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EL ACONTECER HUMANO
GRECIA Y LA PERVIVENCIA DEL PASADO FILOSOFICO
[Bibliografía oficial #43 [Naturaleza, Historia, Dios], pp 305-340, paginación de la 5a edición
Bibliografía oficial #42: «El acontecer humano. Grecia y la pervivencia del pasado filosófico»: Escorial 23 (1942) 401-432.][306]
I. NUESTRA ACTITUD ANTE LOS GRIEGOS.
II. NUESTRA ACTITUD ANTE EL PASADO.
III. NUESTRA SITUACION FILOSOFICA Y EL PENSAMIENTO GRIEGO.
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En la delicada y decisiva situación filosófica en que indudablemente nos hallamos instalados, por la altura de los tiempos, no parece lícito ocuparse del pensamiento presocrático sin una estricta justificación. Porque si a ello nos moviera tan sólo la tendencia a complacemos en rehacer el pasado, por el mero hecho de que una vez fue, la cosa, con ser problemática, no tendría importancia mayor. Pero no se trata de esto. Se trata, por el contrario, de que caemos en esta ocupación a resultas de una preocupación por la verdad filosófica. Y entonces la cosa cambia de aspecto. Para que aquella caída esté justificada será necesario ver en ella una forzosidad intelectual, impuesta por el problema mismo que la filosofía nos plantea hoy. No hay más justificación en esta empresa que el modo mismo de acercarse a los pensadores presocráticos. Y, a su vez, de este modo depende la imagen misma que proyecten ante nuestra mente.
Quedan así planteadas tres cuestiones a las que habremos de responder sucesivamente:
1.a ¿Cuál es nuestra actitud ante el mundo griego en general, y especialmente ante el pensamiento pre-socrático?
2.a ¿Qué sentido tiene nuestra ocupación con el pasado humano?
3.a ¿Qué género de interna forzosidad intelectual nos lleva a detener prolijamente nuestra atención y a hacer gravitar buena parte de nuestras preocupaciones sobre este ultrarremoto pasado filosófico? [308]
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I.—NUESTRA ACTITUD ANTE LOS GRIEGOS
Nietzsche definía su actitud ante los pre-socráticos en estas palabras: "Crearon... las figuras-tipos de la filosofía, y todo lo que ha venido después ha sido incapaz de añadir ningún rasgo esencial verdaderamente nuevo. Cualquier pueblo se sentirá avergonzado al volver los ojos a esa admirable reunión de filósofos compuesta por los maestros de la primitiva filosofía griega. Tales, Anaximandro, Heráclito, Parménides, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito, Sócrates..., todos estos hombres están tallados sobre un mismo bloque y son de una sola pieza. Entre su pensamiento y su carácter existe una estricta necesidad... Constituyen, juntos, lo que Schopenhauer llamaba una república de genios por oposición a una república de eruditos: un gigante llama a otro por encima de los desiertos del tiempo, e, imperturbable ante el clamor de la charla que murmura a sus pies, prosigue el supremo diálogo de los espíritus. Sólo una cultura como la griega puede... justificar la filosofía, porque sólo ella sabe y es capaz de demostrar por qué y cómo el filósofo no es un fortuito y errante vagabundo. Hay una férrea necesidad que vincula el filósofo a una verdadera cultura".[1]
Dejando de lado el antipático problema de la cultura, a que Nietzsche, hombre, al fin y al cabo, de su época, alude, su actitud ante la filosofía pre-socrática es bien clara: la admiración ante lo definitivo.
Alguna vez ha apuntado una actitud diferente. Así, Holderlin: "Soñamos con cultura y carecemos por completo de ella; [310] soñamos con originalidad e independencia, creemos decir algo absolutamente nuevo, y todo ello no es, sin embargo, más que reacción, una especie de dulce venganza contra la esclavitud de nuestra conducta respecto de la antigüedad. Parece realmente como si no hubiera más opción que el quedar aplastado bajo el peso de lo recibido y de lo positivo, o rebelarse con violencia contra todo lo aprendido, contra todo lo dado y contra todo lo positivo como fuerza vital. Y lo más difícil de todo ello está en que la antiguedad parece radicalmente opuesta a nuestro natural impulso... Y lo que ha constituido siempre la causa general de la decadencia de todos los pueblos, a saber, la asfixia de su originalidad y de su vitalidad natural, por la acumulación de formas positivas y por el lujo que nos legaron nuestros padres, parece ser también nuestro propio sino, y en medida aún mayor, porque gravita sobre nosotros y nos oprime un mundo anterior, casi ilimitado, que se nos infunde por la educación o por la experiencia."
Cualquiera que sea la actitud última que personalmente adoptara Holderlin ante los griegos, en estas líneas se expresa una postura bien distinta de la de Nietzsche: la rebelión ante la esclavitud.
Todos, en proporción mayor o menor, hemos sentido pendular nuestros espíritu de una actitud a otra. Todos, en una u otra dosis, acusamos, en el fondo de nosotros mismos la presencia de esos dos ingredientes. Y es que, por opuestas que parezcan, ambas reacciones, ante el mundo griego, se nutren ocultamente de una misma idea fundamental: la idea del clásico. Grecia, la filosofía griega, es el orbe de lo clásico.
Y la verdad es que hoy no estamos para clásicos. Aparte de otras razones —aparentemente más hondas—, porque no tenemos ni humor ni tiempo para ello. Entiéndaseme bien. Una cosa es ocuparse —y mucho— de los que se llaman clásicos; otra muy distinta tomarlos como clásicos. La tendencia a ver en Grecia el clasicismo filosófico procede de una actitud gravísima frente al pasado intelectual. Porque previamente a ser definido y canonizado como clásico, más aún, precisamente para poder serlo, hay que tomar de un pensador y de un mundo la figura que presenta y la forma que ha logrado. La idea del [311] clásico se nutre de formas culturales y vitales, y las convierte en tipos. Y ante un tipo no caben más que dos actitudes: la admiración o la rebelión.
Y esta es la cuestión decisiva. Porque así consideradas, es claro que, aparte su ordenación cronológica y su posible dependencia mutua, las diferentes filosofías no son sino otros tantos sistemas o modos de pensar que ha adoptado la inteligencia, una vez que se ha lanzado a la penosa faena de filosofar. Desde este punto de vista, las filosofías tienen una forma, y, a lo sumo, una fecha; y la interna articulación de ambas dimensiones del problema puede suscitar —no hay la menor duda de ello— una enorme curiosidad y estimular un punzante interés. En el caso de la filosofía pre-socrática trataríase de una serie de pensamientos que brotaron en la cabeza de unos cuantos geniales helenos, en el breve lapso de tiempo que se extiende desde fines del siglo vii hasta fines del siglo y, aproximadamente. Son escasos nuestros medios de información. Pero nuestra curiosidad se nutre, en gran parte, del hecho de que constituyen los primeros esbozos que el hombre ha trazado en el orbe de la filosofía.
A pesar de todo —y aparte esta legítima curiosidad arqueológica—, no puede negarse que se trata de formas arcaicas de pensamiento. La articulación entre la filosofía pre-socrática, considerada en su forma efectiva, y su fecha, no permite más visión de aquélla que la arcaica, de arkhé, que en este caso significa comienzo. Como arcaica, poco puede interesarnos hoy esta filosofía, si lo que buscamos en ella es la verdad filosófica.
