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El hombre, realidad personal

 

[De Revista de Occidente, 1 (1963), pp. 5-29]

Bibliografía oficial #51

 

El tema de la persona reviste carácter inundatorio en el pensamiento actual. En cualquier bibliografía aparecen masas de libros y publicaciones periódicas sobre la persona, desde los puntos de vista más diversos. Biografías de personalidades grandes o modestas; estudios psicobiológicos y psicoanalíticos sobre la constitución de la personalidad o estudios psiquiátricos sobre las personalidades psicopáticas; estudios de moral sobre la dignidad de la persona humana o investigaciones sociológicas acerca de las personas jurídicas. La filosofía por su lado, sin emplear muchas veces el vocablo, hace de la persona tema de sus reflexiones: cómo el hombre se va haciendo persona a lo largo de su vida. Y hasta la teología, prolongando las reflexiones de siglos pasados acerca de la persona de Cristo, vuelve a colocar hoy en primer plano el problema de la persona. Por donde quiera que se mire, se descubre el tema de la persona como uno ele los problemas capitales del pensamiento actual.

En estas lecciones vamos a tratar el asunto filosóficamente, no para eliminar los otros aspectos de la cuestión, sino justamente al revés, para darles su centro {6} de gravedad, y fundamentarlos en una noción clara y precisa de lo que es ser persona.

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Para ello es menester proceder paso a paso. El problema de la persona tiene facetas distintas que vamos a examinar tratando de tres cuestiones centrales:

1.o Cuáles son las realidades personales. Es decir, hemos de determinar con cierto rigor la índole de la realidad humana, de la cual decimos, y con verdad, que es personal.

2.o En qué consiste ser persona. Una vez estudiada la índole del hombre, habremos de averiguar cuál es su momento formalmente personal, es decir, en qué estriba formalmente la persona en cuanto persona.

3.o Cuáles son las diversas maneras como se es persona. Son tres cuestiones perfectamente distintas. Vamos a dedicar esta lección a la cuestión primera: cuáles son las realidades personales.

Para ello comparemos por contraposición el hombre con aquella realidad que le es más próxima, la realidad del animal Como toda oposición, se halla montada sobre una línea previa que es común a los términos contrapuestos; donde no hubiera nada de común, no podría haber ni tan siquiera contraposición. ¿Cuál es la dimensión común en la que se contraponen el hombre y el animal? Evidentemente, el hecho de que ambos son seres vivos. Si queremos. pues, aprehender de una manera concreta la esencia del hombre contraponiéndola a la del animal, será menester precisar previamente la índole esencial de todo ser vivo.

{7} Los seres vivos se hallan caracterizados por una cierta sustantividad. De momento no insisto demasiado sobre este concepto; volveremos sobre él en esta misma lección. La sustantividad del viviente tiene dos vertientes: de un lado posee una cierta independencia respecto del medio, y de otro un cierto control especifico sobre él. Una cierta independencia respecto del medio, dentro de limites más o menos amplios. Esta independencia se refiere no sólo a lo que pudiéramos llamar la vida propia del viviente, sus vicisitudes propias, sino que se extiende a la conformación de sus estructuras propias, y hasta a la elaboración de los materiales que las componen. Es verdad que se toman los materiales de fuera, pero el viviente los somete en amplia medida a una transformación peculiar para que puedan servir de piezas inmediatas en la edificación de sus estructuras bioquímicas. Estar vivo significa ante todo tener esta actividad propia. El viviente tiene además un cierto control específico sobre el medio: sistemas de defensa, adaptaciones, movimientos de persecución y de huida, etcétera; control además sobre los tipos de «cosas» que constituyen su medio vital. Sin ello el viviente habría desaparecido rápidamente, víctima de la colisión con ese medio. La unidad de estas dos vertientes constituye la sustantividad biológica.

Esta sustantividad tiene distintos estratos en profundidad. Hay, en primer lugar, el estrato más aprehensible: la sustantividad en las acciones que ejecuta el viviente. Claro está, el curso de estas acciones tiene carácter cíclico; por tanto no puede en rigor hablarse de comienzo y final del proceso accional del viviente; pero el análisis, por ser forzosamente lineal, obliga a. expresarse así; estando prevenido no hay riesgo de error.

