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Xavier Zubiri

CIENCIA Y REALIDAD

 

Bibliografía oficial #43, pp 61-95, paginación de la 5a edición, y

Bibliografía oficial #40: Escorial 10 (1941) 177-210

 

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I. "EPISTEME" Y CIENCIA.

1. EL PUNTO DE PARTIDA.

2. EL PROBLEMA DE LA EPISTEME Y DE LA CIENCIA.

3. EL TIPO DEL SABER.

 

II. LA IDEA DE LA REALIDAD.

1. LAS COSAS.

2. EL UNIVERSO.

3. LA IDEA DE LA REALIDAD.

 

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Durante los siglos modernos, a partir del xvii, el hombre vive tan persuadido de que la realidad le viene descubierta por la ciencia, que nada parece haberle hecho reparar en la existencia de esta persuasión básica. Nunca cupo al hombre moderno la menor duda de ello. Podrá ser que la ciencia le resulte fragmentaria y cambiante; pero con resolución ha visto en estos dos caracteres algo más que una triste condición humana, los ha elevado a la categoría de estructura formal de la ciencia y ha hecho así de ésta una constitutiva aproximación a la realidad. De suerte que todo cuanto haya en realidad de accesible para el hombre, habrá de serlo en modo eminente por la ciencia. El auge del ciencismo viene determinado no tanto por un racionalismo o por una crítica positivista del conocimiento, como por esta convicción profunda de que en la ciencia se sirve al hombre la única parcela de realidad que le es accesible con certeza. De aquí la precipitada carrera con que el hombre moderno se ha lanzado a multiplicar gigantescamente la constitución de ciencias, no sólo para el mundo físico, sino también para el humano y hasta para el divino. Recordemos, de pasada, la psicología, la sociología, la llamada ciencia de las religiones y la fe con que la Historia ha querido identificar lo sabido por la ciencia histórica, con el trozo de pasada realidad accesible al hombre presente.

No es, ya lo indicaba, que la ciencia no haya reconocido sus propios límites; no se trata de esto. Precisamente, el propio siglo xix ha iniciado, en sus últimos años, una minuciosa crítica de la labor científica, motivada y dirigida por el contenido mismo de la ciencia. Pero para los efectos propiamente filosóficos, esta crítica ha sido las más de las veces turbia y confusa. Se ha pasado por todos los matices comprendidos entre un prudente "parcialismo" en la conquista de la realidad ("sólo nos es accesible una parcela de realidad; no sabemos el todo de nada"), {64} hasta el simbolismo pragmatista ("la ciencia nada tiene que ver con la realidad, sino con las necesidades humanas; es un conjunto de convenciones útiles para el manejo de las cosas"). Pero en el fondo de todas estas actitudes late la impresión profunda de que de la suerte de la ciencia depende la suerte de la realidad accesible al hombre, por lo menos en su aprehensión intelectual; en tal forma, que si el hombre tuviera otro contacto con aquélla, habría de ser por una intuición irracional.

Pero si se pregunta qué se entiende por ciencia, cualquiera que sea la respuesta que se dé a esta interrogante, se propende casi siempre a concebir la ciencia, en singular, como un esfuerzo unívoco por conquistar intelectualmente la realidad de las cosas. La historia de la ciencia sería tan sólo el conjunto de variaciones que ha sufrido su campo de acción. Habiendo comenzado a tener en el mundo griego un alcance desmesuradamente absoluto, ha ido limitando sucesivamente sus pretensiones y afinando con ello el trozo de realidad que aprehende. Hoy, en cambio, sabemos quizá más y mejor que los griegos, precisamente porque nos proponemos saber menos. Pero no se trataría sino de diferencias de grado. El gran teórico del conocimiento de la realidad fue, en efecto, Aristóteles, en los Segundos analíticos. Y es casi constante decir que este libro constituye la teoría aristotélica de la "ciencia". Cuando, a partir del siglo xiv, se inició el auge de la Nuova Scienza y la ofensiva del pensamiento moderno contra el saber aristotélico, la metodología de esta nueva ciencia se presentó, ante todo, como una crítica de la silogística de Aristóteles, como una derogación de la ciencia aristotélica, para sustituirla por otra nueva. Pero la novedad no afectaría sino al contenido y al método, no al intento intelectual mismo. Todo parece, pues, confluir a llevarnos a la idea de que lo que el griego llamó epistéme significa lo mismo que lo que nosotros llamamos ciencia, y de que la gran obra de la ciencia moderna ha consistido en mostrar la falsedad o, cuando menos, la pobreza del contenido de la presunta "ciencia" aristotélica, para dar al hombre un nuevo método en orden a este mismo intento. Variamente realizado y con resultados distintos en los diferentes momentos de su historia, la ciencia sería, pues, siempre un {66} esfuerzo unívoco por conquistar intelectualmente la realidad de las cosas.

Sólo Kant rompe con esta concepción unívoca del esfuerzo científico. Kant tuvo la genial visión de que el concepto de realidad no es unívoco para los efectos del saber humano y de que el esfuerzo mismo por saber carece radicalmente de esa misma univocidad. La distinción entre fenómenos y noúmenos, en efecto, se da en el seno mismo de los objetos; baste recordar el título de uno de los párrafos de la Crítica de la razón pura: "Sobre el fundamento de la distinción de todos los objetos, en general, en fenómenos y noúmenos." Con lo cual resulta que la realidad que la ciencia aprehende no es realidad en el mismo sentido que cuando se habla, sin más, de la "realidad de las cosas". Pero esta distinción kantiana no posee siempre suficiente claridad; no sólo por lo que afecta al término "fenómeno", sino tampoco por lo que respecta al "noúmeno", máxime sí se identifica éste, a su vez, con el mundo de la metafísica. Por otra parte, si bien la distinción kantiana pone en claro, por lo menos, la no-univocidad inherente al concepto de realidad, y obliga, en consecuencia, a distinguir en Aristóteles lo que haya de ciencia de lo que haya de metafísica (distinción rigurosamente establecida por el propio Aristóteles, pero dentro de un concepto más alto y estricto de la metafísica), parece, no obstante, que Kant mantiene la idea de que lo que en Aristóteles haya de ciencia se mueve en la misma línea que la ciencia moderna.

Todo ello invita a meditar sobre la. manera como se comportan mutuamente ciencia y realidad. Sin pretender ni tan siquiera delinear el perfil completo de tan magna cuestión, séame permitido apuntar, por lo menos, algunas observaciones que estimo esenciales y que, para mayor claridad, agruparé en torno a dos puntos fundamentales:

1.o Lo que el griego llamó epistéme es esencialmente distinto de lo que nosotros llamamos ciencia. Aunque nuestros Diccionarios no posean otro vocablo, es un error traducir la palabra "epistéme" por "ciencia".

2.o La idea de realidad que en ambas se supone es radicalmente distinta; sin que, -por otra parte, dicho sea de paso, se {66} haya tocado todavía con esta distinción al objeto propio de la filosofía primera, que queda fuera de nuestras consideraciones.

Con lo cual, si bien queda justificada la ciencia moderna queda más al descubierto, como algo extracientífico, el ingente problema de la realidad de las cosas.

 

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I

"EPISTEME" Y CIENCIA

 

El vocablo y el concepto de epistéme nace como término técnico autónomo, tan sólo en tiempo de Sócrates, y el problema que plantea se desarrolla con plenitud en Platón y en Aristóteles.

El idioma griego carece de un término genérico para designar todos los modos del saber; no hay en él ningún vocablo que signifique simplemente "saber", en toda la neutralidad y amplitud que esta palabra posee en nuestros idiomas. Existen, en cambio, términos que indican modos distintos de eso que nosotros llamamos saber, pero con una concreción y una riqueza de matices que quedan irremisiblemente perdidos, casi siempre, al traducirlos a idiomas modernos. Por ejemplo, gignóskein y syniénai.