Pero la cosa adquiere súbita gravedad si se acomete el problema por otra dimensión. Abandonemos la preocupación por la forma, es decir, renunciemos, de momento por lo menos, a la idea del clásico, y consideremos, en la filosofía, el esfuerzo del filosofar. Tomemos de ello no su forma y su figura, sino su interno esfuerzo. Entonces la filosofía pre-socrática no es simplemente la primera en la serie cronológica de las filosofías, sino el primer esfuerzo filosófico que el hombre ha realizado en la historia. Entonces este adjetivo "primero" cobra un sentido diferente del meramente cronológico. Expresa una articulación, no sólo externa, sino interna, entre la presocrática [312] y su tiempo. No se trata de que sea la primera filosofía datable, sino de que es el momento en que el esfuerzo filosófico se ha constituido sobre la Tierra. Es la ascensión del espíritu humano al filosofar. Y con ello, la palabra "primero" no significa tanto comienzo como fundamento. Si la anterior era una visión arcaica, es esta segunda una visión fundamental de la filosofía pre-socrática. Asistimos en ella al orto mismo del filosofar en el espíritu, y no sólo a la primera forma de filosofía.
Esta es la manera como quisiéramos acercarnos al mundo griego.
Dejando de lado la explicación del hecho, vamos a tratar de asistir a su realización. Grecia no representa, para nosotros, un museo de tipos filosóficos clásicos. Representa, en primer término, la manera concreta cómo el espíritu del hombre ha entrado en la filosofía. En su momento de madurez, los mismos griegos tuvieron clara conciencia de este enorme hecho. Es verdad que cuando Aristóteles compendia, en el primer libro de la Metafísica, los sistemas presocráticos, lo hace desde un punto de vista sistemático. Pero, en cambio, en sus fragmentos, aparece una visión genética de la filosofía. Y asimismo Platón. Cuando en el libro VI de La república quiere explicar a sus lectores el origen fundamental de la filosofía, cuenta un mito, "el mito de la caverna", que en frase del propio Platón expresa un acontecimiento de nuestra physis, de nuestro modo de ser, y no sólo el relato cronológico de uno de sus eventos.
Representa, en segundo lugar —como consecuencia de lo anterior—, el más primario y primer conjunto de posibilidades de que el hombre dispone para filosofar. Es menester renunciar resueltamente a la idea del clásico y acercarnos a la filosofía griega para ver en ellas las posibilidades primeras de filosofía que el hombre ha cobrado en su primer ascenso al filosofar, que han decidido la trayectoria y la suerte concreta de la filosofía en la historia, y que constituyen, sabiéndolo o sin saberlo, la base primaria sobre la que se hallan abiertas y asentadas nuestras propias posibilidades filosóficas. No es que los griegos sean nuestros clásicos: es que, en cierto modo, los griegos somos nosotros. [313]
Pero esto requiere más largo comentario. Porque no se trata entonces de algo que afecte peculiarmente a la filosofía griega, ni tan siquiera a Grecia entera, sino a nuestra actitud ante el pasado en general. Somos, en cierto modo, todo nuestro pasado. ¿Cómo? [314]
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II.—NUESTRA ACTITUD ANTE EL PASADO
Qué sea el "pasado", es, por lo pronto, algo que sólo puede ser entendido desde un "presente". El pasado, precisamente por serlo, no tiene más realidad que la de su actuación sobre un presente. De suerte que nuestra actitud ante el pasado depende pura y simplemente de la respuesta que se dé a la pregunta: ¿Cómo actúa sobre el presente?
Según sean las respuestas que se cien a esta pregunta, así serán también diversas las maneras cómo los hombres de hoy justifiquen su ocupación con el pasado.
Para una primera consideración, en cierto modo natural, el pasado "ya pasó", y, por tanto, "ya no es". La realidad humana es, en esta concepción, su puro presente: lo que en él es y hace efectivamente. Y esto es precisamente la historia: una sucesión de realidades presente. El pasado no tiene ninguna forma de existencia real: en su lugar poseemos un fragmentario recuerdo de él. Esta forma, puramente mnemónica, de pervivencia del pasado, tiene una enorme utilidad. Para resolver sus problemas presentes no le es indiferente al hombre saber cómo se condujo en análogas situaciones pretéritas. De ahí que la pragmática sea entonces el verdadero justificante de nuestra ocupación con el pasado: historia magistra vitae, decían así los antiguos.
Pero el siglo xviii, y sobre todo el xix, nos han hecho ver en el pasado, en cuanto tal, algo en cierto modo diametralmente opuesto a lo que acabamos de decir. Si en la concepción anterior el pasado se pierde, en esta otra el pasado se conserva. En efecto: la manera cómo el tiempo muerde en las cosas es [316] muy diversa, según se trate de la materia o del espíritu. Para la materia, el tiempo es pura sucesión, y, por eso, la realidad se reduce a su presente. Si una inteligencia llevara a cabo, sobre la realidad material de ahora, la ficción leibniziana de un análisis infinito, no encontraría en aquélla más que un sistema de masas y de fuerzas, pero nada que le descubriera lo que esta materia fue hace milenios. Mejor dicho, nos contaría la distinta condición, distribución y actuación de unas mismas fuerzas y masas. Tratándose del espíritu, la cosa cambia radicalmente. Si fingimos ese mismo análisis infinito, ejecutado sobre el espíritu de hoy, nos veríamos sorprendidos al descubrir que en lo que es hoy, en su presente, está incluso actualmente lo que fue su pasado. Nada de lo que alguna vez fue se pierde por completo. El tiempo no es pura sucesión, sino un ingrediente de la constitución misma del espíritu. La historia no es simple sucesión de estados reales, sino una parte formal de la realidad misma. El hombre, no sólo ha tenido y está teniendo historia: el hombre es, en parte, su propia historia. Esto justifica la ocupación con el pasado: ocuparse del pasado es, en tal caso, ocuparse del presente. El pasado no sobrevive en el presente bajo forma de recuerdo, sino bajo forma de realidad.
Todo depende entonces de como se entienda esta pervivencia real del pasado en el presente.
El siglo xix ha echado mano de dos ideas: la evolución biológica y el desarrollo dialéctico.
En la primera, sea en sus formas más elementales de biologismo orgánico, sea en la genial interpretación del bios diltheyano, se nos presenta al espíritu como un ser vivo que va creciendo en el curso del tiempo. El pasado se acusa en el presente bajo forma de edad. Elevado este concepto al rango de categoría históricas nos lleva a la idea de las edades de la historia. En la segunda, el espíritu va entrando en sí mismo por tanteos racionales. El pasado pervive en el presente y actúa bajo forma de inestabilidad o desazón racional. Por ser, en cierto modo, contradictorio consigo mismo, el pasado es la urgencia del presente. Pero en ambos casos, con medios distintos —la evolución biológica o la verdad dialéctica—, el pasado se conserva en el presente, como la piedra de un edificio sustenta [317] la piedra que se le coloca encima. Por bajo de lo que somos hoy estaría sosteniéndonos lo que fuimos ayer. El resultado de la historia sería una como estratificación orgánica de las diversas capas que en su curso se producen, a la manera cómo en el tronco de un árbol perviven, concéntricas, las capas de su incremento vital.
Esta manera de entender la pervivencia del pasado en el presente se acusa más claramente al tratar de entender la preexistencia del presente en el pasado: es el problema del futuro. En ambas concepciones, la biológica y la lógica, el presente esta virtualmente precontenido en el pasado, y el futuro en el presente, al modo como el árbol está precontenido en la semilla, o una verdad científica en las premisas de un razonamiento.
Es fácil de entender entonces la imagen que se nos traza del curso de la historia. Mientras para la antigua manera de ver, la historia es simple sucesión de realidades presentes, en esta interpretación del siglo xix la historia es una actualización progresiva de lo que virtualmente el espíritu era ya desde sus comienzos. Por esto nada se pierde o, si se pierde, tal pérdida es sentida como una amputación o retracción del espíritu humano. Empleando otra terminología: cada una de las múltiples facetas del presente se halla "com-plicada" con las demás; todas se hallan "implicadas" en el pasado, y el curso histórico es tan sólo su "explicación" temporal. Esta triple dimensión: complicación, implicación y explicación, constituye, en el fondo, toda la estructura del acontecer histórico para el siglo xix.
