, sentido propio en nuestro caso más que por su dimensión negativa: no somos hijos de Dios, como lo es Cristo dotado de filiación natural. Pero pierde aplicación y deja en la penumbra la dimensión positiva del problema, porque, sin embargo, somos, para San Pablo, hijos de Dios. La cosa está claramente indicada en sus propias expresiones. Sin forzar excesivamente el sentido de los vocablos, la diferencia de matiz de expresión en el texto citado es significativa: tenemos un espíritu que coloca a los hombres en condiciones de hijos (hyiothesia), es lo adoptivo de la filiación; pero los hombres son tékn.a, vástagos de Dios.[10] El pensamiento de San Pablo [459] apunta, pues, claramente al problema. Mientras Dios ha deificado a Cristo dándole su propio ser personal divino, deifica a los demás hombres comunicándoles su vida, que deposita en ellos una impronta de la naturaleza divina: es lo que la gracia tiene de "ser". Como esta impronta procede de Dios mismo, por vía de impresión y de expresión formal, es una semejanza con la naturaleza divina, y, por tanto, al recibir nosotros una naturaleza deiforme, somos realmente hijos de Dios. La deificación del hombre es real, pero, si se quiere, accidental: es algo añadido al ser humano, pero nada constitutivo suyo: es lo que justifica el nombre de kháris, gracia.
San Pablo emplea este término situándolo en cierto modo en la doble perspectiva del Antiguo Testamento y de la koiné helenística. En ambos casos el término de gracia envuelve por lo menos cuatro acepciones fundamentales: lo grato, lo gratuito, lo gracioso (en el sentido de gracia o favor benévolo) y la gratitud (en el sentido de acción de gracias). El Antiguo Testamento asocia a la idea de gracia las de fidelidad, verdad y vida, e introduce la metáfora de la luz. San Pablo, con matices personales, usa los términos griegos que traducen los del Antiguo Testamento, pero insiste más especialmente en el sentido de "don gratuito de Dios", y en el de "ser gratos a Dios". De momento no nos interesa sino la gratuidad. Es una donación graciosa de la vida personal de Dios. Añadamos que gratuito no significa arbitrario o fortuito, sino simplemente no debido a la estructura del ser creado en cuanto tal. No significa fortuito, tanto menos cuanto que la gracia, para San Pablo, transforma el cosmos entero y lo coloca en un nuevo eón.
Esta comunicación de la vida la entienden los Padres griegos desde el punto de vista de la perikhóresis trinitaria. El Padre envió al Hijo, y por Él insufla el Espíritu Santo en el alma humana. El Espíritu Santo produce la presencia del Hijo, que imprime al hombre su ser divino, por el cual vive en amor [460] revertido al Padre. Se comprende ya, desde ahora, que la impronta que el Hijo produce en el alma sea un eikón, una imagen y una homoiosis, una semejanza de Dios, porque lo propio y personal del Hijo es ser eikón. del Padre. La Trinidad, pues, inhabita en el hombre reproduciendo participativamente su propia estructura. San Ireneo lo expresaba con estas palabras: "El Padre se revela en todo esto: el Espíritu Santo, opera: el Hijo, coadyuva, y el Padre, lo aprueba; con todo ello el hombre queda perfeccionado en la salvación" (Ad. H., 20, 6). "El Padre nos concede, por medio de su Hijo, la gracia de la regeneración en el Espíritu Santo. El Hijo lleva, a su vez, al Padre, y el Padre le hace participe de la incorruptibilidad" (Dem., I, 5, 7). San Atanasio lo repite: "Hay una gracia que, viniendo del Padre por el Hijo, se cumple en el Espíritu Santo". Como la vida eterna no consiste sino en participar de la vida de Dios, es natural que los Padres griegos vean en la gracia la gloria incoada, y en la gloria, la gracia en acto perfecto. El propio texto paulino lo expresa inequívocamente: por la gracia estamos ya en la gloria (en dóxei), pero a este "ahora" le pertenece un "hacia", hacia la gloria (eis dóxan) (2 C., 3, 18). Volveremos después sobre esta idea.
El problema estriba ahora en precisar qué es esta kháris, esta gracia. De ello dependen el sentido de la donación de la vida divina.
Una primera cosa resulta clara: en una u otra forma, la Trinidad opera y, por tanto, reside en el alma del justo. Esta inhabitación es el primer contenido de la gracia. Como es la vida misma de Dios, los latinos la llamaron gracia increada. La consecuencia es clara: el hombre se encuentra deificado, lleva en sí la vida divina por donación gratuita. Su efecto es inmediato. El hombre vive por la fe (pístis) y por el amor (agápe) personal a un Dios tripersonal. Es la dynamis theoú en nosotros (término usado también en las religiones helenísticas de misterios).[11] El Hijo era la dynamis del Padre, y por [461] esta dínamis traída a nosotros por el Espíritu Santo nos sumergimos en el abismo de la Paternidad. Así nos dice gráficamente San Cirilo de Alejandría: "Por la participación de este Espíritu..,somos llamados dioses, no sólo porque estamos transportados a la gloria sobrenatural, sino porque tenemos ya a Dios que habita y se ha vertido en nosotros".
Pero esto no es sino un aspecto de la gracia derivado de su gratuidad. Sin embargo, las últimas líneas apuntan ya al otro aspecto de la cuestión. Esta habitación de la Trinidad en el hombre hace de él un ser grato a Dios. Hace de él, no solamente que lo parezca, o que por un acto de benignidad divina Dios condescienda al hombre, sino que esta inhabitación nos hace ser realmente gratos. Por tanto, envuelve una transformación interior, no sólo en nuestro modo de obrar, sino también en nuestro modo de ser. ¿En qué consiste esta transformación de nuestro ser? Es lo que propiamente justifica el nombre de deificación.