El primero apunta el saber de las cosas adquirido en el trato efectivo con ellas, especialmente con la vista, y es un modo de conocerlas inequívocamente, tales como se presentan en la vida práctica. Es un saber que se funda en "haberlo visto uno por sus propios ojos"; por ejemplo, saber que esto que veo es un peral y no un manzano, un rombo y no un cuadrado, etc. Como a la figura (en el sentido lato del vocablo) que las cosas ofrecen a la vista llamó el griego eîdos,[1] el problema de este modo de saber quedó íntimamente vinculado al problema de discernir inequívocamente las cosas por sus eîdos, apoyándose en la impresión real y efectiva que producen sobre el hombre. Va envuelto así en este modo de saber un modo de sentir, gracias al cual {68} tenemos noticia de las cosas, en la acepción etimológica del vocablo latino, que posee la misma raíz que el griego: la visión de las notas del objeto. Por otro lado, la notoriedad que la nota lleva pone a este modo de saber en íntima relación con la opinión pública, con la dóxa, transformándose así el "sentir" en "sentencia".

El segundo apunta más bien al poder que tiene el hombre de producir pensamientos, de emitir proposiciones y expresiones que, en su detalle, podrán ser o no adecuadas a las cosas, pero que implica la existencia de una capacidad de entenderlas, en perfecta armonía y hasta simbiosis con la compleja estructura de la realidad. Es el poder de "entender" algo complejo, de expresarlo e ir de acuerdo en nuestras expresiones con el montaje mismo de la realidad. Lo cual no obsta para que en su ejercicio este poder conduzca, a veces, a pensamientos y explicaciones falsas.

Entre ambos términos surge la idea y el vocablo de epistéme, que designa, por lo pronto, un modo de saber acerca de las cosas que rebasa la esfera de su simple noticia. Es algo más que saber, por ejemplo, que esto es un árbol, o que este árbol es un manzano y no un peral. Pero tampoco es un mero conjunto de pensamientos que expliciten las cosas, porque el pensamiento así entendido puede estar de suyo conforme o disconforme con éstas. La epistéme es un modo de intelección que viene determinado por la visión de la interna estructura de las cosas, y que, por tanto, lleva en silos caracteres que le aseguran la posesión efectiva de lo que son aquéllas en su íntima necesidad. A lo que más se aproxima es a la idea de un conocimiento, a diferencia de la simple noticia o del mero pensamiento. Es el precipitado intelectual que depositan las cosas, gracias al cual podemos declararlas y explanarías desde ellas mismas y asistir a su interno despliegue. Por esto envuelve el concepto de epistéme la idea de un cuerpo total de verdades en que se articula la totalidad de los rasgos constitutivos de su eîdos (construcción del eîdos). En este sentido, la epistéme es algo que nos aproximaría a lo que nosotros llamamos ciencia.

La ciencia moderna, en efecto, es también un saber que rebasa la simple noticia de las cosas. Pero en este caso, noticia no {69} significa el eîdos y la figura pregnante y rigurosa que de aquéllas poseemos, sino las impresiones más o menos precisas, pero siempre vagas, que acerca de sus coincidencias y regularidades obtenemos en la vida corriente. Noticia significa aquí tan sólo conocimiento empírico; y a él se opone el conocimiento científico, que pretende descubrir la inexorable necesidad objetiva de las cosas. El rigor científico no significa tanto la posesión de la interna necesidad de las cosas, sino la precisión objetiva; con lo cual no es un azar el que la ciencia no logre lo que se propone sino sustituyendo las cosas llamadas empíricas, las cosas tales como aparecen en la vida corriente, por otras cosas que se comportan relativamente a las primeras, como el límite a las fluctuaciones que a él se aproximan. Mientras la epistéme griega trata de penetrar en las cosas para explicarlas, la ciencia moderna trata, en buena parte, de sustituirlas por otras más precisas.

No tratamos aquí de comparar la ciencia positiva de los griegos con la nuestra, ni la fecundidad de los métodos en que ambas se apoyan. Guiado por la idea de penetrar en las cosas, Aristóteles elabora el pensamiento silogístico y, junto a él, lo que suele llamarse inducción, epagogé. Guiado por la idea de sustituir el mundo usual por su límite preciso y riguroso, el hombre moderno ha elaborado una nueva metodología científica, ampliamente basada en un nuevo uso de la hipótesis. El tiempo mismo se ha encargado de resolver este pleito a favor de nuestra ciencia, por lo menos en lo que se refiere a sus resultados positivos. El problema es otro. Lo que separa a nuestra ciencia de la epistéme aristotélica no es la riqueza de las verdades positivas que logra, sino algo previo y más radical; sin ello no tendríamos ni tan siquiera un criterio justo para hacer el balance de estos tesoros intelectuales. Es injusto medir el alcance de la epistéme comparándola con los resultados positivos que nuestra ciencia logra, por la razón sencilla de que la epistéme aristotélica se propone algo radicalmente distinto de lo que se propone la ciencia. Considerada desde el punto de vista de lo que la epistéme se propone, la ciencia no es ni verdadera ni falsa; es otra cosa. En realidad, desconoce el problema de los griegos. Y el hecho de que se haya tomado en el Renacimiento la Lógica de Aristóteles {70} tan sólo como un mero órgano silogístico y formal del saber, es el testimonio más elocuente de lo que venimos diciendo. Ello no obsta para que, a su vez, la epistéme deje la puerta abierta a ese modo de saber que llamamos ciencia, y que representa una penosa faena llevada a cabo con éxito indiscutible, después de esfuerzos pluriseculares. El éxito de la ciencia ha podido oscurecer la legitimidad del problema aristotélico, eco de las voces más auténticas del ser del hombre; pero tal vez comienzan éstas a hacerse sentir hoy de modo cada vez más potente, a pesar, o tal vez a causa, de la riqueza misma de la ciencia.

Para mostrar el abismo que separa la intención que anima a la epistéme de la que anima a la ciencia examinemos la cuestión desde tres puntos de vista: el punto de partida, el problema que se plantea y el tipo de saber obtenido, tanto en la ciencia como en la epistéme.

 

1.El punto de partida

Fijémonos, para mayor claridad, en el ejemplo de la física, porque tanto la epistéme physiké como la ciencia física son, sin la menor duda, los dos productos más acabados de nuestro saber de las cosas.

Lo que ha dado lugar a este saber es el hecho de los cambios del universo material. Si éste fuera un mundo que descansara inmóvil sobre sí mismo, al modo del orbe matemático, no habría ni epistéme physiké ni ciencia física. Ambas nacen como respuesta a las preguntas que plantea el hecho de que las cosas sean unas veces de una manera y otras de otra. Para entendernos, llamemos a los cambios del universo movimientos. Lo que en este cambio o movimiento atrae al hombre es precisamente lo que en él se manifiesta, lo que tras él se oculta. Designemos a lo que en el movimiento se manifiesta con el vocablo tradicional de fenómeno, en su sentido más puro y casi etimológico, sin alusión a ningún sistema filosófico: lo que se manifiesta o muestra por sí mismo en algo. Movimiento y fenómeno son, pues, el doble punto de partida de nuestro saber sobre el universo {71} físico. Veamos cuán distintas son ya, en este punto de partida, la epistéme y la ciencia.

a) El movimiento.Aunque hemos tomado el movimiento en su sentido más amplio, es decir, como un cambio de estado de cualquier índole que sea, nos fijaremos, para mayor claridad, en el tipo más sencillo de movimiento: en el movimiento local. Sí un cuerpo cambia del lugar A al lugar B, decimos que se ha movido de A a B. Qué hay en este movimiento que sea propiamente movimiento?

Hay, por lo tanto, un estado inicial A y un estado final B. Como tales, forman los límites del movimiento; pero en sí mismos no van envueltos en él: el movimiento transcurre precisamente entre A y B. Qué hay en este "entre"?

Hay, indudablemente, una serie de estados intermedios por los que pasa el móvil para ir de A a B. Pero estos estados intermedios son, por muchos conceptos, esencialmente distintos del estado inicial. Entre otras razones, porque son, no los límites, sino los momentos del movimiento. Pero, además, estos estados intermedios no tienen el mismo tipo de existencia real que los estados inicial y final. En realidad, el conjunto de estos estados intermedios es, en cierto modo, arbitrario. Ninguno de ellos, propiamente hablando, es "estado", porque el móvil no "está" en ninguno de ellos, a la manera como está en el estado inicial y final. Cada estado intermediario sólo puede describirse como tal estado mediante una intervención real o mental del hombre por la que, real o mentalmente, detenemos el movimiento, es decir, consideramos cuál sería el estado del cuerpo si no continuara, si quedara estando allí donde real o mentalmente queremos detenerlo. Como estas intervenciones son arbitrarias en su disposición, el presunto conjunto de estados intermedios va orlado de un coeficiente de arbitrariedad que, de momento, no nos importa definir con mayor precisión.