{8} El viviente se halla «entre» cosas, externas unas e internas otras, que le mantienen en una actividad no sólo constante, sino primaria. En su virtud se halla en un determinado estado de equilibrio no estático sino dinámico, en una especie de estado estacionario, que dirían los físicos; no una quietud sino una quiescencia. Ese estado tiene una cualidad interna esencial, lo que llamamos el tono vital. En ese estado se halla «entre» las cosas. Y este «entre» tiene dos caracteres. Uno de instalación: el viviente se halla colocado entre las cosas, tiene su locus determinado entre ellas. Otro modal: el viviente así colocado está dispuesto o situado en determinada forma frente a ellas, tiene su situs. La categoría del situs, que no desempeñó ningún papel en la filosofía de Aristóteles, muestra su portentosa originalidad c importancia en el tema de la vida. Colocación y situación, locus y situs, tomados en toda su amplitud y no sólo en sentido espacial, son los dos conceptos radicales en este punto. No son dos conceptos independientes. El situs se funda en el locus; no hay situación sin colocación. Pero no se identifican; una misma colocación puede dar lugar a situaciones muy diversas. Ahora bien, si una nueva cosa actúa sobre el viviente, esta actuación recae sobre su estado y lo altera. Las cosas no son las que inician la actividad del viviente, sino que la modifican; modifican la actividad en que previamente se hallaba y en la que es recibida la actuación de las cosas. Por esta actuación se ha quebrantado el equilibrio dinámico del viviente, y en su virtud, éste se encuentra movido a ejecutar una nueva acción. Este momento por el que las cosas modifican el estado vital y mueven a una acción es lo que llamo suscitación. Lo propio de las cosas para los efectos de la vida es suscitar un acto vital. Empleo este vocablo porque el concepto por él designado es mucho mas amplio y comprensivo que otros, tal como el de excitación: la {9} excitación tiene, en efecto, un sentido sumamente preciso en fisiología, por ejemplo, cuando se contrapone la excitación eléctrica del nervio a su período refractario. El viviente, al encontrarse movido por la suscitación a ejecutar una acción, se encuentra con que su propio tono vital ha sufrido tina modulación característica: se ha transformado en tensión hacia». La tensión es la versión dinámica del tono vital. La acción a que esta tensión aboca es una respuesta a la suscitación; las acciones suscitadas por las cosas en los seres vivos tienen siempre el carácter de respuesta. Esta respuesta tiene dos momentos. Uno, la recuperación del equilibrio dinámico perdido, la reversión a él. Otro, haber ampliado o enriquecido tal vez el área del curso vital. Vivir no es sólo mantenerse en equilibrio, es también crear; es si se quiere una creación equilibrada. El viviente, en efecto, según sea su índole, puede tener distintas posibilidades de recuperar su equilibrio dinámico. Esta diversidad constituye la posible riqueza de su vida. Cuando se logra esa respuesta desde los dos puntos de vista, según la media normal y normada de viviente, decimos que éste ha dado una respuesta adecuada. Se comprende que todo el decurso de las acciones vitales tiene como supuesto fundamental la riqueza de respuestas adecuadas. Unas veces son el resultado en cierto modo mecánico, de las estructuras del viviente; otras veces pueden ser resultado de un feliz azar; en general, sin embargo, arriesgándose a respuestas inadecuadas, el viviente tiene que buscar por tanteos la respuesta adecuada dentro del elenco de las respuestas hechas posibles y aseguradas por sus propias estructuras biológicas. Sucitación-respuesta: he aquí, pues, el primer estrato de la sustantividad del viviente. Es la unidad de la independencia y del control en la tensión que lleva a una respuesta adecuada.

Pero este primer estrato es el más aprehensible porque {10} es el más externo. El viviente no queda unívocamente caracterizado por el tejido de sus respuestas. Si hiciéramos la biografía exhaustiva de un topo y de un perro ciego, en ninguno de los dos casos nos encontraríamos con sensaciones luminosas. Sin embargo, hay una diferencia esencial. El topo no tiene sensaciones visuales, pero no tiene por qué tenerlas. El perro ciego, en cambio, no tiene sensaciones visuales, pero como perro tendría que tenerlas. Es decir, por bajo de la suscitación-respuesta hay un estrato más hondo, constituido por la manera de enfrentarse con las cosas, por el modo de habérselas con ellas. El topo no tiene ni puede tener el modo de habérselas visualmente con las cosas; el perro, si. Todo viviente tiene un modo primario de habérselas con las cosas y consigo mismo, anterior a sus posibles situaciones y respuestas. A este modo de habérselas con las cosas y consigo mismo es a lo que llamo habitud. Aparece aquí este concepto que como categoría ocupó muy poco lugar en la filosofía de Aristóteles, la Ÿxij, el habitus. La habitud es el fundamento de la posibilidad de toda suscitación y de toda respuesta. Mientras la respuesta a una suscitación en una situación es siempre un problema vital, la habitud no es ni puede ser problema: se tiene o no se tiene. Correlativamente: por su habitud, las cosas y el viviente mismo quedan ante él en un carácter primario interno a ellas y que las afecta de raíz y en todas sus dimensiones. En esta dimensión, las cosas ni actúan ni suscitan, tan sólo «quedan» en cierto respecto para el viviente. Este mero quedar es lo que llamamos actualización. Y el carácter de las cosas así actualizado en este respecto es lo que llamo formalidad.

Naturalmente, las habitudes pueden darse en distintos niveles; por ejemplo, la habitud visual se da en el nivel de las cualidades aprehendidas. Pero ha en todo viviente una última habitud, que llamo habitud {11} radical, de la que en última instancia depende el tipo mismo de vida del viviente; las biografías de todos los perros son distintas, pero todas son biografías caninas porque se inscriben en una misma habitud. Si comparamos ahora todos los vivientes entre sí, descubrimos en su fondo las tres habitudes más radicales, las tres maneras más radicales de habérselas con las cosas : nutrirse, sentir, inteligir. En ellas quedan actualizadas las cosas según tres formalidades : alimento, estímulo, realidad. Estas tres habitudes son distintas, pero no se excluyen necesariamente.

La habitud es lo que hace que las cosas entre las que está el viviente constituyan en su totalidad un medio. El medio tiene dos dimensiones. Una es la de mero «entorno»; por ella se aproxima el viviente a las realidades físicas las cuales poseen siempre «entornos» y, en definitiva, se hallan formando parte de uno o varios «campos». Pero no todas las cosas del entorno físico forman parte del medio, sino tan sólo aquellas que pueden actuar sobre el viviente, esto es, aquellas con las que puede habérselas en cualquier forma que sea, bien en forma de conducta, bien en forma de acción físico-química. Pero el medio tiene un segundo carácter constitutivo fundado sobre el anterior. Con unas mismas cosas, en efecto, pueden habérselas los vivientes de distinta manera según el distinto «respecto» en que quedan en virtud de sus distintas habitudes. Este momento de «respecto» es el que confiere al mero entorno su último y concreto carácter medial. En su virtud, el medio es el fundamento de toda colocación y de toda situación: se está en cierto locus dentro del medio, y en cierto situs según el respecto en que quedan las cosas en él.