La habitación de la Trinidad en el hombre imprime en él algo que transforma su ser. San Pablo es explícito en este punto. Con una terminología posiblemente tópica en su tiempo, San Pablo llama a la recepción de la Trinidad "regeneración y re-novación" (paligenesía, anakaínosis, Tit. 3, 4-7). A diferencia de Cristo, que es Dios personalmente, en el sentido arriba explicado, el hombre lo es tan sólo por "re-generación". San Ireneo emplea la expresión "hacerse Dios" (Deum fieri). "Dios, dice San Atanasio, se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios." Y San Cirilo de Alejandría expresa esta misma idea: ... hasta que se forme Cristo en vosotros". Y se forma Cristo en nosotros por el Espíritu Santo, que nos reviste con una. cierta forma divina (theían tinà morphósin). Conocemos ya el sentido de la expresión "forma": la inhabitación de la Trinidad nos otorga una cierta conformación divina en nuestra propia naturaleza. Por esto es theiósis, theopoíesis, divinización, deificación: no sólo porque vivimos, sino porque somos como Dios. [462]
Un vocablo usual en los medios religiosos helenísticos sirvió a San Pablo para expresar esta idea: la gracia es un indumento místico (endyo, ependyo, aparecen constantemente en la pluma de San Pablo, Gal., 3, 27; 2 Corte, 5, 2). San Ireneo lo llama estola de santidad. El término, decía, era más o menos usual en las iniciaciones de los misterios helenísticos. Revestir el indumento era convertirse en algo separado de las Cosas y reservado a Dios, algo sagrado (sacratus). En el Nuevo Testamento esta conversión tiene un sentido radicalmente distinto al de los misterios helenísticos. Pero, sin embargo, el carácter operante y no simplemente simbólico del indumento queda incluido en el sentido formal del vocablo. Su empleo en el Nuevo Testamento muestra a las claras que la gracia nos hace ser de un modo divino. Este indumento, en efecto, se explicó como una luz; Cristo, nos dice el prólogo al cuarto Evangelio, es "la luz verdadera que ilumina a todo hombre". Ahora bien: para los griegos la luz no era sólo claridad. La claridad es el resplandor que irradia de la luz; pero la luz misma es una sustancia especial (triton ti, un tercer género de cosas la llamaba Platón). De aquí la idea del vestimentum lucis, del vestimento de la luz. Así se explica la admonición de San Pablo a los Efesios: "Deambulad como hijos de la luz". Ahora bien: ya conocemos el sentido teológico y ontológico de la luz en los Padres griegos y en el Nuevo Testamento, a una, en este punto, con los escritos de la última época del judaísmo. La luz tiene la particularidad de hacer coloreado al cuerpo iluminado. El color, decía ya Aristóteles, es la presencia luminosa del foco en las cosas. De ahí que Dios, como luz, al iluminarnos, nos imprime como un indumento su índole luminosa expresada en el color. Esta es la morphósis, la conformación de que hablaba San Cirilo, y que arranca de las palabras mismas de San Pedro: "Hechos partícipes de la naturaleza divina" (theías koinonoí physeos, 2 Petr., 1,4).
La idea de participación vuelve a todo lo largo del Nuevo Testamento. Los Padres griegos expresan adecuadamente esta idea con la palabra héxis, hábito. No significa costumbre, sino manera de habérselas: una segunda naturaleza, una reconformación estable de nuestra propia naturaleza humana. La [463] dóxa, la gloria que difunde el ser divino y que está en el Hijo, toca al hombre y le imprime su color. Como el color no existe sin la luz, ni recíprocamente, tampoco puede existir esta reconformación sin la presencia actual de la vida trinitaria en el hombre, ni recíprocamente. De ahí el nombre de gracia creada con que los teólogos designaron esta cualidad divina adquirida por el hombre. La idea de la luz y del color son más que simples metáforas. Desde Platón han servido de intuición sensible para la ontología. Ya lo vimos al comienzo de estas notas. La presencia de la luz en las cosas no significa una transmutación de éstas en aquéllas. Es tan sólo la pura presencia del foco luminoso en la cosa sin identificación formal con ésta. Recuérdese ahora que insistíamos entonces en que la idea de la causalidad de los Padres griegos es perfectamente de índole formal. No se trata de una información sustancial, sino de la presencialidad difusiva de la causa en el efecto en virtud de la causalidad misma. La causa es tipo, y el efecto copia. Y añadíamos que, según los casos, esta presencialidad formal puede tener modos diversos. Aquí tenemos uno. No es lo mismo la presencia de Dios en las criaturas por razón de la creación que su presencia trinitaria por razón de la gracia. Pero trátase siempre de una relación de tipo a copia, o de sello a impronta. Ello sirvió a los Padres griegos en su polémica contra la gnosis. La deificación del gnosticismo es una krâsis, una mezcla de naturaleza. Ni en Cristo, ni en ningún ser se da ni puede darse. Pero la transcendencia de Dios es compatible con su presencia por causalidad formal en el sentido descrito.
Si consideramos ahora este habitus, la gracia creada en sí misma, los Padres griegos la designan con una enérgica expresión. San Atanasio la llamaba sphragís, sello o impronta de la Trinidad: "El sello del Hijo se imprime de tal suerte, que lo sellado tiene la forma (morphé) de Cristo". La participación del alma en la Trinidad deja en aquélla un sello; es la consecuencia de esa presencia. La participación del alma es una semejanza de la Trinidad. Para los Padres griegos todo efecto es —en una u otra medida y sentido— imagen de la causa (eikón). Pero la imagen puede parecerse más o menos [464] a lo imaginado. Pues bien: por la gracia se perfecciona el ser eikonal natural del hombre hasta el grado máximo de una verdadera semejanza (homoíosis). Entonces es plenario el ser eikonal del hombre: es imagen y además semejanza de Dios. Y por recibir esta naturaleza divina somos realmente hijos de Dios: es la deificación real. Recordemos ahora que el eikon es una propiedad personal del Hijo. Entonces comprenderemos con última precisión el sentido activo de la participación del hombre en la Trinidad. El Espíritu Santo forma en el alma humana al Hijo, impronta en la cual está depositada la semejanza con el ser de Dios, que nos sumerge en el Padre. Por esto San Cirilo llamaba a la infusión de la gracia "formación de Cristo en nosotros". San Agustín lo decía gráficamente en su célebre frase: "El cristiano es otro Cristo".