Supongamos, sin embargo, realizada la ficción leibniziana de un intelecto infinito que, efectivamente, hubiera resuelto la unidad del movimiento en los infinitos estados que median entre el inicial y el final. No bastaría la simple copulación de estos estados para reconstruir el movimiento por entero. Como {72} acertadamente hacía observar Bergson, esta yuxtaposición de estados llevaría, más que a un movimiento, a la recomposición cinematográfica de un movimiento irreal: la sucesión, inclusive perfecta e infinitesimal, de estados sería un film, mas no un movimiento. Pero a esta juiciosa observación de Bergson deben añadirse algunas más. Por lo pronto, la más sencilla, y con frecuencia olvidada, de que todos estos estados han de serlo de un móvil de quien sean verdaderamente "estado". La pantalla cinematográfica no es un sujeto que vaya pasando por los diversos estados proyectados en ella; por eso no se mueve. Pero hay aún algo más. Cada uno de los estados intermediarios por que atraviesa el móvil ha de ser de tal índole, que precisamente éste no quede en aquél, sino que, por sí mismo, le lleve al estado siguiente: el movimiento no es un quedar en cada uno de los infinitos estados intermediarios, sino justamente al revés: un no-quedar en ninguno de ellos, pasar siempre de uno a otro. En cada estado, pues, hay algo que arrastra al móvil hacia el estado siguiente: es lo que desde el siglo xiv comenzó a llamarse ímpetu, el impulso inherente al móvil, una vez que está en movimiento, aunque haya desaparecido la actuación de los factores que lo desencadenaran. La mecánica moderna nació precisamente cuando pudo darse expresión matemática al ímpetu.

Por tanto, resulta claro que la mecánica considera en el movimiento local el paso de unos lugares a otros. Es el transcurso de estos diversos estados, el curso del movimiento, lo que constituye el punto de partida de la ciencia. Si se quiere, el despliegue del movimiento como función de una serie de factores, cuya determinación es precisamente obra de la ciencia.

Cuando un griego se enfrenta con el movimiento, incluso con el movimiento local, su mente va disparada hacia algo distinto. Lo que le interesa en el movimiento es el móvil que está en él. No se pregunta por el despliegue del movimiento, sino por el estado del móvil. Cualesquiera que sean las concepciones que los griegos por lo menos de la Academia o del Liceo puedan haberse formado del movimiento, coinciden todas en un punto de vista fundamental: en colocarse en el punto de vista del móvil. El movimiento no es función, sino estado del móvil. Dicho brevemente: desde este punto de vista, el móvil no está en {73} movimiento porque pasa de A a B, sino que pasa de A a B porque está en movimiento. El movimiento no se obtiene por un despliegue de estados, sino al revés: por una especie de repliegue sobre el mismo móvil descubrimos en él algo que lo hace inestable. La epistéme no busca el transcurso del movimiento, sino el ens mobile; no las mutaciones, no los estados opuestos, sino la condición de la cosa mudable, su interna inestabilidad.

En su mismo punto de partida hay, pues, una radical diferencia de intención entre la epistéme y la ciencia. Para aquélla, el movimiento es un modo de ser. Para el movimiento como función lo que cuenta son los estados que "son": la trayectoria; para el movimiento como estado, lo que cuenta son los estados que "no son", lo que queda por recorrer. En la epistéme se ve al ens mobile perforado, en cierto modo, por la oquedad del no-ser. Ya lo hice constar en otro estudio. Gracias a esto ha podido haber una mecánica. Pero es forzoso reconocer que la estructura de la epistéme en este caso nada tiene que ver con la estructura de la ciencia.

b) El fenómeno.En este movimiento, decíamos, se pone de manifiesto el móvil en sus diversos estados. Son los fenómenos. En realidad, es la definición trivial de todo conocimiento físico: el conocimiento de los fenómenos naturales.

Qué entiende la ciencia por fenómeno? Desde luego, nada que haga la menor alusión a lo que se ha llamado el fenomenismo en filosofía. Fenómeno es lo que se manifiesta en la naturaleza; por tanto, algo perfectamente real de ella: la lluvia, la caída de los cuerpos, las variaciones de la temperatura, etc.

Entendidos así los fenómenos como acontecimientos reales, la ciencia se propone determinar cuándo, dónde y cómo aparecen. Pretende circunscribir con la mayor precisión posible el área temporal y espacial de su aparición, y para esto emplea preferentemente la medida. En todo caso, el fenómeno, como objeto de la ciencia, implica la alusión esencial a alguien ante quien aparece, y sin el cual habría ciertamente existencia real, pero no un aparecer. La naturaleza es, en este sentido, espectáculo: el "espectáculo de la naturaleza" es la mejor traducción de los "fenómenos científicos". Como tal, envuelve la referencia a un {74} inevitable espectador, real o imaginario. Esta referencia es lo que hace que una realidad sea fenómeno. Imaginémonos, efectivamente, qué acontecería, para los efectos de la mecánica o de la química, si alguien insinuara a un científico una de las consideraciones siguientes. Supongamos que se dijera, volviendo al ejemplo del movimiento local, que, en esa especie de paso puntual de un estado a otro, Dios aniquilara al móvil para recrearlo idéntico en el estado siguiente. Tal fue la concepción de los axaries, de Geulinx, de Malebranche, etc. O bien supongamos que alguien pretendiera decir, a quien investigara analíticamente las moléculas del pan o del vino, que una acción sobrenatural ha hecho que ya no sean pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo. Evidentemente, nuestro físico y nuestro químico continuarían imperturbables. Ni lo uno ni lo otro afectaría en lo más mínimo a la física ni a la química. No afectaría a la física, porque el transcurso del movimiento permanecería idéntico. No afectaría a la química, porque los reactivos, según dirá la teología, al actuar sobre el pan consagrado, lo descomponen y, por tanto, recrean el ser natural de los elementos químicos. El espectáculo de la naturaleza permanece inalterado por esos trascendentales acontecimientos, precisamente porque nada hay en ellos que altere el espectáculo a los ojos del espectador humano.

Un griego encuentra el problema del fenómeno en una dimensión diferente. Mientras la ciencia considera en el fenómeno, en el aparecer, aquel ante quien aparece, el griego considera en el fenómeno la aparición de aquel que aparece. Lo que importa a un griego, más que los espectadores, son precisamente los personajes del espectáculo. Qué es lo que aparece? Quién es el que aparece? La lluvia, el color del semblante, los estados de claridad de las cosas, etc., son sucesos de la naturaleza, operaciones suyas que, en su mismo operar, constituyen el despliegue o la manifestación misma del operador. Cada evento y cada cosa descorre un poco el velo de la naturaleza y nos la muestra parcialmente. Al igual que, cuando se trataba del movimiento, el griego se preguntaba por el ens mobile, así ahora, tratándose del fenómeno, el griego se pregunta por el ens fenomenale. La cosa que aparece en su aparecer: he aquí el objeto de toda posible {75} phainomenologia griega (nada, pues, más alejado de la actual fenomenología). Como dirán más tarde los medievales: operari sequitur esse. La cosa y esta secuencia suya es lo que pretende tomar como punto de partida la epistéme. Se comprende ahora lo decisivo que había de ser para ella la hipótesis ocasionalista o el hecho de la transustanciación a que antes aludía.

Completando la fórmula anterior, diríamos, pues, que lo que constituye el punto de partida de la ciencia es el transcurso del espectáculo de la naturaleza. El objeto de la epistéme serían las cosas que se manifiestan en aquél.