El partidario de la pura sucesión tiene, sin embargo, fácil respuesta: ¿dónde y cómo se conserva el pasado fuera de la memoria o en el simple hecho de que el presente proceda del pasado? ¿Qué puede significar la conservación como presunta estratificación del pasado sino una metáfora geológica? El hombre de hoy no sigue creyendo en el subsuelo de su alma, en la divinidad del fuego, ni está siendo realmente feudal bajo las formas políticas del mundo moderno. Como realidad, en el rigor del vocablo, el pasado no "está" en ninguna parte: tan sólo "estuvo".
Independientemente de su mayor o menor valor polémico, este alegato tiene una singular fuerza: la de descubrirnos la [318] hipótesis que late idénticamente bajo estas concepciones, en apariencia tan opuestas, de la historia, y que se manifiestan en la idéntica consecuencia que de ambas interpretaciones se sigue.
Idéntica consecuencia. Entiéndase la historia como sucesión o como actualización, la verdad es que en ambas interpretaciones se trata de un enorme y gigantesco esfuerzo por evitar lo más radicalmente histórico de la historia. Como sucesión, la historia no "es". Quien es, es el hombre presente, y la historia es tan sólo lo que fue. Como actualización, la historia no es sino un revelador de lo que el hombre es ya desde siempre. Ni Dilthey mismo escapa, en el fondo, a esta consecuencia: "La naturaleza del hombre, nos dice, es siempre la misma; mas lo que de posibilidades de existencia haya contenida en ella, nos lo trae a la luz la historia".[2] En ambos casos, pues, la historia no "es", o, si se quiere, el "es" del hombre no queda afectado por la historia más que, a lo sumo, extrínsecamente: la historia es pura y simplemente lo que le pasa al hombre, pero no algo que afecte a su ser. El siglo xix no ha logrado ver, en el pasar mismo, una radical dimensión del ser del hombre.
Y entonces, de golpe, cobra relieve ante nuestros ojos el supuesto genérico de que todas estas concepciones se nutren; la historia seria una articulación y producción de realidades. En tal supuesto, naturalmente, una de dos: o la realidad pasó, y entonces ya no es real, o bien es real, y entonces no pasó. O todo se pierde, o todo se conserva. Visto por el otro lado: o el futuro aún no es, y entonces no es real, o bien es real, y entonces está ya virtualmente contenido en el presente.
Y esta es la magna cuestión: ¿es cierto que la historia sea en su más honda raíz una producción de realidades? Lo cual nos hace preguntar, en última instancia, nuevamente: ¿en qué consiste el presente humano?
Fijémonos tan sólo en la historia; dejemos de lado, deliberadamente, la cuestión del ser del hombre. Para obtener el hilo conductor que nos lleve a una primera respuesta a la cuestión [319] así planteada —cosa suficiente para los efectos de este estudio—, partamos de que la historia se halla tejida por las cosas y actos que el hombre hace o no hace, hace de una manera o hace de otra. ¿Cuál es la interna estructura de este hacer? Este es el problema.
1. Tenemos, en primer lugar, en todo hacer aquello que se hace y el acto que se ejecuta. Desde este punto de vista, el pasado, el presente y el porvenir no son sino tres distintos sistemas de haceres. De ellos, sólo el llamado "presente", en el sentido cronológico del vocablo, tiene realidad. Y cada uno de los puntos del tiempo, precisamente porque recoge los efectos del punto anterior, constituye una realidad, no sólo numérica, sino cualitativamente distinta de la anterior. Gracias a una técnica, heredera de una gran física, cruzamos hoy el espacio en espléndidos aviones, mientras nuestros abuelos viajaban en carroza o diligencia El ateniense del siglo y produjo una espléndida filosofía, mientras el hombre de Altamira llevó una vida que era todo menos intelectual. La historia, es desde este punto de vista, una progresiva sustitución de los haceres humanos. De aquí arranca la interpretación de la historia como pura sucesión.
No hay duda ninguna: esto es así. El error está en creer que esto es todo. Porque la verdad es que también hoy puedo viajar en diligencia. ¿Seré por esto un hombre del siglo xviii? Evidentemente, no. Comprendemos entonces que la diferencia no estriba tan sólo en lo que el hombre hace, sino también en el sentido de lo que no hace. Nada, y menos el hombre, puede entenderse tan sólo desde lo que es, sino que es menester entenderlo también desde lo que no es. En el hombre, este problema cobra especial agudeza, como veremos un poco después. Voltaire es un hombre del siglo xviii, no tanto porque viajara en carroza cuanto porque no podía volar. En cambio, el hombre del siglo xx, aunque viaje en carroza, aunque no vuele, puede, sin embargo, volar. En ambos casos no se vuela. Pero en el segundo, este "no" se refiere tan sólo al acto de volar; en el primero, al acto y a su posibilidad. Súbitamente, el problema de la historia nos lleva allende la simple realidad de los actos [320] humanos, a su interna posibilidad. Este ha sido todo el mérito del siglo xix: la historia no se limita a sustituir una realidad por otra, porque la realidad, sea ella cual fuere, es siempre "emergente": emerge de un previo poder. En el hacer histórico no hay simplemente el acto en que se hace, sino el poder con que se hace. El problema de la historia afecta, ante todo, a estos poderes que el hombre posee. El presente no es simplemente lo que el hombre hace, sino lo que puede hacer.
¿Qué es este poder?
2. Poder algo es, ante todo, tener facultad para realizarlo. Hay, pues, en toda facultad una doble dimensión. Por un lado, es una especie de "fuerza" implantada en quien la posee, y, a fuer de tal, es un elemento de la realidad como otro cualquiera. Desde este punto de vista, una bellota es una realidad a mismo titulo que la encina. Pero entonces no considero la bellota como "germen" de la encina. Para esto hay que atender a la segunda dimensión de toda facultad. Para que algo sea facultad, es menester ver en la "fuerza", más que una realidad propia, la otra realidad a cuya producción va destinada. En este caso, lo que hace que una fuerza sea facultad es esta especie de presencia virtual de la segunda realidad (encina) en la primera (bellota).[3] Es lo que expresamos en la preposición. "para", al decir: toda facultad es para algo. Si a la realidad, en el primer sentido, llamamos sin más "acto", el poder o facultad para realizarla será "potencia". La realidad, en tal caso, no será simplemente un conjunto de actos o actualidades, sino de acciones o actualizaciones de la potencia de donde emerge. En el presente humano, junto a lo que el hombre hace, están también sus potencias para obrar.
De aquí arranca, en el fondos toda la concepción histórica del siglo xix. Como las potencias o virtualidades humanas no se actualizan siempre de la misma manera, nos encontramos con que la historia es no sólo el conjunto de lo que el hombre hace, sino la actualización progresiva de sus virtudes. Se [321] comprende que, si las facultades pertenecen a la naturaleza humana, sus actos sean del dominio de la historia. Y como ya, desde Aristóteles, la actualidad de una potencia en cuanto tal, o sea la actualización, es el movimiento, resultará que la categoría fundamental que domina esta concepción de la historia es la del movimiento. El curso histórico es un "movimiento" de esa realidad llamada "espíritu humano". Droyssen y Hegel son el exponente de esta concepción.
No hay duda de que esta interpretación de la realidad, que remonta a Aristóteles, es exacta y más completa que la anterior. En la primera, la realidad es la actualidad efectiva; en la segunda, actualización o actuación. Sin embargo, aunque mucho más difícil de percibir, su insuficiencia, aplicada a la historia humana, es bien notoria. Según la concepción aristotélica, la actualización, al propio tiempo que confiere realidad actual al acto, da, en cierto modo, su ser completo o plenario a la potencia. De esta suerte, la actualización es un revelador de todo, y sólo lo hay ya virtualmente en la potencia. Ahora bien: si así fuera, la historia sería un simple revelador de la naturaleza humana; y, en tal caso, en todo hombre, en el primero de los hombres, estaría ya virtualmente dada toda la realidad de la historia futura. El mero hecho de llegar a este enunciado nos hace detener la reflexión. Realmente, ¿se podía volar en el siglo xviii?