En rigor, pues, no es que la gracia como semejanza natural con Dios atraiga hacia sí a la Trinidad, sino que más bien expresa que la Trinidad se mantiene en el alma del justo confiriéndole una segunda naturaleza deiforme. Pero, repitámoslo, en esta implicación entre gracia y Trinidad cada persona tiene una función propia y definida. Es una semejanza activa y dinámica, como lo es el ser mismo de Dios. No se trata simplemente de una fotografía en que cada rasgo esté en sí y de por sí, sino que es más bien la imagen viva que se va trazando en el alma como precipitado de la vida trinitaria en ella.
De aquí resulta que la gracia no es una cualidad que no haga sino estar cualificando. Es una cualidad del ser vivo, y viva, por consiguiente. No puede separarse la impronta de la circumincesión trinitaria, para los griegos. Tanto menos cuanto que el propio San Pedro llama a la gracia dynamis. Ahora bien: el Hijo, ya lo vimos, es la dynamis, el poder y la perfección expresa del Padre como infinitamente vital. Y, por tanto, la gracia es en sí misma una dynamis participada, que nos sumerge en el Padre. Hay que ver en los griegos no la inhabitación trinitaria desde la gracia, sino la gracia desde la inhabitación trinitaria. Así como en la procesión de las personas divinas se logra, por así decirlo, el acto puro de la única naturaleza divina, así también en el justo, según los griegos, la gracia es el precipitado de la vida divina, produciendo por [465] presencia formal nuestra completa asimilación a Dios. La naturaleza humana de Cristo, según vimos, está sumergida en la divina. En nosotros no es así. Pero por la gracia hay una inserción de nuestra vida entera en Dios. Es lo que San Juan expresó con la metáfora del injerto. La posesión de la gracia es, por tanto, rigurosamente hablando, una. vida sobrenatural consecutiva a nuestra deificación. De ahí que la gracia pueda ser mayor o menor, y más o menos perfecto el estado de gracia. Los griegos jamás separaron la gracia de la vida sobrenatural. La vida sobrenatural consiste en la fe y en el amor con el Padre, producidos en nosotros por la impronta de la naturaleza divina que nos imprime el Hijo por obra del Espíritu Santo. La distinción entre gracia y virtudes fue tan sólo obra de la teología latina.
Para entender ahora el lugar que esta deificación ocupa en lo que pudiéramos llamar la ontología general de los Padres griegos, refresque el lector las primeras nociones expuestas en estas páginas; recordará que el fondo último de las cosas es para los griegos la primaria unidad activa, su bien. De él emergen sus potencias como expresión explícita de su riqueza interna, y de ellas proceden los actos con que se afirma y actualiza plenamente la unidad que en el fondo se es. En esta unidad consigo mismo, en esta intimidad, se ejecuta el ser de cada cosa. Vimos cómo esta estructura es una imagen creada del ser de Dios. Pues bien: la acción de la Trinidad convierte, desde su raíz, esta imagen en semejanza; rehace, por así decirlo, desde un punto de vista superior los rasgos de esta imagen, los enriquece y los eleva hasta hacer de ella una perfecta semejanza. De esta suerte, por la acción del Espíritu Santo, se insufla, en la unidad íntima y ontológica del hombre,, la imagen del Hijo: es lo que la mística medieval llamó el fondo abismal del alma. Por ello el bonum radical del hombre se convierte en algo especialmente grato a Dios. Es el sentido último de la gracia: lo grato, que es lo bueno. Y, por tanto, la forma personal de la unidad, que es el amor de la agápe, se convierte en unificación de nuestro ser mismo con Dios Padre por el amor. Por esto pudo decir San Juan que la vida eterna está en el amor. Y en aquel espléndido himno [466] metafísico y teológico al amor que San Pablo dedicó a los Corintios nos dice: "El amor no falla nunca": es eternidad.
Este carácter metafísico de bondad sobrenatural es lo que significa la palabra hágios, santo. De ahí el nombre de gracia santificante. Como para el Antiguo y el Nuevo Testamento sólo Dios es santo (recuérdese el trisagio de Isaías), comprenderemos que la santidad no designa una simple cualidad moral, sino una habitud teológica y metafísica: es la deificación misma.
Lo mismo resulta tomada la cosa por su lado negativo: el pecado. Nada más que dos palabras para no alargar desmesuradamente estas notas. El pecado, hamartía, no es una simple falta moral. El pecado es algo real, tiene la realidad de una privación de la gracia, consecutiva, si se quiere, a una malicia de la voluntad. Y como la gracia es algo entitativo, también lo es el pecado como privación: antes que malicia, el pecado es macula. Y al igual que la gracia, los griegos, siguiendo a San Pablo, vieron en el pecado algo que a su modo afecta al universo entero.
En esta estructura, la interpretación de los Padres griegos, por variada que sea, afirma a una el carácter ontológico, y a su modo también cósmico de la deificación. Por esto para ellos, desde el punto de vista de Dios, la ontología que nosotros llamaríamos racional no es sino la ontología usual de Dios en sus producciones ad extra. La deificación es la ontología sobrenatural. Pero de hecho, aunque sin exigencia ninguna, sino por pura liberalidad, Dios ha usado de ella por la Encarnación. De ahí que para los Padres griegos no haya de facto sino una sola ontología: la ontología integral del ser finito.