Como los fenómenos de la naturaleza no son, para la ciencia, cosas, en el sentido griego (el cual, en este punto, tiene mayor afinidad con la propensión natural de la inteligencia cotidiana), resulta que los conceptos tomados de las cosas, tales como masa, energía, etc., adquieren, al pasar a la ciencia, un sentido distinto. Así es posible que la ciencia pueda hablar, por ejemplo, de transformación o equivalencia entre masa y energía. Sería un penoso equívoco creer que ello envuelve una especie de transmutación de materia en pura fuerza o cualquier otra concepción semejante; estas interpretaciones se apoyan en conceptos propios de la idea de cosa, mientras que la ciencia se apoya en conceptos aplicados a los fenómenos. La homogeneidad del vocabulario puede hacemos incurrir en fatales equivocaciones. Así como el movimiento es para la ciencia un simple transcurso, así también todos los conceptos que se agrupan e torno a la idea de fenómeno envuelven la relación a una observación y a una medida, pero no a una "cosa".

 

2.El problema de la "epistéme" y de la ciencia

En este movimiento y con estos fenómenos, tanto la epistéme como la ciencia tratan de estudiar lo que llamamos la naturaleza. La naturaleza se concibe siempre como ese todo circundante de donde emergen, como por un nacimiento, los fenómenos naturales. Interprétese este nacimiento como una verdadera generación al modo griego o como un mecanismo al modo {76} moderno, siempre se trata de una emergencia o procedencia de los fenómenos respecto de esa naturaleza, concebida como fuente o sistema de fuerzas productoras de aquéllos. Y, en efecto, ante aquel espectáculo de la naturaleza, el hombre no se limita a contemplarlo, sino que trata de inquirir lo que se llaman las "fuerzas naturales".

Pero en la idea de fuerza natural, y, por tanto, en la idea misma de naturaleza, va también envuelta esa misma doble dimensión que hemos descubierto en el punto de partida.

La fuerza, en efecto, es para la ciencia algo que se manifiesta precisamente en la intensidad de las mutaciones que introduce en el curso de los fenómenos. Si se quiere, la "fuerza" se denuncia por lo "fuertes" que son sus efectos. De ahí que donde no haya mutación ni mutabilidad física ninguna, tampoco puede haber, en rigor, apelación a una fuerza. La fuerza es, pues, algo que hay que determinar teniendo en cuenta fenómenos tales corno la masa y la aceleración.[2] En la fuerza así entendida se traduce una realidad de orden fenoménico.

En cambio, un griego ve en una fuerza, ante todo, la alusión, en cierto modo, el ser fuerte. No sustantiva las fuerzas de la naturaleza: ve, más bien, en ellas en el rigor de los términos, cosas fuertes. Toda dynamis, para un griego, es esencialmente un modo de ser de la cosa que la posee. Y, por esto, la cosa que posee la fuerza de producir algo se llama, en el rigor de los términos, cosa-causa, aitía.

De aquí la diferencia esencial entre el sistema de fuerzas que la ciencia maneja y la causalidad que trata de describir la epistéme griega. Para la ciencia, la fuerza actúa por su propia índole, uniformemente. Sólo se habrá conseguido el estudio científico de una fuerza natural cuando se hayan determinado unívocamente las condiciones en que aparece y el modo como actúa, es decir, un conjunto de manifestaciones que suceden a otras anteriores. Solamente cuando aquéllas se hallen necesariamente vinculadas a las primeras podrá estrictamente hablarse de conocimiento científico. Es decir, la uniformidad en las {77} actuaciones de la naturaleza y su formulación precisa es la finalidad que la ciencia persigue, esto es, la lex, la ley. Pero tratándose de causas, esta uniformidad, esta ley, no es un objeto, sino justamente un problema: cómo tienen que ser las cosas para que en sus actuaciones se conduzcan uniformemente? Porque el concepto de causa no se identifica con el de determinación uniforme. Causalidad no es sinónimo de determinismo. Por esto, ninguna crisis de determinismo, dentro de la ciencia, implica, ni remotamente, una crisis de la causalidad.

Para la ciencia, pues, la naturaleza es un sistema de leyes. Para la epistéme, una fundamentación causal de cosas. Una vez más, la ciencia va al transcurso legal de los fenómenos; la epistéme, a la índole causal de las cosas.

 

3.El tipo del saber

Todo saber físico es saber el porqué de las cosas. No hay conocimiento más que en la medida en que hay un porqué sabido. Desde el momento en que se sabe el porqué, se conoce eo ipso la inexorable necesidad que penetra en la realidad. Pero este porqué, que se sabe, es distinto en la ciencia y en la epistéme.

La necesidad tiene, efectivamente, en la ciencia un sentido sumamente preciso. Saber, por ejemplo, por qué asciende un globo, o por qué se producen los eclipses, o por qué se hiela el agua, significa saber cómo se produce la congelación, la navegación aérea o la interferencia de las proyecciones luminosas de los astros. Saber "cómo", es esencial mente saber qué cosas deben acontecer para que acontezcan otras. El "porqué" de la ciencia es siempre un "cómo" que recae sobre un "quién". Cómo y por quién se produce lo que se produce. El que una explicación resulte complicada procede, en efecto, del número de quiénes tengan que intervenir y de cómo hayan de intervenir.

Pero, en cambio, para la epistéme, el problema del "porqué" es esencialmente el problema de averiguar qué hay en la causa, que cause determinado efecto. No se trata de determinar cómo se producen las cosas: se trata de averiguar cómo tienen que ser {78} las que se producen. No se trata de saber quiénes las producen, sino qué son esos quiénes que las producen. En realidad, tras el porqué, la ciencia busca el cómo; la epistéme, el qué.

 

* * *

 

En resumen: la ciencia trata de averiguar dónde, cuándo y cómo se presentan los fenómenos. La epistéme trata de averiguar qué han de ser las cosas que así se manifiestan en el mundo. Con estos prenotandos podemos ya intentar circunscribir con alguna mayor precisión el supuesto fundamental que late en la ciencia y en la epistéme, a saber, su idea de la realidad.

 

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II

LA IDEA DE LA REALIDAD

 

El contraste entre estos dos intentos de conocer las cosas la ciencia moderna y la epistéme griega no tenía otro fin que el de poner al descubierto el sentido que el vocablo "realidad" posee en ambos casos. Pero es menester advertir que ciencia y epistéme no crean ese sentido; no hacen más que adscribirse a él. En sí mismos, estos dos sentidos proceden de dos vertientes mucho más amplías de la mente humana y abarcan zonas del hombre inmensamente más vastas que las que ocupa la labor intelectual. El hecho de que sea en la inteligencia laborante donde la idea de realidad ha acusado por vez primera, de modo expreso, sus claros perfiles necesitará ser explicado. No entremos en este problema. De este hecho arranca esa larvada identificación entre lo real y lo científicamente cognoscible; de él procede el desbordamiento del ciencismo, en virtud del cual el problema de la realidad se ha planteado muchas veces en un plano limitado, no ya al conocer en general, sino a un modo especial suyo: al conocer científico. Ello no obsta, sin embargo, para que el sentido de la realidad, con que la inteligencia opera en su labor y en cuyo elemento se mueve, tenga raíces mucho más hondas. El ciencismo, con el justo triunfo de sus espléndidos resultados, no ha hecho sino ocultarlas y ahogar en germen el verdadero radicalismo filosófico en orden al problema de la realidad.

No vamos a entrar plenamente en él. Ni tan siquiera queda dicho que los dos sentidos de que venimos hablando sean los únicos. Pero, limitándonos a ellos, nos proponemos denunciar algunas de sus raíces. {80}

Según hicimos notar, Kant tuvo ya la genial visión del problema, con su distinción entre fenómenos y noúmenos. Dejemos de lado la filosofía que Kant monta ulteriormente sobre esa distinción es cuestión perfectamente diversa de la distinción misma y fijémonos tan sólo en sus términos. Esto nos permitirá articular algunas dimensiones importantes del problema de la realidad: las "cosas" jamás se descubren sino en un "universo", y su inclusión en él es lo que modela el sentido que tiene la "realidad" de aquéllas en cada caso. En cada una de estas tres dimensiones del problema cosas, universo, realidad veremos cómo se contrapone la idea básica de la epistéme griega a la de la ciencia moderna. Lo cual nos conducirá finalmente a descubrir la transcendencia de esta doble perspectiva para la filosofía y para el ser entero del hombre.