Habitud-respecto formal: he aquí el segundo estrato de la sustantividad del viviente. Es la independencia y el control, en la unidad de un modo primario y radical de {12} habérselas con las cosas y consigo mismo, y del carácter formal que aquéllas y éste cobran para el viviente.

Con todo, este estrato no es ni con mucho el más radical. Hasta aquí en efecto, hemos partido de las acciones que el viviente ejecuta y marchando hacia dentro de él hemos hallado la habitud. Es un estrato subyacente a las acciones. En su virtud sólo hemos caracterizado la habitud por la cara que da a las acciones. En este sentido y sólo en éste, está justificado hablar de habitudes. Pero si tomamos la habitud en sí misma, pronto caeremos en la cuenta de que eso que hemos llamado habitud, es mucho más que mera habitud: es una emergencia de la índole misma del viviente. El viviente tiene este o el otro modo de habérselas con las cosas, porque «es» de esta o de la otra índole. Solamente cabe hablar de habitud visual en el perro en la medida en que el perro es un viviente dotado de sentido de la vista. Las estructuras ópticas son la raíz de la que emergen la habitud y las acciones visuales. Esto que constituye el modo de realidad del viviente, su índole propia, es lo que llamamos sus estructuras. Tomo este vocablo no en el sentido en que suelen emplearlo los biólogos, sino en su acepción más amplia y general, para designar con él la totalidad de los momentos constitutivos de una realidad en su precisa articulación, en unidad coherencial primaria. Los momentos o partes estructurales no tienen ni pueden tener sustantividad física propia sino siendo los unos «de» los otros, de suerte que sólo esta su unidad primaria es la que tiene sustantividad. En ella, por tanto, cada momento está determinado por todos los demás, y a su vez los determina todos. Esta unidad, en cuanto constitutiva de la realidad física de algo, es justo lo que llamamos estructura. Pues bien, la sustantividad en el orden de la suscitación-respuesta, y en el orden de la habitud-respecto formal, es decir, la sustantividad como {13} tensión y como habitud, no son sino la consecuencia de las estructuras, de la sustantividad como estructura. Sólo en las estructuras está el momento formal constitutivo de la sustantividad; en la tensión y en la habitud tenemos tan sólo la sustantividad en momento operativo. En este último y definitivo estrato, la sustantividad es, pues, suficiencia constitutiva en orden a la independencia y al control.

Ahora bien, nos hemos propuesto aprehender con rigor la diferencia entre el hombre y el animal; pero no una diferencia cualquiera, sino una diferencia esencial. Por tanto hemos de llevar el problema a esta línea de las estructuras. Es en ellas, en efecto, donde se halla la esencia de toda realidad.

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Esta diferencia estructural no puede entenderse más que partiendo del análisis de las habitudes del animal y del hombre. Por tanto, tenemos que examinar dos cuestiones: primera, la habitud radical del hombre; segunda, la estructura esencial del hombre.

 

I. La habitud radical del hombre. ¿Cómo se contraponen el animal y el hombre en su habitud radical? El animal tiene una habitud radical, que comparte con el vegetal mismo. Y es que recibe de las cosas internas o externas a él, una cierta estimulación. Las cosas, tanto las del medio externo como las del interno, se presentan y actúan como estímulos; esto es, no son para el viviente sino algo que le afecta y algo que se agota en su afección. La capacidad de ser afectado por estímulos y la habitud de habérselas con puros estímulos, es un carácter que pertenece esencialmente a todo ser vivo. Es lo que he solido llamar susceptibilidad. En toda estimulación hay tres momentos : un cierto tono vital sobre el que el estímulo recae, una agresión, digámoslo así, del estímulo, {14} una respuesta efectora con la que el ser vivo responde a la alteración que se la ha producido.

Este proceso de estimulación se da evidentemente en toda célula. Pero dentro de la serie biológica, el animal es el ser vivo que ha hecho de la estimulación una función especial. Todas las células digieren, pero hay células que han hecho de la digestión una función especial. Pues bien, análogamente, todas las células son susceptibles a estímulos; pero hay algunas que han hecho de la estimulación una función especial, diferencial. Estas células son las que en los animales algo desarrollados se llaman células nerviosas. La célula nerviosa está especialidada en estimular; esto es, confiere una cierta autonomía a la función estimulante dentro del animal, una autonomía por la que su tono vital cobra un carácter ten cierto modo distinto del vegetal, y por la que transmite con gran rapidez el impulso estimulante. Es lo que he solido llamar «liberación biológica del estímulo». Pues bien, la liberación biológica del estimulo es lo que formalmente constituye el sentir. La célula nerviosa no crea la función del sentir; tan sólo la desgaja como una especialización de la susceptibilidad propia ele toda célula.

Esta liberación, es decir, lo que llamamos «sentir», puede tener grados diversos. En los primeros animales trátase de una especie de sensibilidad difusa que yo llamaría sentiscencia. En los animales ya más desarrollados nos encontramos con un sistema nervioso más o menos central, pero siempre en centralización creciente: la sensibilidad propiamente dicha. Susceptibilidad, sentiscencia, sensibilidad, son los tres grados diferenciales de la estimulación.