Si y no, se nos dice. Desde el momento en que el hombre de hoy vuela, es que hay en su naturaleza la potencia para el vuelo, y, por tanto, el hombre del siglo xviii la poseía también, por el mero hecho de poseer en su integridad la naturaleza humana. Lo que ocurre es, se nos dice, que las facultades no están siempre inmediatamente capacitadas para sus actos: son susceptibles de perfeccionamiento y preparación. Careciendo de ello, la potencia para el vuelo no estaba "dispuesta", no se hallaba "a punto", en el siglo xviii. En este sentido, no se podía volar entonces. Hoy se puede, no porque tengamos potencias de que ayer se carecía, sino porque esta potencia tiene hoy una aptitud o disposición que ayer no poseía. La historia no sería sino el progreso o el regreso en las disposiciones de las [322] potencias del hombre. La historia sería un movimiento de perfección o de defección.
Pero ni aun así quedamos tranquilos. Porque, si bien se mira, lo único que en esta concepción queda reservado a la historia es ser "ejercicio" de las potencias de que nos ha dotado la naturaleza. Para ejecutar sus actos, para entrar en ejercicio, toda potencia necesita condiciones circunstanciales cuya complejidad puede variar. Pero todas ellas afectan a la manera como actúa sobre la facultad su objeto propio y adecuado. Basta esta formulación para comprender que estos conceptos, a pesar de ser imprescindibles, son radicalmente insuficientes para interpretar la historia. También el animal tiene unas potencias cuyo ejercicio depende de las más varias condiciones. Sin embargo, esta vida animal no es histórica. La historia natural no se identifica con la historia humana. Si al fin de sus días pudiéramos pedir al animal cuenta de su vida, nos respondería indicando, no hay duda, la "razón de ser" de sus "actos". Pero si pedimos esta misma cuenta al hombre, la respuesta del animal no nos satisface. Independientemente de la explicación del ejercicio de sus potencias, tendría que justificar el uso que de ellas hizo, la vida que con ellas trazó. No nos bastaría con una "razón de ser": necesitamos una "razón de acontecer". La vida del hombre no es un simple ejercicio o ejecución de actos, sino un uso de sus potencias. Y sólo tendremos lo específico de la historia cuando se explique lo que es esto que, provisionalmente, llamamos uso de las potencias, a diferencia del simple ejercicio de sus actos. Aquí, uso no significa simplemente "manejo", sino destinación a un plan de conjunto. Las potencias de todos los hombres se ejercitan, en todas las épocas de la historia, de manera sensiblemente idéntica. Pero la vida que con ellas se construye, el uso que de ellas hacemos, es variable. Y estas variaciones son justamente la historia. La irreductibilidad del uso al simple ejercicio es toda la sutil dimensión que nos lleva a la historia en cuanto tal. Es lo que cambia el mero "hecho" en "suceso" o "acontecimiento". La historia no está tejida de hechos, sino de sucesos y acontecimientos. El no haber reparado en ello es la ceguera cardinal de la filosofía de la historia en el siglo xix. Por esto no pudo comprender lo específico del curso [323] histórico. No es suficiente la idea del movimiento. No se trata de hechos y de movimientos, sino de sucesos y sucesiones, acontecimientos y aconteceres. Esta es la cuestión central. En el siglo xviii no es que el hombre no tuviera potencias tan perfectas como hoy. La cosa es más sencilla: es que no había inventado los aviones. Por esto, y concretamente por esto, no podía volar. Es una trivialidad, pero preñada de alcance metafísico. Porque esto quiere decir que la estructura misma de las potencias humanas es harto más complicada de lo que se describe en el esquema anterior. El hombre posee, además de actos y de potencias, algo que, en cierto modo, es anterior a los actos y a las potencias, o, si se quiere, sus actos y sus potencias tienen una estructura más compleja que la que deriva de la simple consideración del ejercicio.
3. Para verlo —y sin extendernos desmesuradamente sobre esta cuestión— volvamos a la idea de potencia y ejercicio en el animal. En él, los objetos afectan a sus órganos, y estas impresiones desencadenan los actos respectivos. Toda la vida del animal depende de la articulación entre sus impulsos y sus impresiones. Y esta articulación se expresa en dos vocablos: estímulo y reacción. Las cosas son, para el animal, estímulos. Y, a su vez, sus potencias están inmediata y efectivamente preparadas para sentirlos. Por esto, los actos del animal son reacciones. Basta ello para hacernos caer en la cuenta de que, en toda potencia y en la índole del ejercicio de sus actos, va previa mente implicada la peculiar manera de estar situada frente a su propio objeto. Las potencias del animal le sitúan en esta estrecha relación de inmersión o articulación con las cosas.
Es esta la situación de las potencias humanas? Evidentemente, no. El más elemental de los actos específicamente humanos interpone, entre las cosas y nuestras acciones, un "proyecto". Y esto cambia radicalmente nuestra situación respecto de la del animal. La situación primaria del hombre, respecto de las cosas, es justamente estar "frente" a ellas. Por esto, sus actos no son reacciones, sino "proyectos", es decir, algo que el hombre arroja sobre las cosas. Si la situación del animal es una inmersión en las cosas, la situación del hombre es estar a distancia de ellas. A distancia, pero entre ellas, no sin ellas. [324] El hombre posee una función gracias a la cual queda, por un lado, referido a las cosas, pero rebota, por otro, sobre ellas, llevándose consigo algo que no se identifica con la realidad física de estas últimas. Es el pensar. En él se constituye esa situación de distancia y contacto con las cosas. Contacto: el pensar nos muestra en ellas "lo que hay". Distancia: nos dice de ellas "lo que son". En este sutil desdoblamiento entre "lo que hay" y "lo que es" consiste toda la función ontológica del pensar. Aristóteles llamó también a esta función del pensar "potencia"; pero nos dijo ya, en el libro IX de la Metafísica, que el logos es una potencia singular entre todas. Barrunto, como en otros muchos puntos, la insuficiencia de algunas ideas griegas. Gracias al pensar, posee el hombre una irreductible condición ontológica: no forma parte de la naturaleza, sino que está a distancia de ella, tanto de la naturaleza física como de su propia naturaleza psicofísica. Esta condición ontológica de su ser es lo que llamamos libertad. La libertad es la situación ontológica de quien existe desde el "ser". No quiere esto decir que todos los actos del hombre sean libres, sino que el hombre es libre. Y sólo quien es así radicalmente libre puede incluso verse privado de libertad, en muchos, tal vez en la mayoría, de sus actos.
De aquí la singular condición en que se encuentra el hombre para realizar su vida. No responde directamente a las cosas sino salvando la distancia que le separa de ellas, yendo del ser" a las "cosas" que son. Esta respuesta ya no es una reacción: es una marcha, la realización de un proyecto. En él decide el hombre lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo. Las potencias producen sus actos siempre de la misma manera; pero entre aquéllas y éstos media "lo que se quiere hacer". á esto es a lo que vagamente llamamos "uso de las potencias". Mientras que en el caso del animal se trataba simplemente de las condiciones de su ejercicio, aquí se trata de algo previo y más radical: del sentido de lo que va a hacer. Con ello, los actos humanos son, rigurosamente hablando, "sucesos": realización o malogro de proyectos.
¿Sobre qué concibe el hombre sus proyectos? Naturalmente sobre las cosas y sobre la capacidad de sus propias potencias. Pero, gracias a la singular distancia que media entre el [325] hombre y lo que le rodea, la articulación entre las cosas y potencias no es la de estímulo y reacción. Ambas, cosas y potencias, son medios de que el hombre dispone: no le están ni "dadas" ni "puestas", como decía el idealismo, sino "ofrecidas" para existir.
¿Qué es lo que se nos ofrece?