 

1.Las cosas

Desde antiguo, lo que llamamos una cosa lo es precisamente por ser algo circunscrito y escindido de las demás. Lo que otorga a la cosa, su carácter de tal es el cuadro de rasgos que la constituyen, eso que los griegos llamaron eîdos. Sin embargo, no se trata de un simple "cuadro".[3]

La unidad de las notas del eîdos no se obtiene por conj unción externa ni por adición sucesiva, sino que es, en cierto modo, previa a aquello que une. Más que reunión de caracteres, la forma del ser vivo es el resultado de la vida misma, la impronta de la vida en el viviente. El cuadro del eîdos está plasmado por este unum. Y por esto el conocimiento del eîdos es el resultado penoso por reconstruir mentalmente la unidad de la cosa. En la unidad así entendida cifraba el griego la esencia de las cosas. Si pudiéramos implantamos en el seno mismo de las cosas así entendidas asistiríamos de raíz al despliegue interno de todas sus notas, y, en lugar de ver en ellas "muchas notas unidas", {81} veríamos, por el contrario, una "unidad diversificante". Vistas desde la esencia de la cosa, sus diversas notas están en ella sub specie unitatis. Sobre poco más o menos, se expresaba Leibniz en estos mismos términos cuando decía que la realidad es una "unidad" dotada de "detalle", pero en tal forma, que éste se halla preincluído en aquélla. Es lo que quería decir al llamar a las sustancias simples, mónadas, unidades. (Monadología, números 1, 12, 13.)

Las muchas notas de las cosas son entonces aquello en que se manifiesta su esencia, su ser primario y constitutivo. Por esto se llaman fenómenos. Como no todo lo que una cosa posee le pertenece por igual, ni, por tanto, manifiesta directamente lo que ella es por ejemplo, la estatura, el color del cabello, etcétera, la unidad primaria será algo que la mente, noûs, tendrá que buscar, es decir noúmeno. Fenómeno y noúmeno no designan dos realidades, sino dos modos de ser de una misma realidad. El detalle, tomado desde fuera, manifiesta lo que es la cosa; el detalle es entonces fenómeno. Tomado el detalle desde dentro, es aquello que constituye la cosa misma: es noúmeno. Si comparamos la cosa a un haz luminoso en su foco mismo, el detalle sería como la sección que se obtiene interceptando el haz por una pantalla cinematográfica. En el haz, en cuanto procede del foco, el detalle está, pero sub specie unitatis. Sólo en la pantalla está como pura diversidad ordenada.

Kant acepta integralmente este punto de vista clásico. La tesis de Leibniz, a que antes aludía, sirve de eslabón histórico suficientemente demostrativo.[4].

Lo que hace Kant y esto colocándose una vez más en la línea de la filosofía tradicional es ahondar en el problema. Recojamos, para nuestro objeto, tres puntos cardinales.

En primer lugar, el fundamento de la distinción misma. El hombre no es causa del fenómeno. Las notas en que se manifiesta lo que una cosa es están en la cosa y pertenecen a ella. Más aún: son la cosa misma en su "detalle". No faltaba más. {82} Mi voz, mi habla, mis movimientos, el color de mi rostro, me pertenecen realmente. No se trata de meras imágenes producidas sobre otro hombre, como superficialmente ha pretendido eso que hace unos decenios se llamó fenomenalismo. El hombre no produce las cosas, ni las en sí ni los fenómenos, por la sencilla razón, repito, de que "fenómeno" y "cosa en sí" no designan dos "cosas" distintas, una en sí y otra en mí, sino dos modos de ser de una misma cosa. Lo que el hombre produce es tan sólo la distinción entre estos dos modos del ser. Kant lo consigna explicitamente: el fundamento de la distinción entre fenómenos y noúmenos está en nosotros. Qué quiere decir esto? Recordemos, para entenderlo, que el "detalle" no es, sin más, fenomeno. Ya Aristóteles distinguía cuidadosamente el esquema del eîdos. En el primero tenemos solamente el aspecto de la cosa, el puro detalle de sus notas en su radical diversidad, mientras que en el eîdos tenemos quizá el mismo detalle, pero como resultado y manifestación de una esencial y constitutiva unidad. Por esto, un cadáver y un hombre dormido pueden tener idéntico esquema y, sin embargo, aquél carece del eîdos humano. El detalle sólo es fenómeno considerado como manifestación de la unidad radical.

Esta unidad es inmediatamente operativa. Por ella poseen las cosas sus operaciones propias, su oikeîon érgon. El cadáver tiene el mismo esquema que el ser vivo, pero la ausencia del érgon de la vida humana es índice de que carece de eîdos humano. Es esencial no sólo para Aristóteles, sino también para Leibniz y para Kant, insistir en este carácter dinámico y operativo del unum del eîdos Es lo que Kant expresa al afirmar que en la sensibilidad tenemos una simple multiplicidad o diversidad, y que ésta sólo merece llamarse fenómeno cuando queda unificada. Asimismo, el unum sólo merece llamarse cosa en sí, considerado como raíz de sus muchas notas. La diferencia entre fenómeno y cosa en sí resulta, por tanto, de dos maneras de acercarse al detalle. Colocándonos, por así decirlo, desde fuera, y mirando hacia dentro, el detalle nos aparece como algo que manifiesta lo que es la cosa: el detalle es entonces fenómeno. Si nos colocáramos dentro del detalle y miráramos hacia fuera, el detalle nos aparecería como el contenido de la cosa en. sí misma: {83} tendríamos la cosa en sí. Y como esta distinta colocación es una condición humana, resulta que el hombre es el fundamento de la distinción entre esos dos modos de ser: fundamento, en el sentido de principio. Si tuviéramos el poder de implantamos radicalmente en la unidad de la cosa así lo creía precisamente Leibniz, con su intuición intelectual, no habría fenómenos para la inteligencia: todo, en su detalle mismo, seria noúmeno. Para Kant, empero, y con ello retorna a la mejor tradición aristotélica, el hombre no tiene más capacidad que la de recibir el detalle en cuanto tal: lo único que puede hacer es considerarlo como manifestación de la realidad de la cosa. Dicho en términos kantianos: el objeto adecuado de la inteligencia, al conocer el mundo sensible, es el fenómeno. Si la fenomenalidad y su distinción de la noumenalidad se fundan en esta condición humana, no así el contenido efectivo del detalle mismo. Nada hay en todo esto que no sea perfectamente tradicional.

En segundo lugar, Kant opera constantemente con la frase: "las impresiones que las cosas producen en nosotros". Para entenderla debidamente es preciso recordar lo que la tradición misma, viviente aún en Leibniz, nos enseña acerca de estas impresiones. Las cosas corpóreas manifiestan su ser no sólo actuando sobre las demás cosas, sino muy especialmente sobre el hombre, y ello en sentido eminente, porque sólo en él se da el manifestarse en cuanto tal. Por esto, la manifestación de las cosas corpóreas se llama "impresión sensible". Pero no ha de verse en este vocablo lo que más tarde se llamará la psicología empírica "sensación". Desde Aristóteles, la afección sensible, el pathos sensible, no significa esa peculiar conmoción humana que tiene el vocablo en su sentido usual, sino que el adjetivo "sensible" viene a indicar ya que en la impresión de algo se hace sensible este algo, y que, por tanto, la impresión consiste primariamente en una presencia o manifestación. Hay en ella dos dimensiones. Por un lado, en la impresión "me siento impresionado"; por otro, se me hace presente la cualidad de la cosa, "tengo la impresión de la cosa". Así, por ejemplo, tratándose del calor, "siento calor" y siento también a una la temperatura de la cosa caliente. A esta doble actualización se refiere Kant cuando trata los fenómenos como impresiones sensibles. {84} No son un efecto que, por ejemplo, el calor produce sobre mi vista. No es que mi sensación de color, como efecto, manifieste la actividad de una causa extraña el color real, sino que en el color sentido que es, a una, sensación mía y color de la cosa se manifiesta, se patentiza lo que es la cosa coloreada. El "ser-sentido" no crea el contenido del fenómeno: lo hace tan sólo patente. Es cierto que la metafísica, desde el siglo xiv hasta Suárez, ha acentuado cada vez más la parte activa que tiene el hombre en la constitución de esa "patencia", y ha ido complicando, por esto, la idea de fenómeno con la de subjetividad. Pero ello no obsta para que, cualquiera que sea el mecanismo de la impresión sensible y la participación que en él pueda tener la actividad subjetiva, su resultado formal sea, para esa misma metafísica, el que acabamos de describir. Sin esto no se entendería la filosofía moderna, desde Descartes hasta Kant, incluyendo el empirismo inglés.