A pesar de su enorme complicación, todo sistema nervioso mantiene en unidad los tres momentos constitutivos de toda estimulación: alteración del tono vital, recepción, afección. Y en la unidad intrínseca y radical {15} de estos tres momentos consiste precisamente el fenómeno del sentir. Sin embargo, esta unidad se va modulando en la escala zoológica, y con tal modulación se modula y enriquece lo que llamamos psiquismo animal. Esta complicación y modulación tiene lugar según dos direcciones perfectamente definidas. Ante todo, aparecen receptores y efectores específicamente diferenciados: no todos los animales tienen los mismos sentidos. Pero en segundo lugar —y es lo más importante para nuestro problema— se va produciendo un incremento (que llega a ser enorme) no precisamente en la cualidad de las estimulaciones, pero sí en lo que he llamado su unidad formal. En el incremento de esta función de formalización es donde se halla la riqueza de la vida «psíquica» del animal.

Dos palabras acerca de este concepto de formalización. En el orden perceptivo —receptor— la cosa es clara. Toda percepción envuelve no sólo unas cualidades percibidas, sino una unidad formal. Esta unidad no consiste tan sólo en poseer una «figura» propia (Gestalt), sino en poseer una especie de clausura en virtud de la cual lo percibido se presenta como una unidad que puede vagar autónoma de unas situaciones a otras; es, por ejemplo, lo que permite decir que se percibe «una cosa». Es conocido el experimento que cita Katz. Se adiestra a un cangrejo para atrapar una presa sobre una roca; pero si después se coloca la misma presa colgada de un hilo, el cangrejo queda impávido: no distingue la presa. En cambio, un perro, un mono, etcétera, lo harían en seguida y sin necesidad de adiestramiento. Yo diría que estos animales tienen un sistema de formalización distinto al del cangrejo. En este orden, la formalización es aquella función en virtud de la cual las impresiones y estímulos que llegan al animal de su medio externo e interno, se articulan formando en cierto modo recortes de unidades autónomas frente a las cuales {16} el animal se comporta unitariamente. En realidad, el cangrejo ha visto sólo presa-roca»; pero ni la presa ni la roca han sido percibidas por sí mismas, porque no han tenido unidad formal propia en su percepción. Esta función de formalización pende de estructuras nerviosas. Por esto, he pensado siempre que se trata de una función fisiológica, tan fisiológica como puede serlo la especificación de los receptores.

Esta formalización aparece asimismo en el orden efector y en el orden del propio tono vital del animal. La cosa es clara tratándose de movimientos: no es lo mismo un simple movimiento de un miembro que el juego delicado de prehensión, de marcha, etc. La formalización motriz es la responsable de la diversidad de movimientos, adaptados unos, aprendidos otros, etcétera, que el animal puede realizar. Lo propio debe decirse del tono vital. El mero encontrarse «bien» o «mal», digámoslo así, da lugar por formalización a una rica gama de estados tónicos diferentes. No es lo mismo el encontrarse bien con una respuesta elemental adecuada, que el encontrarse bien apeteciendo una presa en lugar de otra; la formalización del tono vital matiza a éste en distintas «afecciones».

Basten estas someras alusiones para dar a entender lo que es la formalización. Es una función estrictamente fisiológica, ni más ni menos a como lo es la diversidad específica de estímulos. A medida que la formalización progresa, unos mismos estímulos elementales ofrecen un carácter completamente distinto para el animal. De suerte que un elenco relativamente modesto de estímulos originarios produce, según la riqueza formalizadora del sistema nervioso del animal, situaciones completamente diversas para éste. Toda la riqueza de la vida psíquica del animal, o por lo menos su mayor parte, está adscrita a esta función de formalización. Así, una simple onda luminosa, puede producir {17} en un animal elemental una respuesta de simple huida o aproximación; en cambio, en un animal superior, puede cobrar el carácter de signo objetivo de respuesta, esto es, denota de un objeto estimulante mucho más complejo. Decía que se trata de una función estrictamente fisiológica: ciertas áreas corticales del cerebro son simplemente formalizadoras, por ejemplo, las áreas motrices frontales. En términos generales, a mi modo de ver, la función esencial del cerebro no estriba en ser un órgano de mera «integración» (Sherrington), ni en ser un órgano de «significación» (Brinkner), sino en ser el órgano por excelencia de «formalización», función en virtud de la cual se crea la enorme diversidad de situaciones con que el animal tiene que habérselas.

Con ello se ha producido un nuevo tipo de sustantividad biológica. La función de sentir, en efecto, crea un nuevo tipo de independencia respecto del medio. La cosa es clara si se atiende a la diversa formalización: es mayor la independencia del animal que se mueve entre signos objetivos, que la del que responde inmediatamente a estímulos elementales. El sentir abre un área mucho mayor de actividad propia. Pero además, aumenta la sustantividad en la medida en que el sentir confiere al animal un control mucho mayor del medio. «Sintiendo», el animal es, pues, mucho más sustantivo, mucho más independiente, si se quiere, es mucho más «suyo» que el vegetal.

Sin embargo, a pesar de que gracias a la formalización, unos mismos estímulos elementales abren el campo de muchísimas respuestas distintas, entre las que el animal «puede optar», sin embargo, digo, mientras el animal conserve su viabilidad normal, tiene asegurada en sus propias estructuras, la «conexión», por así decirlo, entre los estímulos y las respuestas. De ahí que por muy rica que sea la vida del animal, esta vida está siempre constitutivamente «enclasada».