Por esto conviene disipar la falsa imagen que la palabra"sobrenatural" puede suscitar en las mentes. Parece que se trata de una superposición o estratificación de dos entidades.Esto es falso. La palabra "sobre", hypér, indica tan sólo que su principio es trascendente y gratuito. Pero no significa que la gracia sea una especie de ducha. La expresión "indumento" puede exponer también a este error. Pero la idea de la luz vuelve a colocar las cosas en su punto. Precisamente por ser un tercer género de realidad su característica es la [467] penetrabilidad (me refiero, naturalmente, a la idea de los griegos). La luz no actúa sobre los cuerpos de la misma manera que un trozo de materia sobre otra. Actúa transformando su ser entero. Pues bien: así como en la Encarnación. la naturaleza humana no queda simplemente yuxtapuesta a la divina, sino que, asumida por la personalidad del Hijo, queda inmersa en la divina, análogamente la gracia absorbe, por así decirlo, al hombre entero en una unidad suprema y trascendente. De ahí el grave error que consiste en confundir la santidad con la perfección moral. Claro está precisamente porque la gracia envuelve una presencia de la vida trinitaria y produce una vida sobrenatural en el hombre, su acción es esencialmente moral, si por moral quiere entenderse que envuelve una perfección a la que es necesaria la cooperación de la voluntad libre, a diferencia de lo que fue la gracia para los gnósticos: un trozo de sustancia divina que actúa de por sí, independientemente de las disposiciones morales. No se trata de esto. Sin un mínimo de perfección moral no hay gracia. Pero, recíprocamente, la perfección moral jamás podría ser ni lograr la gracia. Es algo que adviene desde un principio trascendente. Más aún: por el hecho de tratarse de una vida sobrenatural en agápe, en amor, la vida natural misma se halla sometida a imperativos éticos que derivan específicamente de la vida sobrenatural. Ello explica a un tiempo la posible inecuación entre la posesión de la gracia y el grado de perfección moral de quien la posee. Sin un mínimum de perfección moral, decía, no hay gracia; pero la hay sólo con ese mínimum, el cual no implica sino lo sustancial de la perfección moral, pero no su plenitud. Es el punto en que se inserta la teología del perdón y de la satisfacción en que aquí no podemos entrar.
Si queremos reducir a justa fórmula esta concepción de la gracia deificante, podremos echar mano de la definición de Ripalda: "La gracia es un ser divino que hace del hombre hijo de Dios y heredero del cielo".
2.—La raíz de la deificación: el misterio sacramental. En los textos varias veces citados, y en otros pasajes más, se expresa la idea de que la santificación del hombre procede de [468] Cristo. La Encarnación no tuvo lugar sino para deificar al hombre. Es, pues, un proceso único: el misterio de la voluntad del Padre abarca en Cristo a la humanidad entera en cuanto unida a Él. Por esta unión, por esta presencia de Cristo en los hombres, nuestra santificación es el último cabo del magno mystérion de la voluntad del Padree Por esto San Pablo llama a esta unión muchas veces misterio, sin más. Los latinos vertiron la palabra mystérion. por sacramentum, una expresión que aparece en Tertuliano y cuyo origen es sumamente discutible. Lo malo de esta traducción está en el equívoco que puede suscitar. Puede pensarse en que significa los siete sacramentos de la Iglesia. Que este sentido no esté excluido del misterio lo veremos inmediatamente; pero el sentido primario de la palabra no se refiere formalmente a estos siete sacramentos. Baste recordar la expresión "sacramento de la Iglesia" para comprender que tras los siete sacramentos subyace un sentido más radical. Conservemos, pues, para comenzar, el vocablo griego de mystérion.
La palabra sacramento indica para nosotros, ante todo, una acción. Pues bien: no es éste el sentido primitivo de la palabra misterio. El misterio, como tal, no es una acción por parte del hombre. Todo lo contrario: es una especie de realidad en la que se introduce el que participa de ella. Sólo así se comprenden las expresiones usuales, no exclusivas del cristianismo: iniciarse en los misterios, ser iluminado en los misterios. etcétera. Sí empleamos la idea de causalidad, esencial en el problema, habrá que apuntar ante todo a la causalidad formal. El misterio es algo de que participa el iniciado y que, por participar en él, sufre una intrínseca transmutación. El contenido del misterio está íntegra e íntimamente presente en cada uno de los que se inician en su participación. Tratándose del cristianismo, el contenido del misterio no es otro sino nuestra deificación: el misterio es la deificación misma. Pero hay que añadir algo más: el misterio es la deificación misma, pero en el modo real y efectivo con que fue obtenido. De suyo, Dios hubiera podido deificar al hombre de infinitas maneras diferentes; pero de hecho lo hizo por la Encarnación, y dentro de ella por aquel acto de Cristo al que la Encarnación iba [469] dirigida, y por el que mereció la deificación de los demás hombres: su sacrificio redentor. De ahí que el contenido de la palabra misterio signifique la participación del hombre en el sacrificio redentor de Cristo. Esta presencia de Cristo en cada uno de nosotros es precisamente el misterio en su última perfección.