En tercer lugar, finalmente, Kant se esfuerza por precisar el carácter formal de la impresión en cuanto tal. Como la patencia de toda nota se constituye, para los hombres, en un sentir, hará falta determinar la estructura formal de éste. En la sensibilidad tenemos, ante todo, una resolución de la unidad de la cosa en su puro detalle. La sensibilidad toma cada nota separadamente de las demás, considera cada una fuera de las otras. La exterioridad es así el carácter formal del detalle en cuanto sensible, porque es la estructura formal del detalle en cuanto tal. A su vez sentir cada nota será sentirla en un dónde y en un cuándo. El dónde y el cuándo son, para Kant, la estructura formal de la impresión. Cuando nos dice que lo es también de los fenómenos, se entiende que se trata de los fenómenos en cuanto sensibles, es decir, de ese modo de manifestación peculiar al hombre que se llama sensibilidad, y que consiste en patentizar las cosas. Para la cosa misma, en cambio, son notas absorbidas en una unidad superior. Recordemos, en efecto, que Leibniz pedía frente a Descartes algo imo extensione prius, la vis, la fuerza, y que consideraba la extensión y la consiguiente exterioridad de sus partes como manifestación de la interior unidad que posee su fuerza de impenetrabilidad. {85}

Reuniendo todas estas dimensiones del fenómeno, sin olvidar, por tanto, ninguna de ellas, queda clara la expresión kantiana: "el fenómeno es experiencia".

He aquí, pues, esa doble dimensión de las cosas: su "ser fenómeno" y su "ser en sí". En ella comienza a dibujarse la diferencia entre el objeto de la epistéme y el de la ciencia. Esa diferencia apunta incoativamente a dos desarrollos distintos. En este simple punto de partida hay aún una fundamental unidad. Pero en cuanto se pone en marcha el pensamiento, la diferencia se convertirá en divergencia. Vamos a verlo en la segunda etapa del problema de la realidad.

 

2.El universo

El hombre no se limita a tener ante sí cada una de las notas actualizadas en sus impresiones sensibles. Es además un ser pensante. Y lo que aquí nos importa no es referirnos a los actos elementales o complejos que el pensamiento realiza y, por tanto, a los pensamientos que el hombre forjas Lo esencial es algo aún previo y más radical: la manera misma como las cosas quedan presentes ante el hombre, por el mero hecho de ser objeto de pensamiento. Mientras que en la sensibilidad visual, por ejemplo, no se produce sino un mero "haber color", en el pensamiento tenemos ese mismo color como color de algo que es coloreado. El objeto del pensamiento, por el mero hecho de serlo, presenta ese sutil y vidrioso desdoblamiento entre "el que es" y "lo que es". Sólo entonces existe, en el rigor de los términos, posibilidad de hablar de fenómenos y cosas. Por esta misma razón, la teoría kantiana del fenómeno aparece, unas veces, como una teoría de la sensibilidad, y otras, de la inteligencia.

Ahora bien: el pensamiento humano no puede conocer lo que la cosa es sino "coligiendo", esto es, refiriendo cada nota a un conjunto de otras, sea para mantenerlas disociadas, sea para unirlas. Por eso, cada cosa es "algo". El pensamiento humano sólo puede aprehender las cosas como "algo", y ese {86} "algo", sólo puede darse como circunscripción de una cosa en el seno de las demás. Así, el resultado de su aprehensión depende esencialmente del horizonte primario, que confiere sentido al "algo", dentro del universo en que se mueve.

Por otra parte, al entender ese algo, se entiende el "alguien", la unidad de las notas que constituyen el algo. Al colegir, al asociar y disociar las notas constitutivas del algo, el pensamiento colige, en rigor, la unidad de alguien a través de la multitud de sus posibles notas. Como el alguien no se da sino en su algo, resulta que también por aquí el sentido de la unidad, el sentido del alguien, dependerá esencialmente del universo, del horizonte previo en que se mueve la totalidad de la mente.

Para el griego se trata de colegir que es algo en el seno de todos los demás algos o cosas reales existentes en el universo. Al todo de las cosas terrenales llamó el griego naturaleza; por encima situó el cielo; más allá, el Theós, el o los dioses. Este conjunto es, en expresión de los antiguos, un kósmos, algo ordenado y agrega Aristóteles algo jerarquizado (táxis), desde la pura materia prima hasta la divinidad. Dentro de este cosmos, el griego quiere averiguar lo que es la cosa como realidad existente, como fuente de su sustantividad y principio de sus operaciones. Y para ello necesita desentrañar, paso a paso, cuáles son las notas que a la cosa le competen por sí mismas, descubriendo, a través de la simple coexistencia de aquéllas, la necesidad que las vincula en la unidad de la cosa. De esta suerte, el hombre griego va paulatinamente aproximándose por lo menos tal es su idea a las razones por las que las cosas mismas pueden existir y actuar como tales en el seno del cosmos. El algo de las cosas queda circunscrito en torno a la real unidad del alguien, dentro de la totalidad del cosmos.

Para la ciencia, en cambio, el algo no se determina en el horizonte del cosmos. La totalidad que la ciencia supone, y dentro de la cual se mueve, es la totalidad de las notas o detalles presentes en nuestras impresiones sensibles. Como en cada impresión sensible hay esa doble dimensión por la que es, a un tiempo, impresión mía y de la cosa, resultará que la ciencia se propondrá asegurarnos la aprehensión del puro aspecto objetivo de nuestras impresiones. Para ello tiene que colegir {87} también, entre las conexiones de las notas, aquellas que sean necesarias. Pero aquí la necesidad de la conexión se denuncia por la precisión y constancia objetivas frente a la vaguedad y variabilidad de su aspecto subjetivo. Necesidad se torna entonces en sinónimo de objetividad. De ahí que la unidad que la ciencia persigue en la totalidad de los fenómenos sea su conexión objetiva, esto es, la ley. El algo no funciona en la ciencia más que como ley, y el alguien mismo, como una interferencia de leyes. Dicho en términos kantianos: la ciencia supera el orbe de las impresiones; pero no para llevarnos a las cosas, sino para elevamos a la síntesis objetiva que en dichas impresiones se actualiza. El esquema deja de convertirse en problema de eîdos, para cobrar autonomía. Ni inmanentes ni transcendentes, las condiciones de la ciencia son puramente transcendentales.

Con ello no se obtiene la posición de las cosas en un cosmos real. El totum que la ciencia supone no es el cosmos griego, sino lo que Kant llamó mundo, la totalidad de la experiencia objetiva.[5] Al tomar el detalle en sí mismo, la ciencia no investiga las razones de las cosas, sino las razones de su presentación objetiva, con lo cual se produce una subrepticia prioridad de la ratio cognoscendi sobre la ratio essendi. Claro está que, al perder el esquema el carácter de eidos, lo que la ciencia nos suministra, con su presunta objetividad, son, si se quiere, "cosas", pero "cosas sin idea". Dejemos, sin embargo, de lado esta grave complicación.

Lo que aquí nos importa es subrayar que lo que decide la posición griega y la kantiana y hace diverger a la ciencia moderna de las vías emprendidas por la epistéme griega, no es precisamente la idea de fenómeno ni la de cosa, sino algo previo y más radical: la diferencia entre cosmos y mundo. Mundo es estructura objetiva de fenómenos: cosmos, ordenación real de realidades. Por la idea de mundo quedan, para Kant, fuera de la ciencia las "cosas en sí"; por la idea de cosmos, el {88} fenómeno manifiesta y descubre lo que las cosas son. Con lo cual resulta claro que no se trata de un problema limitado a la ciencia, sino que afecta a la posición entera del hombre en el universo.