En primer lugar, las cosas. La manera primaria como nos están ofrecidas no es la patencia de su "entidad física". Lo que llamamos cosas son, ante todo, "instancias" que plantean "problemas". Desde luego, el problema de la vida de cada "instante"; en su hora, el problema de lo que sean las cosas en si mismas. Pero las cosas se nos ofrecen también como "recursos" para resolver aquellas instancias. Aristóteles mismo llegó a su idea de la ousía, de la sustancia, partiendo de esta idea del "recurso". Nuestros proyectos veíamos se apoyan en lo que las cosas son"; instancias y recursos constituyen, en cambio, el orbe de "lo que hay".
Instancias y recursos, por un lado; ofrecimiento por otros son dos dimensiones de una sola estructura. Porque las cosas no están dadas, sino "ofrecidas", lo que en ellas se nos ofrece es: o la forzosidad de actuar (instancia), o lo que permite actuar (recurso). Como recursos, las cosas y la propia naturaleza humana no son simples potencias que capacitan, sino posibilidades que permiten obrar. Todavía decimos, en lenguaje vulgar, que un hombre rico tiene "muchos posibles". Toda potencia humana ejecuta sus actos contando con ciertas posibilidades.
La realidad, decíamos, es siempre emergente. Pero aquello de donde emerge la realidad de los actos humanos no son solamente las potencias de su naturaleza, sino las posibilidades de que dispone. Los griegos confundieron en la idea de la dynamis estas dos dimensiones bien distintas del problema. Y, en el fondo, solamente estudiaron la primera.
Pero es menester subrayar que estas dos dimensiones son justamente esto: dos dimensiones de una misma realidad, y no dos realidades distintas. Las potencias humanas tienen, en su propia naturaleza, una estructura tal, que su actuación exige e implica el recurso a posibilidades. La misma realidad, que es [326] Naturaleza, es también Historia. Pero aquello por lo que es Naturaleza no es lo mismo que aquello por lo que es Historia. El hombre está allende la naturaleza y la historia. Es una persona que hace su vida con su naturaleza. Y con su vida hace también su historia. Pero si el hombre está allende la historia, la naturaleza está aquende la historia. Entre su naturaleza y su existencia personal el hombre traza la trayectoria de su vida y de su historia.
Estas posibilidades no se constituyen en un puro acto de pensamiento. El pensar mismo no funciona sino en el trato efectivo con las cosas y adopta la forma de un tanteo entre ellas. Descubre posibilidades, tropieza con resistencias que le fuerzan a modificar sus ideas acerca de lo que son las cosas y, por tanto, sus proyectos. El trato con las cosas circunscribe y modifica el área de las posibilidades que el hombre descubre en ellas. Es el contenido objetivo de lo que llamamos "situación".
Para evitar confusiones, no será ocioso añadir que estas posibilidades no son tan sólo creación o producción humana. Páginas atrás indicaba, en efecto, que los "recursos" de que el hombre dispone no se hallan solamente en si mismo, sino también en las cosas. Las cosas mismas, pues, ofrecen en vario grado, e independientemente de las vicisitudes humanas, unas posibilidades que pueden variar de unos momentos a otros. La materia misma, por su propia estructura física, puede ofrecer o sustraer posibilidades al hombre. No es lo mismo el buen tiempo que el malo para las acciones bélicas, por ejemplo. Pero lo esencial es distinguir aun en este caso, dos aspectos completamente distintos de la realidad cósmica. Por un lado, ésta tiene diversos estados, según los cuales posee o no, y en varia medida, capacidad o aptitud para ser utilizada. Es lo que desde antiguo viene llamándose potencia pasiva, en el más amplio sentido del vocablo (para los efectos de su utilización, las mismas potencias activas de la naturaleza son, en cierto modo, pasivas). Pero la materia puede haber poseído desde tiempo inmemorial esas potencias y no haber funcionado éstas, sin embargo, como "recurso" para la actuación humana. Para esto es menester que la situación del hombre le permita descubrir en esas potencias cósmicas recursos para sus actos. Esta [327] nueva formalidad, única que rigurosamente puede llamarse posibilidad, esa situación de "disponible" que las cosas ofrecen, no se constituye sino en la situación misma del hombre. Por esto la idea de situación no es algo que afecta primaria y exclusivamente al hombre en su realidad propia, sino que envuelve a las cosas mismas con que aquél hace su vida. Más aún: el hombre no podría ni tan siquiera "tropezar" con las cosas y con sus potencias sino en una situación concreta. La situación no es algo añadido al hombre y a las cosas, sino la radical condición para que pueda haber cosas para el hombre, y para que aquéllas descubran a éste sus potencias y le ofrezcan sus posibilidades. Análogas consideraciones podrían hacerse acerca de la realidad social, e inclusive de la propia realidad individual del hombre.
En su virtud, lo que el hombre hace en una situación es ciertamente el ejercicio y la actualización de la potencia; pero es también el uso y la realización de unas posibilidades. Por lo primero, el hacer humano es movimiento; por lo segundo, es suceso o acontecimiento. Los actos son "hechos históricos" tan sólo como realización de posibilidades. El curso histórico no es simple "movimiento", sino "acontecimiento". Por eso, la razón histórica no es una razón de ser, o, si se quiere, toda integral razón de ser tiene que envolver la idea de una específica razón de acontecer.
Para comprenderlo, veamos la interna conexión del presente con el pasado y el futuro.
El presente no se halla constituido tan sólo por lo que el hombre hace, ni por las potencias que tiene, sino también por las posibilidades con que cuenta. Desde esta última dimensión cobra figura más precisa la índole del pasado histórico. Las posibilidades, en efecto, son siempre los recursos que las cosas y las propias potencias humanas ofrecen al hombre. Se constituyen, pues, como decíamos, en el trato con aquéllas y en el ejercicio de éstas. De ahí que todo acto, una vez realizado no sólo perfecciona la potencia, sino que modifica también su cuadro de posibilidades. Desaparece la realidad del acto, pero queda la situación en que nos ha dejado y la posibilidad que nos ha legado. Podemos dar ahora una respuesta más precisa a la [328] cuestión de la pervivencia del pasado. El pasado no pervive bajo forma de realidad subyacente. En cuanto realidad, el pasado se pierde inexorablemente. Pero no se reduce a la nada. El pasado se desrealiza, y el precipitado de este fenómeno es la posibilidad que nos otorga. Pasar no significa dejar de ser, sino dejar de ser realidad, para dejar sobrevivir las posibilidades cuyo conjunto define la nueva situación real. En el siglo xvi ya no había feudalismo; pero los hombres de entonces fueron otra cosa, gracias a las posibilidades que les otorgó el haber sido antes feudales. En el siglo xviii el hombre tenía, indudablemente, la nuda potencia de fabricar aviones; pero carecía de las posibilidades para hacerlo. Si en el siglo xviii no se podía volar, no era por defecto de facultades, sino por falta de posibilidades. Lo que somos hoy en nuestro presente es el conjunto de las posibilidades que poseemos por el hecho de lo que fuimos ayer. El pasado sobrevive bajo forma de estar posibilitando el presente, bajo forma de posibilidad. El pasado, pues, se conserva y se pierde.
Pero vemos entonces que todo el gran fallo de la filosofía de la historia, en el siglo xix, consiste en suponer que el acontecer histórico es producción o destrucción de realidades. Frente a ello es menester afirmar enérgicamente que lo que en las acciones humanas hay, no de natural, sino de histórico, es, por el contrario, la actualización, el alumbramiento u obturación de puras posibilidades. Si se quiere hablar de dialéctica histórica, habrá que convenir en que es una dialéctica de posibilidades.[4] Y esto se ve con claridad aún mayor considerando el problema del futuro.