San Pablo llamó a esta unión sóma, cuerpo, y ello por dos razones. Primeramente, porque en virtud de esa presencia somos aquello en que se recibe a Cristo como principio de la vida de la gracia; y ya vimos que se llama sóma, cuerpo, a aquel ámbito material en que se expande y realiza el principio vital; en este sentido el carácter somático del misterio procede, en cierto modo, de nuestra propia condición somática. Pero es sóma en un sentido todavía más hondo. La deificación fue obtenida por Cristo por su pasión y muerte, por algo, por tanto, que afectó formalmente a su propio sóma. Como la deificación produce en el hombre, en expresión paulina, la muerte del hombre viejo y la generación del nuevo, nuestra humanidad natural desempeña relativamente a la acción deificadora de Cristo la misma función misteriosa que desempeñó en Cristo: una especie de pasión analógica por la que nace el principio sobrenatural de la gracia.[12] Por nuestra unión a la pasión y muerte somáticas de Cristo esta unión con Él recibe más propiamente el nombre de sóma. Como el sacrificio redentor de Cristo fue el magno misterio, de que San Pablo habla, su presencia sacrificial en nosotros tiene también carácter de misterio. Lo cual explica la expresión paulina de que nuestro sóma es místico. Místico no significa metafórico. Es un modo de realidad. Recordemos que la causalidad formal tiene muchos modos. En Cristo pasible su acción redentora tenía un carácter, que para entendernos podemos llamar histórico. En el misterio de la deificación humana está íntegramente presente el contenido de la acción redentora, pero en lo que tuvo de misterio y en forma también de misterio, no en su forma puramente histórica. No insistamos de momento excesivamente en que lo formalmente presente de Cristo en el [470] misterio deificante sea la integridad formal del modo de su obra redentora: basta con que haya una participación en ella. Ello justifica en todo caso que la expresión cuerpo místico tenga un sentido real. Entonces se comprende lo que significa más concretamente la iniciación en el misterio; significa tomar parte en el sacrificio redentor de Cristo. Por este sacrificio, que fue el acto formal en que se consumó la santificación de la humanidad, porque fue el acto formal por el que el Dios santo se comunica al hombre por la gracia, San Pablo llama a Cristo hágios santo. La santidad reside primaria y formalmente, para los efectos de la deificación, en el acto radical de Cristo que fue su sacrificio al Padre. En la epístola a los hebreos, de consuno con el resto de las demás epístolas, se presenta este sacrificio como el supremo acto sacerdotal de Cristo, que ofrece su propia vida por la redención humana. Fue el supremo acto cultual. La esencia del culto es el sacrificio. Por él se le llamó santo a Cristo, y por la misma razón nuestra realidad somática y mística tiene un carácter de realización cultual: nuestro cuerpo místico es santo porque es cultual. En este sentido San Pablo llama también al sóma Iglesia. Pero Iglesia no significa primariamente (tal fue por lo menos la interpretación de los Padres griegos) una organización jerárquica, sino la presencia vital de Cristo en cada hombre por su sacrificio redentor. Por esto se dice de la Iglesia que es santa: significa que consiste formalmente en reproducir de modo místico el supremo acto cultual y sacerdotal de Cristo. Por esto culmina en el Sacrificio de la Misa. El aspecto jerárquico de la Iglesia le es esencial, pero está derivado de esta presencia de Cristo en ella, como principio vital para su sacrificio.
En el misterio sacramental así entendido, tenemos, pues, el magno misterio paulino en su última manifestación y concreción. Recordemos ahora la vida trinitaria de la que nuestra deificación no es sino una participación formal, en el sentido indicado. Dios Padre es, en su designio, en el arcano de su voluntad, el misterio radical. Cristo es la manifestación de ese misterio, pero no solamente en el sentido de que con su logos lo expresó, sino de que lo realizó por su encarnación y por su pasión. De ahí que la presencia de Cristo en su cuerpo [471] mistico tenga esta doble dimensión. Cristo se halla presente en la Iglesia por su Palabra y por su Vida: como depósito de la revelación, y como fuente efectiva de deificación sacramental. En este sentido Cristo es el sacramento radical, el sacramento subsistente. El Espíritu Santo realiza y confirma la acción de Cristo llevando a acto su doble presencia en la humanidad: garantiza incólume la integridad del depósito revelado, y ejecuta en cada hombre la obra redentora de Cristo, ratifica en acto la fecundidad de su pasión. Así, pues, la Iglesia en el sentido de sacramento, y la Iglesia en el sentido de depositaria de la revelación, se hallan entre sí radical y esencialmente unidas. De aquí arranca el carácter social y jerárquico de la Iglesia. Pero dejemos para luego este segundo aspecto de la cuestión.
Como por lo que aquí nos preguntamos es por la raíz próxima de nuestra deificación, naturalmente tenemos que referirnos al misterio divino en su tercer sentido: es la confirmación del misterio de Cristo en cada uno de los hombres por obra del Espíritu Santo. ¿Cómo se realiza esta ratificación de la redención de cada hombre? Mediante una acción del Espíritu Santo. Y entonces es cuando la palabra misterio cobra el sentido de acción sacramental, propia a los siete sacramentos. Pero así y todo hay que distinguir cuidadosamente en el sacramento, como acción, los dos aspectos de la causalidad que desde el comienzo de estas páginas saltan a cada paso. Para los griegos, el aspecto eficiente de la causalidad está siempre subordinado al aspecto formal. Lo eficiente no tiene más misión que servir de vehículo a la irradiación formal de la causa en el efecto. Y en esta irradiación se halla, para los griegos, lo propio de la causalidad. Aplicado a los sacramentos, esto significa que las acciones sacramentales han de ser entendidas desde el punto de vista de la participación real del hombre en la redención de Cristo, participación que se produce en aquellas acciones. Más aún: estas acciones se llaman sacramentos precisamente porque en ellas se realiza el sacramento; pero no son primarias y radicalmente sacramentos por lo que tienen de acción eficiente. [472]
Veamos ahora la estructura de los sacramentos así entendidos. Son, ante todo, unas acciones materiales, que representan la pasión y muerte de Cristo, y que, por obra del Espíritu Santo, reproducen realmente en el hombre aquello que representan. Es lo que se dice cuando se afirma que los sacramentos contienen la gracia que producen. Vemos entonces claramente cómo todo lo que el sacramento tiene de acción no es sino el vehículo ejecutor de esa reproducción formal. Y como lo que representan y reproducen es la obra redentora de Cristo, resulta que los sacramentos, como presencia sacramental o misteriosa de Cristo, son acciones reales de Cristo.