Ante los fenómenos, el hombre griego dirige inmediatamente su mirada a las cosas que aparecen. No ha sabido reparar, en esa sutil estructura que posee, lo que se llama "mundo", el mundo que el hombre tiene y en el cual existe. La ciencia ha reparado en que el transcurso de los fenómenos obedece a leyes y no solamente a causas. Es decir, que los fenómenos constituyen un mundo dotado de estructura propia, mundo que consiste en su mismo transcurrir o acontecer. El griego reparó poco en el mundo, y se dirigió más bien a las cosas que hay en él:

si intentó descubrir estructuras, eran éstas siempre estructuras de las cosas. La ciencia vive, en cambio, de la idea de que los fenómenos constituyen un mundo. Naturalmente que los griegos tampoco han considerado a las cosas como un conjunto caótico de entes; pero precisamente la táxis aristotélica pone en claro lo que estamos diciendo. Aristóteles no duda en comparar la táxis del mundo a un ejército conducido por un general. La táxis del mundo físico culmina, en efecto, en el Theós. Por tanto, para lo que ha servido la táxis aristotélica es, una vez más, para ir a parar a una cosa, al Theós, que explique el movimiento de las sustancias del cosmos. La ciencia, empero, detiene su mirada en el mundo y en lo que en él acontece.

Es innegable la ingente conquista que significa este punto de vista, pero es innegable también que es radicalmente distinto el punto de vista de la epistéme. Para la epistéme, lo decisivo es el concepto de cosmos. Cuando para un griego se plantea, pues, la pregunta: "qué son las cosas?", entiende que lo que pregunta es por las cosas mismas, independientemente de que formen parte del mundo y de que sus manifestaciones transcurran en él. Nunca fue la epistéme del griego una mundología. Y es preciso subrayarlo taxativamente para no dejarnos llevar de equívocos lamentables. El problema de la realidad de las cosas es esencialmente el problema de lo que ellas son, y no simplemente el problema de las condiciones intramundanas o transeendentalmente mundanas de su acontecer. {89}

Aquí apunta ya la idea de realidad de que van nutriéndose la ciencia y la epistéme, pero que ambas no hacen sino recibir de estratos más hondos del hombre.

 

3.La idea de la realidad

El sentido que posee eso que llamamos realidad dejemos de lado otras dimensiones más tremendas del problema se constituye en un horizonte previo que lo hace posible. La ciencia misma es el testimonio más elocuente de lo que venimos diciendo. Para la física, la libertad, por ejemplo, no tiene sentido, no porque no sea real, sino porque su realidad carece de sentido físico, o, si se quiere, el sentido que la física da a la palabra realidad deja fuera de su mundo el hecho de la libertad; lo cual no obsta, evidentemente, para que ésta sea un hecho, es decir, una realidad, pero en un sentido diferente al que le asigna la física. La idea de realidad cobra su sentido por el todo en que se inscribe cada una de las cosas reales.

En efecto, para la ciencia, tener realidad significa formar parte del mundo de los fenómenos, en el sentido estricto que a estos vocablos podemos dar ya ahora, después de lo anteriormente explicado. Como la objetividad del fenómeno queda constituida, en todo caso, en el dónde y cuándo de su manifestación sensible, y como, a su vez, el dónde, en tanto que impresión, se constituye en el cuándo de su "ser-sentido", resultará que, en última instancia, realidad significaría que, dadas determinadas condiciones, encontramos, habríamos encontrado, habremos de encontrar, "algo" como fenómeno sensible, es decir, tener alguna vez la impresión de ese "algo". La ciencia entiende por real lo que es, lo que fue o lo que será, en la pureza misma de su notación temporal; es decir, para la ciencia, ser es acontecer.[6] No se trata de tomar el tiempo como el esquema abstracto del suceder real, sino, por el contrario, como un puro y {90} formal acontecer, en el que se constituye y se inscribe la impresión. Así dice Kant que el esquema de la temporalidad es, para la ciencia, todo el sentido de la realidad. Por esto tenemos aquí la pureza misma del acontecer. Acontecer es tener un puesto en el mundo de los fenómenos o impresiones sensibles. Algo que estuviera sustraído a esta condición no sería real para la ciencia: podrá existir, si se quiere, pero no acontece en ella.

Cuando los griegos hablan de realidad, toman el vocablo en otro sentido. Algo es real, en cuanto posee, en una u otra medida, un puesto entre las cosas que existen en el cosmos. Tener realidad significa formar parte del cosmos, existir. Y algo tiene puesto en él, cuando es "alguien"; y se es alguien cuando se tiene "algo" con que puede bastarse a sí mismo, no vivir a expensas de los demás, cuando se tiene en sí los principios y recursos para estar entre los demás y actuar como tal. Es lo que los griegos llamaron ousía (y que el latín petrificó traduciéndolo técnicamente por substantia), y que, en rigor, significa más bien "entidad", independentemente de que se manifieste o no como fenómeno en una impresión sensible. Claro está que no todo es, en el cosmos, ousía; pero lo que no lo es, no tiene más existencia que la que ella le presta. Por esto, formar parte del cosmos es existir y no simplemente acontecer.

Pero la existencia no es un molde vacío: ha de entenderse en cada caso desde la índole propia del que existe. Mientras la realidad de la piedra es su simple "estar ahí", la del viviente será "vivir". "La causa del ser dice Aristóteles. es, para todas las cosas, su ousia; el ser es, para los vivientes, su vida, y la causa y el principio de ésta es el ánima".[7] Aristóteles, pues, determina, en cada caso, la realidad de algo, su ousía, partiendo del modo de ser de ese algo y averiguando su causa o principio. Aparece así la ousía como sentido radical de la realidad. Por esto, para un griego el vocablo ousía tomado del lenguaje vulgar, donde tiene el sentido que acabamos de indicar, se convierte en título de un problema, del problema de la filosofía primera: en qué consiste, dónde está la ousía, de dónde le {91} viene a la cosa su ousía, etc. No nos interesan, de momento, estas cuestiones. Lo esencial para nuestro objeto es dejar consignado que, independientemente del problema que la ousía dispara en filosofía primera, su uso corriente expresa ya el sentido que la realidad posee para un pensador griego, aun antes de filosofar.

Para verlo con mayor rigor y claridad, basta recordar, por ejemplo, un magnífico pasaje de Platón, donde, en forma aporética, sugiere todo el problema que encierra para un griego el vocablo ousía, como expresión de la realidad de algo. Discutiendo acerca de si el Uno tiene o no existencia, pone Platón en boca de los personajes de su diálogo el siguiente razonamiento:

"Pues qué! El "fué", el "acontecía", el "aconteció", no parecen significar una participación en un tiempo sido? Naturalmente! Y qué, el "será", el "acontecerá", el "habrá acontecido", en un tiempo por venir? Sí. Y, así, el "es", el "acontece", en un tiempo ahora presente? Sin duda alguna. Si, pues, el Uno no participa del tiempo en modo alguno (resultará que) antes no acontecía, ni aconteció, ni fué; (qué) ahora no ha acontecido, ni acontece, ni es; (que) luego no acontecerá, ni habrá acontecido, ni será. Verdaderamente. Ahora bien: hay otros modos de participar en la realidad que éstos? No los hay. El Uno, entonces, no tiene parte en la realidad? No, según parece" (Parm., 141 e.).[8]

Es uno de los pasajes más espinosos de Platón. Ya lo notó Proclo;[9] y ahí están, para confirmarlo, los esfuerzos de traducción y de crítica de Stallbaum y Schleiermacher. Si el lector {92} tiene la paciencia y la curiosidad de cotejar la traducción con el texto griego, observará, en primer lugar, que, para Platón, los diversos momentos del tiempo se presentan en íntima unidad; a lo sumo, como momentos abstractos del despliegue de una acción real. El hecho de emplear conjuntamente el verbo ser ( enai) y el verbo acontecer (ggnomai) indica bien claramente el carácter en cierto modo activoe del primero. Y, recíprocamente, el uso del segundo en significación sustantiva indica asimismo con claridad que, al hablar del ser, no se parte de su significación más abstracta y vacía, sino que Platón se esfuerza justamente por obtenerla y ponerla ante los ojos de sus lectores, partiendo de toda la concreción que encierra el verbo en cuestión. Entonces es cuando éste propiamente cobra el estricto sentido de "acontecer". El ser y sus modos se expresan, pues, por los tres modos de una misma acción real. Claro está que acontecer no se refiere aquí, como en el caso de la ciencia, al "cuándo" esquemático en que se actualiza el fenómeno bajo forma de impresión. El acontecer no mira tanto, en este caso, a la simple notación temporal como al despliegue de la acción productora de ella. El acontecer no se funda en el tiempo, sino que éste es un momento de aquél. Y de aquí parte Platón para sugerir aporéticamente, en este pasaje, que el acontecer, así entendido, no es la expresión adecuada de la realidad. Cuando Platón formula expresamente la cuestión de si hay más modos de realidad que los del acontecer, el interlocutor, después de decir que no se atreve a mantener rotundamente esta negación, y finamente dejando entrever lo contrario, se limita a decir: "parece que no".