{18} Ahora bien, no siempre es este el caso del hombre. Posee ciertamente las mismas estructuras nerviosas que el animal, pero su cerebro se encuentra enormemente más formalizado, yo diría «hiperformalizada». De aquí resulta que, en ciertos niveles el elenco de respuestas que unos mismos estímulos podrían provocar en el hombre queda prácticamente indeterminado, o lo que es lo mismo, las propias estructuras somáticas no garantizan ya dentro de la viabilidad normal la índole de la respuesta adecuada. Con ello el hombre quedaría abandonado al azar, y rápidamente desaparecería de la tierra. En cambio, precisamente por ser un animal hiperformalizado, por ser una sustantividad «hiper-animal», el hombre echa mano de una función completamente distinta de la función de sentir: hacerse cargo de la situación estimulante como una situación y una estimulación «reales». La estimulación ya no se agota entonces en su mera afección al organismo, sino que independientemente de ella, posee una estructura «de suyo»: es realidad. Y la capacidad de habérselas con las cosas como realidades es, a mi modo de ver, lo que formalmente constituye la inteligencia. Es la habitud radical y específica del hombre. La inteligencia no está constituida, como viene diciéndose desde Platón y Aristóteles, por la capacidad de ver o de formar «ideas», sino por esta función mucho más modesta y elemental: aprehender las cosas no como puros estímulos, sino como realidades. Toda ulterior actividad intelectiva, es un mero desarrollo de ésta su índole formal.

He aquí las dos habitudes que radicalmente se distinguen en la escala zoológica: de un lado, la habitud del puro sentir estímulos, y de otro, la habitud de inteligirlos como realidades; sentir e inteligir. A estas dos habitudes, responden dos formalidades según las cuales las cosas quedan en su presentarse : estimulo y realidad. Pero como el presentarse como reales, consiste en {19} una remisión «física» a lo que las cosas son «de suyo» (por tanto, a lo que son antes de la estimulación e independiente de ella), resulta que la inteligencia nos deja situados en lo que las cosas son realmente, en y por sí mismas. La primera función de la inteligencia es estrictamente biológica: hacerse cargo de la situación para excogitar una respuesta adecuada. Pero esta modesta función nos deja situados en el piélago de la realidad en y por sí misma, sea cual fuere su contenido; con lo cual, a diferencia de lo que acontece con el animal, la vida del hombre no es una vida enclasada sino constitutivamente abierta.

Detengamos un momento la atención sobre estos dos aspectos de la habitud intelectiva. En primer lugar, su función primariamente biológica. Inteligir es algo irreductible a toda forma de puro sentir. Pero sin embargo, es algo intrínsecamente «uno» con esta última función. Y esto, por lo menos, en tres aspectos : a), el cerebro no intelige, pero es el órgano que coloca al hombre en la situación de tener que inteligir para poder perdurar biológicamente; el cerebro tiene, en este aspecto, una función exigitiva, precisamente por su hiperformalización; b), pero el cerebro tiene una función aun más honda en orden a la intelección: es que sin la actividad cerebral, el hombre no podría mantenerse en vilo para inteligir; c) el cerebro no sólo «despierta» al hombre y le «hace tener que» inteligir, es que además, dentro de ciertos límites, perfila y «circunscribe el tipo» de posible intelección. De aquí que, a pesar de que inteligencia y sensibilidad, sean irreductibles, sin embargo constituyen una estructura profundamente unitaria. No hay cesura ninguna en la serie biológica. En el hombre, todo lo biológico es mental, y todo lo mental es biológico.

Situado así en la realidad, cualquiera que ella sea, el hombre no sólo no tiene una vida enclasada, sino {20} que en principio puede llevar vidas muy distintas: es adaptable a todos los climas, etc. Más aún, desde este punto de vista, la humanidad puede alojar y aloja dentro de sí, no sólo vidas distintas, sino hasta «tipos» distintos de hombre.

Con la habitud intelectiva, nos encontramos con un tipo de sustantividad muy distinta de la sustantividad animal. En primer lugar, con un tipo distinto de control sobre las «cosas». La habitud radical prefija siempre la formalidad según la cual las «cosas» quedan para el viviente. La habitud del animal es estimulación. Por esto las cosas con las que tiene que habérselas el animal están específicamente prefijadas; y el conjunto de estas cosas así específicamente prefijadas es lo que constituye el medio. El hombre, en cambio, se mueve entre cosas que ciertamente tienen un contenido determinado en cada caso. Pero la habitud radical del hombre es inteligencia; por tanto, las cosas no quedan específicamente prefijadas, sino que basta con que sean reales. El conjunto de las cosas reales en tanto que reales es lo que llamo mundo. El animal tiene medio, pero no tiene mundo. Mundo no es el horizonte de mis posibilidades de aprehender y entender las cosas en mi existir. Tampoco es el conjunto de las cosas reales en sus conexiones por razón de sus propiedades, sino que es el conjunto «respectivo» de todas las cosas reales por su «respectividad» formal en cuanto reales, es decir, por su carácter de realidad en cuanto tal. En el mundo así entendido es en el que el hombre se tiene que mover; y por eso el mundo es siempre algo formalmente abierto. Su control humano es por esto, en buena parte, «creación».