Aunque resulte insistente, volvamos a la idea de la perikhóresis trinitaria, que encuentra su última manifestación ad extra en el misterio sacramental. Por acción deliberada de Cristo —es una cuestión de hecho—hay unos cuantos elementos materiales que sirven de base y causa a la acción sacramental. Pues bien: el Espíritu Santo toma la materia y, por la eficacia estrictamente causal (y no meramente ocasional) que imprime a ésta, nos infunde a Cristo, y con ello nos lleva al Padre. Esta acción trinitaria envuelve en sí los tres elementos esenciales de todo sacramento.
a) La causalidad de los elementos materiales—El agua, el pan, el aceite, etc., son los elementos materiales que producen la acción del Espíritu Santo. Nunca se insistirá bastante en que es la causalidad real y propia de estos elementos materiales la que produce el efecto intentado por el Espíritu Santo. Por esto se ha hablado muchas veces de una analogía entre los sacramentos del cristianismo y ciertas acciones de las religiones helenísticas. Pero la diferencia es esencial. En primer lugar, ninguno de estos elementos tiene eficacia sacramental por sí mismo, por su ser natural, sino solamente por el carácter instrumental que poseen en manos de la intención superior del Espíritu Santo. Esta leve oscilación basta para separar metafísicamente la causalidad sacramental de toda especie de magia o de teurgia. Pero recíprocamente subrayemos que en su peculiar deformación estas prácticas de las demás religiones mantienen algo que es esencial a todo verdadero [473] sacramento: la causalidad de los elementos materiales. En segundo lugar, esta intención del Espíritu Santo se halla vinculada al elemento material como lo simbolizado a su símbolo. Las acciones materiales en el sacramento significan simbólicamente aquello que quiera producirse. Pero aquí está la segunda diferencia con todo cualquier presunto sacramento pagano: el simbolismo de los elementos sacramentales tampoco es un símbolo natural, sino un simbolismo sobrenatural expresado en la fórmula ritual: el misterio de la redención de Cristo. En definitiva: los sacramentos son símbolos que significan algo. Pero no olvidemos que en esta simbolización es esencial la causalidad real de los elementos materiales. Dicho en una sola palabra: los sacramentos son símbolos eficaces de aquello que significan.
b) La presencia de Cristo.—Lo que el Espíritu Santo ejecuta es precisamente la perpetuación de Cristo en nosotros. Después de lo dicho anteriormente, no será menester insistir en que esta presencia significa en definitiva la gracia. Ya vimos páginas atrás el sentido de la implicación y unión de estos dos términos. Pero aquí es donde es menester volver a recordar la manera especial cómo los Padres griegos afrontaron el problema de la gracia. Los latinos propendieron a ver en la gracia un efecto que se sigue de la obra redentora de Cristo, y que por su interna cualidad atrae hacia nosotros la fecundidad de su sacrificio. Los Padres griegos se colocan más bien en el punto de vista de la causalidad formal. La gracia sacramental es la participación sacramental del hombre en la redención. Por tanto, la redención no actúa solamente como una causa eficiente y meritoria que, realizada en su tiempo, se perpetúa solamente en sus efectos, sino como algo que tiene realidad actual, bien que en su contenido y en su modo puramente de misterio. Es lo que todavía se expresa en la liturgia latina cuando se dice que cuantas veces se reproduce este misterio (la Misa) se ejecuta la obra de nuestra redención. Esto no quiere decir que al sacramento y al Sacrificio de la Misa les sea indiferente el suceso del Calvario. El sacramento no es sino una participación de aquel acto, y, por tanto, sólo de él recibe su valor y su eficacia. Pero ello no obsta para que lo [474] que el sacramento produzca sea, en una forma u otra, una "re-producción" de lo que en el Calvario aconteció. El símbolo eficaz que en manos del Espíritu Santo produce lo que significa, reproduce, por modo de participación, la obra redentora de Cristo. Algún teólogo contemporáneo ha intentado dar un paso más. Desde el momento en que por la acción sacramental participamos en la obra redentora de Cristo, es innegable que ésta se halla presente en algún modo en cada uno de los que reciben el sacramento. Hasta aquí no hay nada que no sea la transcripción literal del dogma revelado. Pero en la nueva concepción a que aludo se precisa más concretamente la índole de ese modo: lo que está presente es el sacrificio redentor en todo el decurso de su integridad. En esta concepción lo esencial estriba en distinguir dos modos de presencia de la obra de Cristo en la tierra. Uno es el modo radical, y, sí se quiere, histórico: fue el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Pero otro modo distinto y esencialmente fundado en el histórico, pero no menos real que él, es el místico, por vía de causalidad formal y ejemplar. Los sacramentos simbolizarían la vida y la muerte reales de Cristo, y producirían en su gracia sacramental la presencia y la reproducción de esta vida y muerte, bajo especies místicas. De ahí ha derivado una interesantísima interpretación del bautismo y de la eucaristía como ritos sacramentales. No entremos en el fondo de esta cuestión. La abundante prueba documental, sobre todo de Padres griegos, no impone una conclusión apodíctica a favor de esta teoría. Se ha hecho observar, y con razón, que los Padres griegos no hablan sino de una participación en la obra redentora de Cristo; concluir de aquí que esta obra redentora se encuentra presente por ejemplaridad, en todo su despliegue en el efecto sacramental, es una conclusión, sí se quiere, lógica, pero que no se halla formalmente contenida en la patrística griega. Sin embargo, añadamos que la distancia que la separa de esta conclusión es simplemente milimétrica: evidentemente el espíritu, los conceptos y las expresiones de los Padres griegos convergen asintóticamente hacia esta interpretación.[13] [475]
c) La vida sobrenatural con el Padre.—Mediante nuestra participación en la obra redentora de Cristo participamos en su función sacerdotal. Ofrecemos con ella al Padre, en forma de reproducción, el sacrificio del Hijo, y unidos a Él merecemos la vida eterna. La esencia de la vida sobrenatural es este diálogo cultual, sacrificial, del hombre con Dios por su unión con Cristo. Es esencialmente religión.