Y, en efecto, el lector podrá ver que donde, en la traducción, pongo realidad, el texto dice ousia. Ahora bien: es inmediatamente evidente que ousía no significa aquí simple existencia, pero tampoco esencia ni sustancias Existencia, esencia y sustancia, son la gran solución aristotélica al problema de averiguar en qué consiste la ousia y cuáles son sus principios. Nada de esto importa aquí a Platón. Ousía no representa la solución, sino la fórmula del problema: se trata tan sólo de "tener realidad", sin suponer previamente en qué consiste el tenerla. {93}

En sus últimas palabras, Platón deja entrever que no puede identificarse el tener realidad con el acontecer. Seguramente9 cuando un griego leía en este pasaje la palabra ousía, debía de percibir el juego conceptual que en ella late, el problema, por tanto, que plantea, y hasta la vi a que conduce derechamente a su solución... griega. En efecto, según decíamos, ousía indica el haber, los recursos propios de cada cosa, por los cuales ésta se basta a sí misma, es independiente y tiene, por tanto, realidad propia en el cosmos. Pero, de otro lado y es lo que Platón ha debido de querer sugerir finamente al lector en este pasaje de su diálogo, ousía es el abstracto del participio de presente del verbo ser.[10] Y, en este sentido, significa "la cualidad de lo que está siendo". Entonces se comprende que, después de decir que no hay, fuera de los indicados, otros modos de tener parte en la realidad, pregunte aún si el Uno no tiene realidad ninguna. La timidez de la respuesta da a entender claramente que, sin abandonar el sentido temporal, antes bien, partiendo de él, es preciso apuntar al otro. El vocablo "entidad", tal vez envuelva felizmente la misma duplicidad de sentido. Por contener estas dos dimensiones de lo real, la palabra y el concepto de ousia son el punto donde se concentra para un pensador griego el problema de la realidad.

Y es que la cosa real, aun desplegándose en su acontecer (ousía = lo que está siendo), no se identifica con él. Sólo habrá realidad, el acontecer sólo podrá ser real, cuando sea el despliegue del haber propio y peculiar de la cosa (ousía = el haber). La realidad, en su estricto sentido, se obtiene no por el despliegue del acontecer, sino por un repliegue suyo que lo eleva a lo que le sirve de supuesto. (De aquí que Aristóteles, al desarrollar el problema de la ansia, se vea conducido a tratarla como "sub-stancia".) Este "repliegue" y la "elevación" que imprime al acontecer hace que el griego llame a la ousía "aeí ón", lo que siempre es. "Siempre" no significa, en este caso, {94} que sea perdurable a través del tiempo, sino que está sobre el tiempo, ciertamente no separado de él, pero sí abrazándolo y absorbiéndolo como principio y supuesto suyo. El "siempre" es el esquema que nos lleva a superar el sentido del ser como acontecer y abre ante nuestros ojos la ousia como realidad. El "siempre", como esquema de la ousía, no significa primariamente una idéntica permanencia en el fondo del acontecer, sino tan sólo una "elevación" hacia el principio que lo hace posible. La sustancia aristotélica misma, aunque encuentra su más frecuente ilustración en el ejemplo del sujeto, que permanece inmutable bajo sus mutaciones, no cobra de dicho ejemplo su primario sentido. El motivo determinante de la idea de sustancia es el "siempre", en cuanto nos lleva a la ousía como "haber", que hace posible el despliegue del acontecer. Tratándose de sustancias materiales, su propia materialidad exige que ese haber cobre la forma de un substrato permanente. Pero la recíproca no es verdad.

Los dos sentidos del vocablo ousia sólo se articulan, pues, gracias a la elevación del "siempre". Por esto, ousía es el título del problema mismo de la epístéme y de toda la filosofía primera para un griego. El pasaje del Parménides platónico es uno de los áureos tesoros para la historia del pensamiento griego.

Lo que un griego entiende por realidad, para los efectos de la epistéme, no es simplemente lo que fué, lo que es o lo que será, sino la índole misma de esa realidad que, por serlo, fué ayer, es hoy y será mañana. A esto llamó el griego eînai, ser, existir sustantivamente.

La ciencia trata de decimos cómo transcurren las cosas en el mundo, y realidad significa para ella, simplemente acontecer ante nuestros ojos. La epistéme trata de decirnos cómo son las cosas reales, y ser real significa tener existencia propia.

Es completamente accesorio entonces alegar, para resolver el problema, los éxitos de la física moderna, o complacerse en las inexactitudes físicas a que la silogística de Aristóteles condujo en el Renacimiento. La cuestión es mucho más grave, porque no se limita al orbe de la física, sino que se agiganta, abrazando el ser entero del hombre. {95}

Los actos del hombre transcurren también en un mundo parcialmente anímico, parcialmente exteriorizable. Y por estas dimensiones suyas, el hombre se halla dotado de un acontecer que posee una trama interindividual y una trama temporal e histórica. Por esto, los hombres constituyen también un mundo. Dejemos de lado sus relaciones con el mundo de los fenómenos físicos. Todos ellos, por una parte, y por otra las acciones humanas, en su realidad biográfica, social o histórica, son precisamente todo eso, pero solamente eso: lo que pasa en el mundo. Allende ese pasar se cierne para el hombre el problema de lo que él es. Y sin que este ser, ni el ser de las cosas, pueda ni deba desentenderse del mundo (además de una imposibilidad efectiva, seria un lamentable error y una ingente falsedad), es lo cierto que en ello va envuelto el destino entero de la filosofía y del ser del hombre. Necesitamos saber si la filosofía y el ser del hombre van a nutrirse, en última instancia, de lo que "pasa en el mundo" o de lo que las cosas y el hombre "son en realidad".

 

 

Escorial, abril 1941.


NOTAS

[1] Para mayor rigor, véase el concepto de eîdos en la página 35.^

[2] Dejemos de lado la cuestión de si lo que directamente se mide es la fuerza. En rigor, tampoco es así.^

[3] Véase en la página 35 una primera precisión del concepto griego de eîdos.^

[4] No es de este lugar discutir otras interpretaciones de la distinción kantiana, ni puedo aquí justificar in extenso la que me he permitido sugerir. Baste aquí la alusión a Leibniz.^

[5] No quiero decir con esto quede taxativamente consignado que la filosofía de Kant haya de entenderse primariamente desde la ciencia física. He tratado tan sólo de precisar inversamente el sentido de la ciencia física dentro del kantismo.^

[6] Doy aquí a la palabra "acontecer" un sentido amplio, distinto del que tiene específicamente en la Historia.^

[7] De Anim., 415 b, 12-14. Dejo deliberadamente sin traducción el vocablo ousía, por razones que se verán en seguida.^

[8] T oån; Çn ka ggone ka ggneto crÕnou mqexin doke shmanein toã pot gegonÕtoj;Ka mla.T d; ™stai ka gensetai ka genhqsetai toã ™peita toã mllontoj;Na. d ™sti ka ggvetai toã nãn parÕntoj;Pnu mn oån.E ©ra n mhdamÐ mhdenØj metcei crÕnou, oßte pot ggonen oßt> ggneto oßt> Çn pot, oßte nãn ggonen oßte ggnetai oßte ™stin, oßt> ™peita gensetai oßte genhqsetai oßte ™stai.>Alhqsstata.Estin oån oÜsaj Öpwj ©n ti metscoi ©llwj Á kat toÝtwn ti;OÜk ™stin.OÜdamñj ©ra n oÜsaj metcei.OÜk ™oiken. (Parm., 141 e.)^

[9] Proclo: Com. in Parm., 243.^

[10] En rigor, la etimología de la palabra ousia está aún sin precisarse. Pero lo que sí es cierto es que los griegos, en fecha histórica, tuvieron todos el sentimiento semántico de que el vocablo ousia es el abstracto del participio del verbo ser. Y esto basta para nuestros efectos.^