¿Qué es ser futuro? Si se me pregunta lo que voy a hacer a las siete de la tarde, la pregeunta tiene sentido perfecto. Me asalta ciertamente la duda de si viviré en esa hora o de sí las circunstancias me permitirán hacer lo que proyecto. Pero no [329] hay duda de que puedo proyectar y, por tanto, de que puedo responder unívocamente a la cuestión. Si se me pregunta, en cambio, qué voy a hacer a las siete de la tarde del 29 de agosto de 1953, no puedo responder. Pero mi perplejidad es más honda que en el caso anterior. No es que no esté seguro de que pueda hacer lo que quiera: es que no tiene sentido proyectar para esa fecha. Puedo fingir un proyecto: será un deseo o una veleidad. No puedo tomarlo en serio; no es una voluntad. ¿Por qué? La cosa es clara. El hacer de cualquier momento necesita contar con ciertas posibilidades. Ahora bien: yo tengo ya, más o menos, las posibilidades desde las que voy a actuar dentro de dos horas. Pero no tengo en mis manos las posibilidades con que actuaré dentro de once años. Las posibilidades, en efecto, se van alumbrando y obturando en la ejecución real y efectiva de nuestros actos. Con las posibilidades con que ahora cuento actuaré dentro de dos horas: entonces, a resultas de mi acción, el cuadro de posibilidades de que disponga será distinto. Habré de elegir entre ellas, y esta elección determinará el cuadro de posibilidades de las horas ulteriores. Como este sistema de acciones selectivas no está prefijado, no lo está tampoco el de las posibilidades con que contaré dentro de once años. Para que pueda hablarse con seriedad de un futuro, no basta llamar así a todo cuanto aún no es, aunque se tenga potencia física para realizarlo. Sólo es futuro aquello que aún no es, pero para cuya realidad están ya actualmente dadas en un presente todas sus posibilidades. Lo que no existe aún, y respecto de lo cual tampoco existen sus concretas posibilidades, no es, propiamente hablando, futuro. El futuro es algo con que, a mi modo, puedo contar. Rehabilitando un viejo vocablo debido a una genial invención de Suárez, llamaremos no futuro, sino futurible, a aquello para lo cual se posee nuda potencia, pero cuyas posibilidades son aún inexistentes. Por lo menos, éste es el sentido en que emplearemos el vocablo suareciano, independientemente del contenido que el propio Suárez le otorgaras
Podemos comprender ahora la novedad ontológica que representa el acontecer histórico. Toda realidad finita es emergente, es el acto de unas virtualidades. Si en ellas no vemos más que las potencias de la naturaleza humana, la historia no sería [330] sino meró desarrollo de lo que el hombre ya era. Esta fue la idea del siglo xix. Pero en la historia no sólo se producen actos, sino que se producen, además y anteriormente, las propias posibilidades que condicionan su realidad. De aquí la enorme proximidad de la historia al acto creador. La historia es lo más opuesto a un mero desarrollo. En el primer hombre estaban ya dadas todas las potencias humanas, pero no lo estaban todas las posibilidades de la historia de la humanidad. Por eso, la estructura del espíritu, como productor de historia, no es explicación de lo que estaba implicado, sino una "cuasi-creación". Creación, porque afecta a la raíz misma de la realidad de sus actos, a saber, a sus propias posibilidades; pero nada más que cuasi-creación, porque, naturalmente, no se trata de una rigurosa creación desde la nada. El siglo xix ha escamoteado lo propiamente histórico de la historia, a saber, este radical y originario producir la realidad, produciendo previamente su propia posibilidad. Aquí está lo propiamente histórico. La historia no es un simple hacer, ni es tampoco un mero "estar pudiendo": es, en rigor, "hacer un poder". La razón del acontecer nos sumerge en el abismo ontológico de una realidad, la humana, fuente no sólo de sus actos, sino de sus posibilidades mismas. Ello es lo que hace del hombre, en frase de Leibniz, un petit Dieu.[5] [331]
Volviendo ahora a la pregunta que motivó estas consideraciones, podemos decir: nosotros somos nuestro pasado. Pero no en forma de pervivencia arcaica. Esta idea del siglo xix lleva siempre a la nostalgia de los tiempos heroicos y a la idea del clasicismo, a las culturas que no envejecen, que son perennes y flotan fuera del tiempo. No puede ser. Somos el pasado, porque ya no somos realmente la realidad que el pasado fue en su hora. Somos el pasado, porque somos el conjunto de posibilidades de ser que nos otorgó al pasar de la realidad a la no realidad. Por esto, estudiar el presente es estudiar el pasado, no porque éste prolongue su existencia en aquél, sino porque el presente es el conjunto de posibilidades a que se redujo el pasado al desrealizarse. El clasicismo se nutre de la idea de la pervivencia real del pasado. Por esto es siempre arcaizante. No tiene sentido. Es menester ver en el pasado, en cierto modo, lo opuesto, lo que ya no es real, y, al dejar de serlo, nos fuerza a volver a ser nosotros mismos, con las posibilidades que nos otorgó. Los griegos no son nuestros clásicos, decía; más bien, somos nosotros los griegos. Es decir, Grecia constituye un elemento formal de las posibilidades de lo que somos hoy.
¿Qué hay en nuestra actual situación filosófica que nos lleve a posibilidades de tan remoto origen? [332]
[333]
III.—NUESTRA SITUACION FILOSOFICA Y EL PENSAMIENTO GRIEGO
Por lo pronto, decía, Grecia constituye nuestra más remota y formal posibilidad de filosofar. ¿Es qué sentido?
La realidad de un presente no se limita a llevarnos a una situación ulterior que no tuviera con la precedente más relación que la de efecto a causa. Tratándose de la realidad humana, la situación no está definida tan sólo, según veíamos, por las cosas que rodean al hombre, sino también por las posibilidades de que dispone para enfrentarse con ellas. De esta suerte, lo que un instante lega al siguiente es un peculiar modo de acercarse a las cosas, nacido y puesto en marcha en el pasado. Con las seguridades que el pasado le confiere, el hombre se lanza a la captura de nuevas cosas. La realidad, sin embargo, con sus peculiares resistencias, fuerza al hombre —con hondura mayor o menor— a modificar sus posibilidades y, con ellas, sus ideas de las cosas. Pero esta resistencia no podría darse si previamente no hubiera una posibilidad a la que resistir. Si el pasado no nos hubiera legado sus insuficientes posibilidades, no habría manera de que las cosas acusaran su peculiaridad. Con lo cual resulta que el pasado no sólo nos otorga un "estado", sino una "situación"; o, si se quiere, una situación no es un estado, sino algo que esencialmente nos lleva a transcurrirnos desde el presente al futuro. El pasado, si se quiere emplear una metáfora física, no sólo nos otorga la figura de un estado, sino que nos traza una ruta, una vía de acceso a las cosas, un méthodos, como diría Parménides. La visión que en un momento tenemos de las cosas se halla montada, a un tiempo, [334] positiva y negativamente, sobre la posibilidad que el pasado nos dio. El pasado, pues, está en el presente: el pasado, no sólo produjo el presente, sino que está haciéndonos presentes. Las posibilidades con que contamos, en lo que no tienen de realidad, son puro pasado inexistente; en la medida en que positivamente posibilitan lo que somos, son lo que en nosotros hay de presente. De esta suerte, el presente es también inexorablemente pasado.