Por esto, como decía al principio, para San Pablo, Sacramento e Iglesia son dos dimensiones congéneres. Los sacramentos son los que forman a la Iglesia, y la Iglesia es, si se quiere, el misterio sacramental de Cristo.
De aquí arranca el segundo aspecto de la Iglesia como organización jerárquica: la Iglesia, en este sentido, representa la forma visible de la deificación en el universo.
3.—Consecuencia de la deificación. Por la gracia sacramentalmente obtenida somos, según hemos visto, hijos de Dios porque poseemos su misma naturaleza, por participación. Recordemos ahora, según decíamos al principio, que todo ente finito, por su propia naturaleza, en virtud de su propio ser, tiene en primer lugar una unidad consigo mismo. Por la gracia tenemos una vida sobrenatural que nos confiere un cierto modo de intimidad superior, anclados en la eternidad. En segundo lugar, todo ente finito se halla unido, primariamente también, a la fuente del ser. Por la gracia, ya hemos visto que poseemos una vida sobrenatural por fe y por amor que nos sumerge en el Padre. Finalmente, en virtud de su propia naturaleza, todo ente finito está unificado con todos los demás de su especie. Tratándose de seres inanimados, esta unidad es simplemente una agrupación por clases. En los seres vivos tenemos algo [476] más: unidad de generación. Pero las personas tienen un tipo superior de unificación; por su propia índole cada hombre está personalmente vertido hacia los demás, en forma que éstos no son ya simplemente "otros", sino "prójimos". Pues bien: volvamos a la gracia. Por ser imagen de Cristo, cada se halla vertido a los demás en Cristo. Es lo que estrictamente se llama charitas, caridad. Pero cuidemos de evitar el equívoco de tomar la expresión en sentido exclusivamente ético. Para San Pablo, lo decisivo de la unidad interpersonal cristiana es hallarse fundada y asentada en la gracia, en Cristo. Y esto es lo que da a esa unión un carácter en cierto modo metafísico. Porque a la caridad como movimiento de la voluntad le sirve de raíz la caridad como situación metafísica en que previamente nos hallamos instalados por Cristo. Como la gracia es la impronta de Cristo en nuestro ser personal, el cual se halla socialmente vertido a los demás, resultará que la gracia de Cristo envuelve constitutivamente la deificación de la dimensión social del hombre. A la totalidad humana de los fieles así entendida es a lo que en última instancia llamó San Pablo Iglesia. Pero, según apuntamos, para el propio San Pablo la Iglesia así entendida arranca de la Iglesia como expresión de la unión de cada fiel con Cristo. No se trata, pues, en primera línea de una simple organización, sino de una verdadera unidad vital, que se difunde y estructura orgánicamente por la presencia real y mística de Cristo como principio y fuente de gracia. En este sentido entendió también San Pablo el nombre de kephalé, cabeza de la Iglesia, con que designa a Cristo. Cristo no es sólo principio de vida para cada hombre, ni para todos los hombres, sino para todo el género humano unitariamente considerado. En Cristo queda vitalmente unificada la humanidad entera, al igual que se halla vitalmente contenida en el primer hombre por generación. Al concepto de "cabeza", en el pensamiento paulino, corresponde ser, no solamente principio de vida, sino de una vida orgánicamente unificada. El principio vital se expande, y al expandirse "plasma" la diversidad de miembros, los "articula" una vez plasmados, y los "mantiene" compactos una vez articulados (Col., 2,19; Er., 4,16). En estos tres aspectos se actualiza el principio vital como [477] uníficante. Ser cabeza es así, ser principio de "ser-corpóreo". La Iglesia entera es también en este sentido un cuerpo místico donde actúa vitalmente Cristo como cabeza suya. Es, si se quiere, lo visible de la presencia real de Cristo en la tierra.
De esta suerte, por la deificación, se produce la última e integral unidad ontológica del ser humano en comunidad con los demás: "ut consummati sint in unum"; "sed unos como el Padre y Yo somos unos". Es la unidad ontológica de la Trinidad ad extra. El Espíritu Santo es la enérgeia de Dios; realiza y mantiene por esto a la Iglesia; por la acción del Espíritu Santo la Iglesia recibe la presencia de Cristo en su doble forma de depositaria de la revelación, y de dispensadora de sus sacramentos; y por ella Cristo lleva los hombres al Padre. Estaré con vosotros, dijo Cristo, hasta la consumación de los siglos. Es el aspecto social de la perikhóresis trinitaria, esencial a la deificación para el Nuevo Testamento. La Iglesia constituye la deificación de la Sociedad humana por la presencia real y misteriosa de Cristo. En este punto se inserta la dimensión histórica de la Iglesia, al igual que tratándose de la vida de Cristo. La perikhóresis trinitaria abarca a la sociedad humana no solamente en su estructura social, sino en su despliegue histórico y temporal. El misterio de la voluntad del Padre comenzó a ser ejecutado por el Espíritu Santo en tres etapas sucesivas. En la primera se incoa, por vía preparatoria, la revelación del designio en el Hijo. Pero precisamente porque en esa etapa este designio no está aún revelado, los Padres griegos han visto en todo el Antiguo Testamento, en cierto modo, la religión del Padre. Con la vida histórica de Cristo el Espíritu Santo lleva a cabo la manifestación formal del misterio. Y a partir de este momento, con la constitución de la Iglesia, el Espíritu Santo lleva a los hombres por el Hijo al Padre. La consumación de esta obra será por esto la consumación de los tiempos. El juicio que la historia entera merece entonces a San Pablo es fácil de entender. Reprochó a los judíos no haber visto en Cristo al Hijo de Dios, y, por consiguiente, no haber conocido al Padre. Reprochará a los infieles de todos los tiempos venideros el no creer en la Iglesia, esto es, en el Espíritu Santo, y, por tanto, no haber creído ni en el Hijo ni en el Padre. Para San Pablo, el no creer en la Iglesia [478] tiene un sentido paralelo al de su doctrina trinitaria acerca de la Iglesia: el no creer en ella es una especie de perikhóresis negativa; es una negación de la Trinidad misma en su operación deificiente.