Pero, en segundo lugar, la sustantividad humana tiene un nuevo tipo de independencia respecto de las cosas. No sólo tiene actividad propia, como la tiene el animal, sino que esta actividad es, por lo menos en principio, una actividad que no queda determinada {21} tan sólo por el contenido de las cosas, sino por lo que el hombre quiere hacer «realmente» de ellas y de sí mismo. Esta determinación de un acto por razón de la realidad querida, es justo lo que llamamos libertad.

La sustantividad humana es, pues, en el orden operativo una sustantividad que opera sobre las cosas y sobre sí misma en tanto que reales, es decir, una sustantividad que opera libremente en un mundo. (Queda en pie la amplitud mayor o menor de esta zona de libertad, cuestión diferente). Recogiendo ambos momentos, diremos que en el orden operativo, la sustantividad humana es constitutivamente abierta respecto de sí misma y respecto de las cosas, precisamente porque es una sustantividad cuya habitud radical es inteligencia. El hombre es ciertamente un animal, pero un animal de realidades.

He aquí lo que desde el punto de vista de las habitudes arroja nuestro análisis diferencial entre el animal y el hombre. Entonces surge la segunda pregunta: ¿en qué consiste la estructura esencial del hombre, esa estructura de la que emerge su habitud intelectiva radical?

 

II. La estructura esencial de la sustantividad humana. Como todo viviente, el hombre es una realidad sustantiva. Y es el momento de decir con un poco de precisión qué se entiende por sustantividad.

Aristóteles no había hablado más que de sustancialidad. Entendía por sustancia un sujeto dotado de ciertas propiedades que le competen por naturaleza, y que por consiguiente es capaz de existir por sí mismo, a diferencia de sus propiedades que no pueden existir más que por su inherencia al sujeto sustancial. Claro está, no es que Aristóteles desconozca por completo la existencia de sustancias compuestas; pero ha entendido siempre que lo que las sustancias componentes componen es justamente una nueva sustancia, un nuevo {22} sujeto sustancial. El cloro y el hidrógeno son sustancias, y lo es asimismo el ácido clorhídrico resultante de su combinación, y es una sustancia distinta de las componentes por hallarse dotada ele propiedades diferentes a las de éstas. Pero en esta idea de Aristóteles entran indiscernidamente dos cosas distintas: la sustancialidad y la sustantividad. Para Aristóteles no hay más sustantividad que la sustancial.

Sin embargo, ambos conceptos son perfectamente distintos. La sustancialidad sólo es un tipo de sustantividad: la sustantividad que algo posee para que todo lo demás se apoye en él en orden a la existencia. Pero no es la única sustantividad posible. Sustantividad es la suficiencia de un grupo de notas para constituir algo propio; es la suficiencia den el orden constitucional. No está dicho en ninguna parte que toda suficiencia en este orden sea sustancial. Es verdad que entre las cosas del mundo, ninguna hay tal que su sustantividad no envuelva un momento de sustancialidad. Pero lo que afirmamos es que en ninguna cosa hay identidad formal entre sustantividad y sustancialidad.

En primer lugar, la sustantividad puede estar por encima, por así decirlo, de la sustancialidad. Los sujetos que determinan por decisión algunas, no todas, de las propiedades que van a tener no están «por bajo-de» de esas propiedades, sino justamente al revés «por encima-de» ellas. No son Ûpo-keˆmenon, sub-stantes, sino Ûper-keˆmenon, super-stantes por así decirlo. En el hombre, estos dos momentos de substancia y de superstancia se articulan de modo preciso en su sustantividad.

En segundo lugar, no toda producción de propiedades nuevas es forzosamente resultante de la producción de una nueva sustancia. Cualquier organismo está compuesto de milliones de sustancias, ninguna de las cuales pierde en el organismo su propia sustancialidad. Sin embargo carecen de sustantividad; sustantividad {23} sólo la posee el organismo. Aquí, la diferencia es clara en el orden operativo. Las propiedades de los compuestos, unas son «aditivas»: son la suma de las propiedades de los componentes. Tal es el caso de las propiedades de una «mezcla». Pero otras son «sistemáticas»; no pueden distribuirse sobre cada una de las componentes, sino que afectan pro indiviso al sistema entero. Tal es el caso de muchas propiedades en una «combinación». Pues bien, en el orden operativo, hay «operaciones» que no son sino la adición de las operaciones que cada una de las componentes realiza. Pero hay otras que están realizadas tan sólo por el sistema entero. En tal caso, el compuesto se halla caracterizado más que por ser una nueva sustancia, por tener un modo de funcionamiento nuevo, una especie de «combinación funcional». Es el caso de los seres vivos. Trátase de una sustantividad que en el orden operativo está caracterizada no por la producción de una sustancia nueva, sino por la producción de una «combinación funcional». La independencia del medio y el control específico sobre él, no serían sino la expresión de esta peculiaridad, la expresión de la combinación funcional.

Ahora bien, una combinación funcional no es forzosamente el resultado de una combinación de sustancias que produjera una sustancia nueva. Tampoco es un mero agregado de sustancias, porque en tal caso sólo tendríamos funciones aditivas. Es un acoplamiento de sustancias tal que todas ellas se codeterminan mutuamente. Y esto es lo que hemos llamado estructura. La sustantividad está determinada no siempre ni formalmente por sustancias, sino por estructura, y consiste en una unidad coherencial primaria. Esta estructura es la esencia de la sustantividad en cuestión. La suprema forma de unidad metafísica de lo real, no es la unidad de sustancialidad, sino la unidad de sustantividad, la unidad estructural.