Grecia ha trazado, en este sentido, la ruta de la filosofía europea. Por esto somos griegos, no por un clasicismo romántico. En Grecia logró la inteligencia la primera fase de su plena madurez. Y cuanto ha venido después se halla montado, en una u otra medida, en el pensamiento griego. Porque a la historia no le es indiferente el momento en que las cosas acaecen. Un mismo hecho que acontece en dos distintos órdenes de posibilidades puede significar cosas absolutamente diferentes. En Grecia y en India se llega, en cierto instante, a descubrir la ciencia. Pero en Grecia esto acontece a resultas y después de una serie de intentos de "vida teorética". El resultado fue nuestro saber racional y la estructura misma de la filosofía como ciencia. En la India este descubrimiento acontece dentro de la constitución de la teosofía del Vedanta. La ciencia ya no produjo los mismos efectos, y la India, en conjunto, jamás pudo ascender a una consideración puramente teorética de las cosas. Pues bien: cuando el cristianismo entra en el mundo helenístico nos aporta —independientemente de su contenido específicamente religioso— algunas ideas fundamentales: entre otras, la de un mundo espiritual y trascendente. La inteligencia madura no se limita a recibirlas y a creer en ellas, ni a otorgarles su pleno asentimiento intelectual. Precisamente por la madurez que en Grecia alcanza, la inteligencia no puede dejar de ensayar la intelección de la nueva realidad. Su propio estado de madurez le fuerza a ello. Es Grecia, tratando de entender la Revelación cristiana, porque es la Revelación cristiana dirigiéndose a griegos maduros. Contra todo lo que superficialmente ha venido afirmándose con demasiada frecuencia, no se trata ni de un externo sincretismo, ni de una especie de transformación simbólica de los sentimientos en ideas, sino del ineludible [335] movimiento que una inteligencia madura ejecuta para tratar de apropiarse inteligiblemente la nueva realidad que se le ofrece. Esta realidad se resiste temáticamente a Grecia. De ahí que la primera teología sea una verdadera gigantomaquia intelectual para entender el cristianismo con el elenco de conceptos que le sirviera Grecia. Sin embargo, el cristianismo, decimos, aporta, con su nueva realidad, nuevas ideas ajenas al mundo ático. Y por esto asistimos, en los primeros siglos, a una reelaboración de las ideas metafísicas recibidas de Grecia. Inútil proseguir relatando lo que acontece en la Edad Media y en la Moderna. Lo único que esencialmente nos importa subrayar es que Grecia se halla formalmente inscrita en la madurez filosófica de la inteligencia europeas
Pero tratándose de la filosofía pre-socrática, su significación y alcance son mucho más hondos todavía. Todo punto de la trayectoria histórica define a su modo el trazado del futuro. Y si somos griegos, somos también medievales u hombres del siglo xvii. Pero la pre-socrática representa un punto singular en esta trayectoria. Es su origen, el descubrimiento y la constitución misma del filosofar. Mientras después se sigue filosofando, en Mileto, Efeso, Elea, Sicilia y Atenas se constituyó el filosofar. Somos griegos o medievales porque tenemos en nuestra filosofía ingredientes helénicos o del medievo; somos presocráticos, no sólo por lo que de su filosofía nos ha venido, sino. además y sobre todo, porque estamos filosofando. De ahí la singular importancia de la filosofía pre-socrática en nuestro tiempo. Los pre-socráticos trazaron los primeros confines del orbe filosófico: realizaron el primer periplo en el océano de la filosofía.
Ahora bien: nuestros días asisten precisamente no sólo al despliegue de nuevos problemas filosóficos, sino a una peculiar manera como la idea misma de filosofía se ha convertido en problema. En cierto modo, nuestro problema es el problema mismo del filosofar. De ahí que las posibilidades que la realidad actual pone en conmoción sean justamente esas últimas y definitorias posibilidades del filosofar en cuanto tal, que nos otorgaron los pre-socráticos. [336]
Pero no se trata de una vana ocurrencia. Si los problemas han de tener carácter de verdaderas cuestiones intelectuales, han de surgir, como sin quererlo, del trato concreto con las cosas. Al acercarnos a ellas con las posibilidades que nos otorgó el pasado, chocamos con la realidad. Nada hay que sea absolutamente transparente y dócil a la mirada y a la acción de la inteligencia humana. Y, al chocar con las cosas, el hombre se siente, en cierto modo, extraño y extrañado ante ellas: rebota de ellas hasta sí mismo; y en esta entrada se dibujan, ante sus ojos, los claros perfiles de las posibilidades con que se acercó al mundo. La resistencia que las cosas ofrecen posibilita y fuerza al hombre a entenderse a si mismo, a darse cuenta de "dónde está". Así es cómo, al entrar en su presente, las cosas le dejan al hombre debatiéndose con su pasado. Y en este proceso, según sea la índole del choque, así es también el tipo de posibilidades que al hombre presente se le convierten en problema. No todo choque representa un momento de idéntica gravedad. Fresnel aborda el estudio de la óptica, de las vibraciones etéreas, con la teoría de la elasticidad. No pudo ser; y Maxwell abandona las tensiones elásticas y descubre el campo electromagnético. Pero Lorentz estudia la óptica de los cuerpos en movimiento con el éter electromagnético. La realidad se le resiste; el choque es ahora mucho más profundo; pone en conmoción la idea misma del éter, y Einstein se ve forzado a abandonarla.
El siglo xvii descubrió en el pensamiento una realidad difícilmente aprehensible, de un modo adecuado, con solos los conceptos griegos: la propia Edad Media había sentido, en varia medida, semejante dificultad. El resultado fue la modificación, feliz o desgraciada —poco importa—, de la idea de sustancia, cuando se trata de sustancias pensantes. Pero hoy hemos tropezado con otras realidades, entre ellas la historia. La insuficiencia de nuestros conceptos se acusa con mayor gravedad. El choque ha puesto en conmoción la idea misma del ser; por esto, y concretamente por esto, se nos ha convertido en problema el filosofar en cuanto tal.
Casi dos siglos lleva el hombre dándole vueltas al asunto. Pero, en definitiva, más que sobre la historia misma, durante este tiempo ha pensado el hombre sobre su contenido: ha [337] meditado más sobre lo que ocurre que sobre el ocurrir mismo. En el siglo xix ha comenzado a verse esta nueva dimensión del problema. La primera reacción con que ha respondido a él ha sido ver en la historia un paso del no ser al ser; y ha tratado de solventar la dificultad buscando la manera de evitar este rodeo a través del no ser.
Algo parecido aconteció en la filosofía pre-socrática desde Parménides a Demócrito. No se vio en el movimiento sino el paso del no ser al ser. Y para evitar este rodeo, Empédocles, Anaxágoras y Demócrito convierten el movimiento en pura aparición o desaparición de elementos sempiternos. En el fondo, la negación del movimiento, o por lo menos, su exclusión del orbe del ser propiamente dicho. Sólo "son" los elementos.
Pero Aristóteles tiene la genial idea de hacer del movimiento una forma del ser. Parece que hubiera tenido que atribuir entonces una especie de realidad al no ser. Fue la idea de Platón. Aristóteles sigue, sin embargo, un camino distinto. El movimiento no es paso del no ser al ser, sino el paso de una manera de ser a otra. La calefacción no es el paso del no ser al calor, sino del frío al calor. Lo que hasta entonces se había llamado realidad, tiene que sufrir ahora una honda modificación: hay realidades afectadas formal y positivamente por una dimensión de no ser. Es la idea de la dynamis, de la potencia. El movimiento entró así definitivamente en la ontología, como forma del ser.
Pues bien: el paralelismo de esto con lo que ocurre en el problema de la historia es impresionante. La reducción del acontecer histórico al movimiento es —servatis servandis— algo semejante a lo que fue la reducción del movimiento a combinación de elementos en la física ateniense del siglo y. Para evitar el rodeo del no ser se pretende reducir la historia a la actualización de potencias germinales. Es un ingente escamoteo de la historia. Hegel intenta realizar esta titánica empresa. Dilthey alumbró intuiciones geniales en orden a una nueva visión del problema. Pero nada más que intuiciones. Es menester resolverse a introducir la historia, en cuanto tal, en la idea misma del ser, como Aristóteles introdujo en ella la idea del movimiento. El primer impulso nos llevaría a sustantivar el no ser. [338] Con ello, la historia seria una romántica inspiración desde la nada, o, bien, una radical inconsistencia. Pero así como Aristóteles supera el movilismo puro de la sofística, así la interpretación ontológica de la historia ha de evitar caer en el radical historismo. Tampoco es suficiente yuxtaponer —perdóneseme la expresión— el ser histórico al ser natural, ni tan siquiera tender a una absorción de éste en aquél. La genial visión de Heidegger —por lo menos en la medida en que se trasluce en su libro— deja, en este punto, graves inquietudes.