Esta unidad deificante del amor es ya una realidad, según acabamos de ver. La vida eterna, por tanto la gloria, es ya una realidad. Pero al igual que el principio de esta vida no está sino en germen. Su confirmación y su plenitud en visión, en posesión inamisible de la Trinidad será la vida eterna en la gloria, después de la muerte. En ella la unión del ser humano en amor consigo mismo, con los demás y con Dios, quedará sellado. Y con ello la reversión de las criaturas todas, y en especial del hombre a Dios. San Pablo insiste, en efecto, según vimos, en que la causalidad ejemplar de Cristo glorificado es prenda y tipo de glorificación de toda la creación visible, y dentro de ella del hombre entero con su propio cuerpo: es la idea de la resurrección de la carne. El cosmos entero está en cierto modo afectado por la encarnación. Al encarnarse el Hijo, este eón, este siglo, recibió su pléroma, la plenitud de los tiempos. Por esto el segundo eón, la vida eterna, está ya incoado en el cosmos. Por el advenimiento de Cristo se producirá la consumación de los siglos y el imperio exclusivo del otro eón, de la vida eterna.
Resumamos. En Dios, como amor efusivo, su éxtasis procede a la producción de una vida personal en que subsiste el acto puro de su naturaleza: es la Trinidad. Su ser efusivo tiende a exteriorizarse libremente en dos formas. Primero, "naturalmente", produciendo cosas distintas de Él: es la creación. Después, "sobrenaturalmente", deificando su creación entera mediante una Encarnación personal en Cristo y una comunicación santificadora en el hombre por la gracia. Por esta deificación, que afecta en algún modo a la creación entera, ésta vuelve a asociarse a la vida íntima de Dios, pero de modo diverso: en Cristo, por una verdadera circuminsesión de la naturaleza humana en la divina; en el hombre, por una posesión extrínseca, pero real de Dios; en los elementos visibles, por una transfiguración gloriosa.
NOTAS
[1] Aunque no es de fe esta aserción, fue la mente de los griegos y hoy doctrina casi universal en la teología, con excepción de los nominalistas y de algún teólogo aislado (Bellarmino).^
[2] En Filón, las potencias son los intermediarios entre Dios y el mundo.^
[3] Me refiero, naturalmente, a la comunicabilidad. El hecho de su comunicación efectiva, en la creación, es libre, pero en la Trinidad misma es necesario.^
[4] Es cierto que los Padres griegos entendieron el término de enérgeia más bien en el sentido de las operaciones divinas trascendentes. Pero como éstas son la manifestación ad extra de las inmanentes, el vocablo enérgeia tiene también un sentido intradivino, que es el que apunta la interpretación a que me refiero en el texto.^
[5] A veces, por una razón obvia, aplican los Padres griegos las denominaciones de enérgeja y dynamis tanto al Hijo como al Espíritu Santo. Se les llama dynamis porque son la actividad del Padre, y enérgeia, porque son su riqueza en acto puro. Pero reservan la expresión dynamis más especialmente para el Hijo, y la enérgeia más especialmente para el Espíritu Santo.^
).^[7] Dejamos de lado aquí la distinción entre naturaleza y persona. Pero todo pneuma es personal, o por sí mismo, o por una asumpción trascendente (en Cristo). El concepto de zoe sirve también para expresar la vida humana en general; asi zoé aiónios, la vida eterna.^
[8] Al decirlo, no perdamos de vista que esta modificación en sus tres dimensiones (si mismo, las demás cosas, Dios) no es algo añadido al ser, sino constitutivo suyo, en el sentido explicado páginas atrás.^
[9] Es esencial que la historia de las religiones se vaya elaborando con métodos teológicos y no solamente arqueológicos y filológicos. El caso de la divinización de los agentes naturales o de los hombres no es único en este respecto. La idea del Sacramento, enfrentada con la magia o con los ritos de varias religiones, es otro. Pero el método ha de emplearse sistemáticamente y extenderse a todos los aspectos de las religiones. Quede el tema para otra ocasión.^
[10] En el mundo greco-latino se expresaba también la adopción como una "regeneración", un "renacirniento", palingenesia. Entonces resulta aún más claro lo que queremos decir al hablar de nuestra filiación divina, según San Pablo.^
[11] Recuérdese el empleo, a veces genérico, del término dynamis, aplicado tanto al Hijo como al Espíritu Santo. En la expresión dynamis Theou puede verse: recibir la fuerza de Dios. Ahora bien, ésta es la obra del Espíritu Santo; pero su contenido, lo operado, es formar al Hijo en el hombre. Dynamis se toma, pues, aquí en sentido lato.^
[12] De aquí el sentido metafísico y originario de la "mortificación".^
[13] Seria tentador comparar esta concepción de la causalidad de los sacramentos con la teoría de la causalidad intencional propuesta por Billot. En esta última el aspecto eficiente de la causalidad va siempre subordinado al signitivo o intencional. Ahora bien: la relación intencional, sobre todo cuando es eficaz, es de tipo más bien formal. Tal vez la teoría de Billot, desarrollada en esta dirección, mostraría una fecundidad insospechada. Pero no hago sino apuntarlo tímidamente como una mera sugestión. Haría falta un estudio más detenido del problema. Quédese ello para los teólogos de profesión.^