{24} Esto supuesto, ¿cuál es la esencia de la sustantividad humana? Que el hombre tenga algo irreductible a la materia, es innegable porque la inteligencia es esencialmente irreductible al puro sentir. Sin compromiso, llamamos a este algo «alma». Junto al alma, están todas las sustancias de su organismo Ahora bien, el hombre no es una unión de estas sustancias; es una unidad primaria. ¿En qué consiste esta unidad?

Aristóteles pensó que se trata ole una unidad sustancial: el alma, la yuk¿, es el acto sustancial de una materia prima indeterminada. De suerte que todas las propiedades que el hombre posee no sólo las superiores, sino hasta las más elementales, como el peso, las propiedades químicas, etc., se deberían al «alma». Sería ella la que «anima» al cuerpo, mejor cucho, la que hace de la materia prima un cuerpo animado. Es verdad que hay pasajes en que Aristóteles parece atenuar esta afirmación; el alma no sería la fuente de todas las propiedades, diríamos hoy las fisicó-quimícas, del cuerpo, pero sí seria lo que determinaría en la materia sus funciones propiamente vitales. Pero la «materia organizada» sería siempre pura potencialidad; sólo cl alma como «acto» de está potencia determinaría la vitalidad, la sensibilidad y las funciones superiores.

Ahora bien, esta concepción me parece difícilmente sostenible. ¿Cómo se convencerá a nadie de que la glucosa de mi organismo debe sus propiedades químicas acto sustancial de la psyché? Pero ni aun en su forma atenuada me parece sostenible la idea aristotélica. ¿Qué se entiende, en efecto, por animación? S se entiende que las funciones biológicas las tiene el organismo porque se las confiere la psyché, esto me parece que no se compadece con los hechos. El plasma germinal es un sistema molecular; su vida consiste tan sólo en la estructura unitaria que lleva aparejada consigo eso que hemos llamado «combinación funcional». El alma no {25} va organizando el plasma germinal. La verdad parece más bien la contraria: es el plasma germinal el que va modulando los estados y tendencias más hondas y elementales de la psyché. La «vida vegetativa» no consiste en las funciones vegetativas que el alma confiere a la materia, sino en los caracteres psíquicos elementales, puramente «vitales», digámoslo así, que el plasma va determinando en la psyché. Más aún: lo propio acontece con las funciones sensitivas. Es un diferenciación biológica la que diferencialmente desgaja la función de sentir. Y esta diferenciación es la que determina en la psyché un psiquismo sensitivo. Las llamadas potencias sensitivas, no son más que este tipo de determinaciones psíquicas debidas a meras diferenciaciones biológicas. Desde el primer momento de su concepción, el plasma germinal lleva «en sí» el alma entera. Y en su primera fase genética, es el plasma quien va determinando la psyché. Solamente en fases muy ulteriores es el psiquismo «superior» quien puede ir determinando al organismo. La función de formalización interviene en ese momento.

Entre «alma» y «organismo» no hay «relación» de acto y potencia, sino una «relación» de co-determinación mutua en unidad coherencial primaria, esto es, hay unidad de estructura, no unidad de sustancia. En su virtud, esta unidad no otorga nuevas propiedades a ninguna de las sustancias que en ella entran. El hombre se halla compuesto de una sustancia psiquica, y de millones de sustancias materiales. Pero todos ellas constituyen una sola unidad estructural. Cada sustancia tiene de por sí sus propiedades, pero la estructura les confiere una sustantividad única, en virtud de la cual la actividad humana es absolutamente nueva.

¿En qué consiste esta unidad estructural? Por lo pronto observemos que contra lo que los neurólogos suelen pensar, el psiquismo no se adscribe exclusivamente {26} al cerebro ni tan siquiera al sistema nervioso; no se trata de que en el sistema nervioso acontezcan unos fenómenos puramente biofísicos y bioquímicos, y que al llegar a no se sabe qué regiones «superiores» del cerebro, surja esa especie de apéndice que sería, por ejemplo, la percepción. Esto es quimérico. La función de sentir envuelve todas las funciones y estructuras bioquímicas y biofísicas del organismo y no va adscrita en especial a ninguna de ellas, como no sea en sentido «diferencial». El sistema nervioso no crea la función de sentir sino que la autonomiza la desgaja, por diferenciación. De ahí que la función de sentir, en su aspecto psíquico, sea coextensiva a la totalidad de estructuras y procesos biológicos. Pero hemos visto que todos los procesos superiores hacen intervenir intrínsecamente la función de sentir, y que a su vez los determinan a veces en buena medida. De donde resulta que «alma» y «cuerpo» son perfectamente coextensivos y su unidad estructural determina estados estructuralmente psico-físicos en toda la línea. Y entonces la cuestión se halla en preguntar, ¿en qué son coextensivamente «unos»? La respuesta a esta cuestión es eo ipso la esencia del hombre.