La idea del ser, precisamente por su carácter un poco atmosférico, parece carecer de supuestos. El haber llamado la atención sobre ellos es uno de los inalienables méritos de Heidegger. Pero sería menester subrayar de una manera formal lo que ha acontecido para que el hombre llegara hasta esta idea del ser. No hay duda de que hubiera sido muy distinta, si el filosofar hubiera surgido en otro punto del planeta y en otra situación distinta a la que representó Jonia en el siglo vii. Dejemos de lado la cuestión de si la cosa fuera o no intrínsecamente posible. Lo cierto es que aconteció en Jonia, y sólo en Jonia. Los jónicos no descubren precisamente, como suele decirse, la idea de naturaleza: descubren algo que decanta en la inteligencia de sus sucesores, el problema de una naturaleza, de una physis. Los jónicos, es difícil enunciarlo, por tanteos varios, nos van descubriendo que las cosas no solamente se hallan dotadas de calor, humedad, fuerza, etc., sino que poseen todo esto, o, por lo menos, algo de esto, "de suyo", como "en propiedad". Es una nueva manera de acercarse a las cosas que lega a la posteridad inmediata el problema peculiar que envuelve: el poseer algo "de suyo" es la intuición básica que plantea el problema de lo que se tiene y transmite "de suyo". Es el problema de la natura, de la generación y de la physis. Es esencial, a mi modo de ver, insistir en que los jónicos no parten ni de la idea ni del problema de la physis, sino de una nueva intuición concreta, que engendra más tarde dicho problema y dicha idea. Un siglo después, lo que las cosas "naturalmente" poseen y presentan, decanta en la inteligencia del filósofo un nuevo problema: las cosas no tienen, en realidad, naturaleza, sino que son naturaleza; lo que llamamos cosa es, en primera línea, una [339] naturaleza singular. Ser cosa consiste precisamente en "poseer" de suyo el conjunto de notas que constituyen la naturaleza. Pero, entonces, el poseer tiene dos vertientes. Una, que da hacia fuera: las acciones de una cosa sobre las demás. Otra, que da hacia dentro: lo que constituye el ámbito interno de la cosa misma. Si por lo primero esta posesión se llama naturaleza, por lo segundo recibe el nombre de realidad, de ser. Es la idea de la ousia, de la sustancia aristotélica, en que culmina su idea del ser. Es cierto que, en Aristóteles, el ser no se halla temáticamente limitado a la naturaleza. Pero siempre se halla plasmado un poco a imagen y semejanza suya. La sustancia aristotélica es el punto cuspidal de la trayectoria griega. De la naturaleza al ser: he ahí la ruta que siguió Grecia.
El choque con lo histórico es la conmoción de esta vía. No es cuestión ni de curiosidad ni de gusto. El mero hecho de entendernos a nosotros mismos, de esclarecer las dificultades con que nos debatimos ante la historia y ante otras realidades (que no es del caso enumerar), siguiendo esta ruta griega, es ya, velis nolis, una intelección y una discusión con la filosofía presocrática.
Y lo que la intelección del pasado nos procura no es una simple explicación del presente. El retroceso no tiene sentido legítimo sino cuando hace posible un brinco más eficaz hacia el futuro. Toda decisión del presente, en efecto, elige unas posibilidades y desecha otras, no por una frívola preterición, sino porque estas otras posibilidades no son las que han de entrar en juego ante la realidad que urge. Incluso limitándonos a las posibilidades que un presente acepta, muchas veces el presente no actualiza de ellas más que un aspecto fragmentario. El pasado está preñado de lo que pudimos haber sido y no fuimos, unas veces por eliminación, otras por una retracción que ha dejado inexhaustas algunas de sus más fecundas dimensiones. Así, cuando el cristianismo pone en movimiento las mentes griegas, no logra suscitar en ellas, para los efectos de una filosofía del mundo creado, más reacciones que las que se agrupan en torno a la realidad sustancial que había descubierto Grecia. Aquí y allá se alumbraron de súbito intuiciones geniales en orden a la historicidad del espíritu humano. Pero [340] quedaron, en definitiva, aplastadas y soterradas bajo el peso de lo recibido. No es un azar que el supremo error ontológico, desde el punto de vista del cristianismo, haya sido el panteísmo, una deificación de la naturaleza. En sus orígenes, bajo esa forma pseudomística y mítica de la gnosis y del maniqueísmo; en el otro cabo de los tiempos, en el panteísmo ontológico de Hegel. En el siglo xix, cuando la historia conmueve nuestra idea del ser, a la vez que nos plantea un nuevo problema, nos hace volver los ojos a las intuiciones fundamentales contenidas ab initio en el cristianismo, pero para cuya fecundidad conceptual no parecía llegada entonces la hora. La reacción, dentro del orbe cristiano, fue muy parecida a la que se produjo en los primeros tiempos frente a la naturaleza. Unos esenciales tanteos por acercarse cautelosa y pausadamente a la nueva realidad, y una desviación fundamental, muy parecida a la gnosis, de la que hoy no poseemos aún más que ese primer momento inicial mítico y pseudomístico: lo que se llamó el "modernismo", una especie de germinal e ingente gnosticismo y panteísmo de la historia, apoyado justamente en la idea de evolución y desarrollo.
Al retrotraemos así hacia el pasado no perdemos nada de lo que fue. Todo lo contrario. Es entonces cuando lo reconquistamos y nos lo apropiamos de veras. De veras: a una, con la conciencia de sus limitaciones y, por tanto, con la ampliación de nuestras posibilidades. Necesitamos ir de la naturaleza y de la historia al ser.
Ocuparnos de los pre-socráticos es ocuparnos de nosotros mismos, de nuestras posibilidades de filosofar, consistentes y pendientes todas ellas de la posibilidad de llegar a una idea del ser que incluya la historia. Ni arqueología, ni clasicismo.
Madrid, 29 agosto 1942; de Escorial.
NOTAS
[1] La filosofía en la época trágica de los griegos, pags. 8-10.^
[3] Dejemos de lado la cuestión de los diferentes modos que pueda ofrecer esta presencia virtual.^
[4] Hegel llamaba a la historia espíritu objetivo. Una de las más graves Inexactitudes de esta idea se halla en el supuesto que implica. Supone, en efecto, que la historia es una especie de ingente realidad, de un magno hombre, que va incrementándose en el curso del tiempo. La verdad es que, tomada la historia en su conjunto, se halla constituida por la totalidad de las posibilidades humanas.^
[5] Para no complicar la exposición, he prescindido de la relación del individuo con los demás hombres. En su misma naturaleza tiene el hombre potencias que le mantienen abierto, no solamente a las cosas, sino a las demás personase La coexistencia es una dimensión que afecta primaria y radicalmente al existir humano en cuanto tal. Ahora bien: en esta apertura a los demás, en esta coexistencia, hay muchas posibilidades distintas de convivencia. Por esto, la historia envuelve, no sólo al individuo, sino también, y más especialmente, a la sociedad. Sin embargo. lo social no es lo histórico. En la convivencia humana lo histórico está en la actualización de sus posibilidades. La forma en que los individuos quedan afectados y dispuestos, por su convivencia con otros, no es lo histórico, sino lo social. Si el coexistir es una dimensión primaria e irreductible del ser humano, lo social es una disposición de las potencias humanas. Por esto es objeto de manejo y organización. La historia no es esto; la historia no son los "hechos sociales", sino los "acontecimientos sociales". Contra lo que Comte, fiel heredero de Hegel, pretendía, la historia no puede reducirse a una sociología dinámica. Lo social forma parte de lo natural, frente a lo propiamente histórico. Sólo hay historia, en cambio, cuando el hecho social es la actualización de posibilidades y proyectos. Lo social es, a lo sumo, uno de los sujetos y uno de los precipitados naturales de la historia.^