Lo primero que hay que decir es que la psyché no es simple «espíritu», esto, es, algo meramente dotado de inteligencia y voluntad, como pretendía Descartes. No que la psyché carezca de estas notas, sino que la psyché es algo que desde sí misma, por su intrínseca índole está entitativamente (es decir, en el orden constitutivo) vertida a un cuerpo. No es que la psyché «tenga» un cuerpo; no es que tan sólo «necesite» de un cuerpo para actuar. Es que en si misma, por ser la realidad que es, es formalmente «versión-a» un cuerpo. Y en este sentido decimos que no es simple espíritu sino que es «ánima», alma. Alma y ánima, pues, no significan aquí que es algo que anima a un cuerpo, sino que es algo cuya realidad constitutiva es ser exigencia entitativa {27} de un cuerpo. Tanto, que su primer estado de animación se lo debe al cuerpo. Esta condición es lo que expresamos diciendo que el alma es «corpórea» desde sí misma. Lo que hace que la psyché sea alma es su «corporeidad». Esta expresión puede prestarse a equívocos. Puede entenderse que se trata de que el alma sea una propiedad corporal en el sentido de material. Pero esto nada tiene que ver con lo que acabamos de decir, naturalmente. Por otra parte, la expresión «forma de corporeidad» ha sido usual entre algunos escolásticos. Pero con ella designaban una especie de forma sustancial que confería a la materia prima su realidad corporal que la hacía apta para una información anímica. Pero lo que he llamado corporeidad no es una «forma sustancial» sino un carácter «estructural», a saber, la índole del «de» cuando decimos que toda alma es estructuralmente «de» un cuerpo. Y en segundo lugar, no es el alma quien confiere a la materia su carácter de cuerpo, sino que en cierto modo es lo contrario: es el alma la que por estar vertida desde sí misma a un cuerpo es corpórea; por tanto, es el cuerpo quien califica al alma de corpórea. El alma es, pues, estructuralmente «corpórea».

Recíprocamente, si examinamos lo que es el cuerpo humano en sí mismo, no podemos limitarnos a ver en él una mera res extensa como quería Descartes, sino que se trata de una materia perfectamente organizada y diferenciada tanto molecular como energéticamente. Es decir, trátase de un «organismo». Ahora bien, este organismo es intrínsecamente «humano». Y lo es no por el mero hecho de ser poseído por eso que llamamos hombre, sino por ser algo que biológicamente (tomado en su integridad biológica) está intrínsecamente abocado, en su momento, a eso que yo llamaría «mentalización»: sin inteligencia, en efecto, el organismo no sería biológicamente viable. Por consiguiente, desde sí {28} mismo, el organismo es «organismo-de» una psyché, «de» un alma. Aquí alma significa un momento «estructural» del cuerpo. El cuerpo no está «acoplado» a un alma, sino que es estructuralmente «anímico».

Este «de» común al alma y al cuerpo es aquello en que son «uno» alma y cuerpo. Su unidad es una unidad coherencial primaria que se expresa en el «de». Y este «de» tiene un carácter perfectamente definido. Considerado desde el alma, el «de» consiste en «corporeidad». Considerado desde el cuerpo, el «de» consiste en animidad. Tomadas a una ambas determinaciones, diríamos que la unidad del «de» es «corporeidad anímica». La expresión es deliberadamente ambigua. Trátase de una «configuración» única, una configuración estructural. Como momento del alma, significa que anímicamente hay una configuración de corporeidad. Como momento del cuerpo, significa que su corporeidad tiene estructuralmente configuración anímica. La expresión «corporeidad anímica» incluye unitariamente ambos matices. He aquí la unidad estructural esencial del hombre. En esto consiste su radical sustantividad.

De ahí que la unidad de cuerpo y alma no sea «causal». No es que el alma actúe «sobre» el cuerpo o recíprocamente, sino que de un modo primario, el alma sólo «es» alma por su corporeidad, y el cuerpo sólo «es» cuerpo por su animidad. Tampoco es una unidad «instrumental». No es que el alma «tenga» un cuerpo o que el cuerpo «tenga» un alma, sino que el alma «es» corpórea y el cuerpo «es» anímico. Tampoco se trata de un «paralelismo» psico-físico. Porque todo paralelismo se establece entre dos estados, uno psíquico y otro biológico, cada uno de ellos completo en su orden; mientras que aquí hay sólo un estado completo, el estado «psico-biológico». La unidad en cuestión es, pues, no causal ni de mero paralelismo, sino una unidad estrictamente «formal». Pero esta unidad formal no es una {29} unidad «sustancial». El hombre es ciertamente una realidad sustancial; pero como sustancias en el hombre hay innumerables sustancias : su sustancia anímica y las sustancias todas que componen su organismo. Lo que sucede es que todas estas sustancias tienen una sola sustantividad. En su virtud, la unidad formal no es sustancial sino «estructural»: el hombre es una sola unidad estructural cuya esencia es corporeidad anímica. Sus elementos no se determinan como acto y potencia sino que se co-determinan mutuamente.

Esta sustantividad es intelectiva. Lo cual significa, según vimos, que en el orden operativo está abierta a toda realidad cualquiera que ella sea. En su virtud, en el orden constitutivo y estructural mismo, la esencia del hombre es esencia abierta, Y aquí tocamos al punto preciso que nos importa para nuestra cuestión. Tratábamos, en efecto, de enfocar el problema del carácter personal del hombre. Vimos que ni la consideración de sus actos, ni la del yo, sujeto de ellos, nos servía últimamente. Ahora barruntamos por que: es que «persona» no es un carácter primariamente operativo, sino constitutivo. Persona es ante todo el carácter de la sustantividad humana, de la corporeidad anímica; sólo secundariamente es el carácter de sus actos. Desde el punto de vista de sus actos, decíamos, el hombre es animal de realidades; intelige, decide libremente, es sui juris; y por esto tiene carácter personal. Pero desde el punto de vista de su sustantividad, el hombre es una corporeidad anímica, y es por esto una realidad personal. Ahora bien, ¿son estos dos aspectos de la cuestión independientes entre sí? Entonces «persona» seria una expresión equívoca. Pero si no lo es ¿en qué consiste en última instancia ser persona? Queda planteado así el problema de que nos ocuparemos en la lección siguiente.